Es indudable que unas lluvias torrenciales pueden provocar el aumento del caudal de ríos y arroyos, además de encharcar la tierra por agua que no puede ser absorbida ni evaporada de manera inmediata. En tales situaciones, no es extraño que la crecida desmesurada de un río acabe desbordando su cauce e inundando el terreno colindante, sea rural o urbano. Es lo que ha pasado en Valencia, donde las aguas causaron más de doscientos muertos e innumerables daños materiales en viviendas, empresas e infraestructuras. ¿Pero fue la dana culpable de tamaña catástrofe?
De antiguo se sabe que las borrascas, cuando son intensas, generan crecidas de los ríos, escorrentías superficiales y riadas que todo lo arrasan debido a la gran cantidad de lluvia que cae del cielo en un corto período de tiempo. Y se conocen, también de antiguo, los cursos por los que discurre esa agua hasta llegar a otros ríos o al mar, que es el vertedero final de toda el agua que no es retenida por la tierra.
Esos cursos que drenan agua son conocidos y tienen nombre en los mapas: barrancos, torrenteras, quebradas, ramblas, despeñaderos..., cuyas formas, tamaño y longitud están determinados por la orografía del terreno y la fuerza de la gravedad. Hay mapas cartográficos que establecen con precisión las zonas inundables de riesgo. Es más, desde 2003 existe un Plan de Acción Territorial sobre prevención de riesgo de inundación en la Comunidad Valenciana. Por tanto, a nadie cogía desprevenido la fuerza del agua ni por dónde se manifestaría.
El pasado 29 de octubre, una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos de la atmósfera) arrasó más setenta municipios de varias comarcas de Valencia, especialmente en l´Horta Sud y La Ribera, haciendo que el barranco del Poyo se desbordada debido a una crecida repentina, pero no inesperada.
La devastación que provocó en vidas y bienes constituye el mayor desastre “natural” vivido en España en los últimos cien años. Pero no era inesperada porque las danas, antiguas “gotas frías”, son un fenómeno habitual del otoño en el Levante español, donde confluyen masas de aire húmedo procedentes del Mediterráneo con otras corrientes frías que atraviesan la Península desde el norte, lo que da lugar a precipitaciones intensas y, a veces, torrenciales.
Pero, aparte de la temporalidad del fenómeno, tampoco fue inesperado el desborde del Poyo porque la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) llevaba una semana advirtiendo de fuertes lluvias sobre la zona y alertando de la más que probable crecida de los ríos. ¿Fueron, por tanto, las lluvias o las riadas las causantes de la catástrofe?
No se puede culpar al mar de que alguien se ahogue en sus aguas ni a la fuerza de la gravedad de que estrelle un avión. Son realidades, materiales y físicas, que siempre han existido y a las que nos enfrentamos para dominarlas –para nadar o volar, por ejemplo– con nuestro ingenio, audacia o irresponsabilidad.
En este sentido, es conveniente distinguir, como entiende el filósofo argentino Ernesto Garzón, entre "catástrofes", con frecuencia desencadenadas por fenómenos naturales que escapan al control humano, y "calamidades" (desastres, desgracias o miserias) que resultan de acciones humanas intencionadas.
Desde esta perspectiva, es posible afirmar que no fue la dana la culpable de tantas muertes ni de los destrozos provocados por la crecida de los ríos y las inundaciones. Aunque se considere desastre natural, lo cierto es que la capacidad destructiva de cualquier borrasca o dana está directamente relacionada por la actividad humana y su tendencia a intentar domeñar las fuerzas de la naturaleza o, simplemente, ignorarlas. Es ahí donde hay que exigir responsabilidades por lo sucedido en Valencia.
Lo primero que habría que determinar es quién autorizó y construyó viviendas u otras infraestructuras urbanas en zonas inundables, anteponiendo el beneficio económico a la seguridad ciudadana, sin tener en cuenta el riesgo al que se exponen cuando aparecen estos fenómenos extremos.
Permitir que la gente desarrolle su vida cotidiana en zonas potencialmente peligrosas, aunque sumamente rentables, es una irresponsabilidad de la que se debería rendir cuenta. Además, la “impermeabilización” del suelo que se produce por el cemento y el asfalto de la expansión urbanística reduce la filtración e incrementa el volumen y la velocidad de circulación superficial del agua en esas zonas urbanas.
Es muy grave que ninguna de las recomendaciones del Plan de Acción Territorial ni de otros estudios similares sirviesen para introducir modificaciones en las leyes o en las ordenanzas municipales para evitar la edificación en zonas peligrosas. Antes al contrario, se ignoraron para acelerar en los últimos años la expansión urbana no sólo en la costa del Mediterráneo, sino también en las comarcas que ahora han sido castigadas por el desastre.
Y si, para colmo, los barrancos o ramblas ven limitado su cauce por muros y encauzamientos, puentes, carreteras, vías ferroviarias, matorrales, basura y todo tipo de desperdicios arrojados por el ser humano, creando barreras que obstaculizan el drenaje natural del agua, lamentar que se desborden es igualmente de una irresponsabilidad cínica. De todas estas calamidades, más que culpabilidad habría que exigir el establecimiento de responsabilidades.
Porque, incluso, cuando se acometen obras de defensa frente a inundaciones sobre estos canales naturales, en muchos casos estas actuaciones solo consiguen trasladar y poner en peligro otras áreas, aguas abajo. Es lo que recoge un informe de expertos de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA), que destaca, en relación con lo sucedido en Valencia, que “los encauzamientos de barrancos que permitieron la expansión urbana de los pueblos de l'Horta Sud y el posible efecto barrera del dique sur del nuevo cauce del Turia, que limita el espacio natural de la rambla de Poio, son ejemplos dramáticos de este fenómeno” de riadas catastróficas.
Pero, la exigencia de responsabilidad política, consustancial a la democracia, no debe limitarse a los que legislan para manipular la naturaleza con planes industriales, urbanísticos y de infraestructuras minimizando riesgos, sino también a quienes, cuando se presenta el desastre, no son capaces de gestionarlo y minimizar sus consecuencias.
Estos tienen una responsabilidad directa en lo sucedido en Valencia, porque hubo fallos y demoras inexplicables a la hora de alertar con suficiente antelación a la población del peligro inminente al que se enfrentaba. En una época que dispone de conocimientos científicos y adelantos técnicos y de comunicación que permiten prever y monitorizar en tiempo real estos episodios atmosféricos para, si no evitar, sí al menos reducir o paliar sus consecuencias, es inconcebible que se produzcan fallos tan estrepitosos en la prevención y gestión del desastre, debido a la poca celeridad e incompetencia de las autoridades responsables de ello.
La dana, pues, no fue la culpable de la catástrofe producida en Valencia. Tampoco fue culpa de una falta de información y capacitación de los medios y sistemas para la detección y prevención de estos fenómenos. La culpa es de quienes debían tomar la decisión política para activar la respuesta preventiva y de gestión de una crecida repentina, pero no inesperada, como la acaecida en la provincia de Valencia. La culpa del desastre es de quienes no ejercieron con eficacia su responsabilidad política, dejándose guiar por una arrogancia insensata, una ignorancia injustificable y una incompetencia supina.
Se hace necesario reclamar responsabilidades inmediatas porque, entre otras razones, cabía esperar de ellos mayor atención y preparación frente a las amenazas indiscutibles que surgen del impacto global del cambio climático sobre zonas especialmente expuestas como es, precisamente, el Levante español.
Y porque de la incompetencia e irresponsabilidad de estos cargos públicos se aprovechan los que contribuyen a fomentar un populismo que manipula la rabia, la frustración y justa indignación de las víctimas de una tragedia tan previsible como evitable. No, la culpa no fue, en ningún caso, de la dana. Y es necesario exigir responsabilidades.
De antiguo se sabe que las borrascas, cuando son intensas, generan crecidas de los ríos, escorrentías superficiales y riadas que todo lo arrasan debido a la gran cantidad de lluvia que cae del cielo en un corto período de tiempo. Y se conocen, también de antiguo, los cursos por los que discurre esa agua hasta llegar a otros ríos o al mar, que es el vertedero final de toda el agua que no es retenida por la tierra.
Esos cursos que drenan agua son conocidos y tienen nombre en los mapas: barrancos, torrenteras, quebradas, ramblas, despeñaderos..., cuyas formas, tamaño y longitud están determinados por la orografía del terreno y la fuerza de la gravedad. Hay mapas cartográficos que establecen con precisión las zonas inundables de riesgo. Es más, desde 2003 existe un Plan de Acción Territorial sobre prevención de riesgo de inundación en la Comunidad Valenciana. Por tanto, a nadie cogía desprevenido la fuerza del agua ni por dónde se manifestaría.
El pasado 29 de octubre, una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos de la atmósfera) arrasó más setenta municipios de varias comarcas de Valencia, especialmente en l´Horta Sud y La Ribera, haciendo que el barranco del Poyo se desbordada debido a una crecida repentina, pero no inesperada.
La devastación que provocó en vidas y bienes constituye el mayor desastre “natural” vivido en España en los últimos cien años. Pero no era inesperada porque las danas, antiguas “gotas frías”, son un fenómeno habitual del otoño en el Levante español, donde confluyen masas de aire húmedo procedentes del Mediterráneo con otras corrientes frías que atraviesan la Península desde el norte, lo que da lugar a precipitaciones intensas y, a veces, torrenciales.
Pero, aparte de la temporalidad del fenómeno, tampoco fue inesperado el desborde del Poyo porque la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) llevaba una semana advirtiendo de fuertes lluvias sobre la zona y alertando de la más que probable crecida de los ríos. ¿Fueron, por tanto, las lluvias o las riadas las causantes de la catástrofe?
No se puede culpar al mar de que alguien se ahogue en sus aguas ni a la fuerza de la gravedad de que estrelle un avión. Son realidades, materiales y físicas, que siempre han existido y a las que nos enfrentamos para dominarlas –para nadar o volar, por ejemplo– con nuestro ingenio, audacia o irresponsabilidad.
En este sentido, es conveniente distinguir, como entiende el filósofo argentino Ernesto Garzón, entre "catástrofes", con frecuencia desencadenadas por fenómenos naturales que escapan al control humano, y "calamidades" (desastres, desgracias o miserias) que resultan de acciones humanas intencionadas.
Desde esta perspectiva, es posible afirmar que no fue la dana la culpable de tantas muertes ni de los destrozos provocados por la crecida de los ríos y las inundaciones. Aunque se considere desastre natural, lo cierto es que la capacidad destructiva de cualquier borrasca o dana está directamente relacionada por la actividad humana y su tendencia a intentar domeñar las fuerzas de la naturaleza o, simplemente, ignorarlas. Es ahí donde hay que exigir responsabilidades por lo sucedido en Valencia.
Lo primero que habría que determinar es quién autorizó y construyó viviendas u otras infraestructuras urbanas en zonas inundables, anteponiendo el beneficio económico a la seguridad ciudadana, sin tener en cuenta el riesgo al que se exponen cuando aparecen estos fenómenos extremos.
Permitir que la gente desarrolle su vida cotidiana en zonas potencialmente peligrosas, aunque sumamente rentables, es una irresponsabilidad de la que se debería rendir cuenta. Además, la “impermeabilización” del suelo que se produce por el cemento y el asfalto de la expansión urbanística reduce la filtración e incrementa el volumen y la velocidad de circulación superficial del agua en esas zonas urbanas.
Es muy grave que ninguna de las recomendaciones del Plan de Acción Territorial ni de otros estudios similares sirviesen para introducir modificaciones en las leyes o en las ordenanzas municipales para evitar la edificación en zonas peligrosas. Antes al contrario, se ignoraron para acelerar en los últimos años la expansión urbana no sólo en la costa del Mediterráneo, sino también en las comarcas que ahora han sido castigadas por el desastre.
Y si, para colmo, los barrancos o ramblas ven limitado su cauce por muros y encauzamientos, puentes, carreteras, vías ferroviarias, matorrales, basura y todo tipo de desperdicios arrojados por el ser humano, creando barreras que obstaculizan el drenaje natural del agua, lamentar que se desborden es igualmente de una irresponsabilidad cínica. De todas estas calamidades, más que culpabilidad habría que exigir el establecimiento de responsabilidades.
Porque, incluso, cuando se acometen obras de defensa frente a inundaciones sobre estos canales naturales, en muchos casos estas actuaciones solo consiguen trasladar y poner en peligro otras áreas, aguas abajo. Es lo que recoge un informe de expertos de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA), que destaca, en relación con lo sucedido en Valencia, que “los encauzamientos de barrancos que permitieron la expansión urbana de los pueblos de l'Horta Sud y el posible efecto barrera del dique sur del nuevo cauce del Turia, que limita el espacio natural de la rambla de Poio, son ejemplos dramáticos de este fenómeno” de riadas catastróficas.
Pero, la exigencia de responsabilidad política, consustancial a la democracia, no debe limitarse a los que legislan para manipular la naturaleza con planes industriales, urbanísticos y de infraestructuras minimizando riesgos, sino también a quienes, cuando se presenta el desastre, no son capaces de gestionarlo y minimizar sus consecuencias.
Estos tienen una responsabilidad directa en lo sucedido en Valencia, porque hubo fallos y demoras inexplicables a la hora de alertar con suficiente antelación a la población del peligro inminente al que se enfrentaba. En una época que dispone de conocimientos científicos y adelantos técnicos y de comunicación que permiten prever y monitorizar en tiempo real estos episodios atmosféricos para, si no evitar, sí al menos reducir o paliar sus consecuencias, es inconcebible que se produzcan fallos tan estrepitosos en la prevención y gestión del desastre, debido a la poca celeridad e incompetencia de las autoridades responsables de ello.
La dana, pues, no fue la culpable de la catástrofe producida en Valencia. Tampoco fue culpa de una falta de información y capacitación de los medios y sistemas para la detección y prevención de estos fenómenos. La culpa es de quienes debían tomar la decisión política para activar la respuesta preventiva y de gestión de una crecida repentina, pero no inesperada, como la acaecida en la provincia de Valencia. La culpa del desastre es de quienes no ejercieron con eficacia su responsabilidad política, dejándose guiar por una arrogancia insensata, una ignorancia injustificable y una incompetencia supina.
Se hace necesario reclamar responsabilidades inmediatas porque, entre otras razones, cabía esperar de ellos mayor atención y preparación frente a las amenazas indiscutibles que surgen del impacto global del cambio climático sobre zonas especialmente expuestas como es, precisamente, el Levante español.
Y porque de la incompetencia e irresponsabilidad de estos cargos públicos se aprovechan los que contribuyen a fomentar un populismo que manipula la rabia, la frustración y justa indignación de las víctimas de una tragedia tan previsible como evitable. No, la culpa no fue, en ningún caso, de la dana. Y es necesario exigir responsabilidades.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: MONTILLA K9 SPORT
FOTOGRAFÍA: MONTILLA K9 SPORT