Actualmente comprobamos que el ascenso de las ideas irracionales empieza a ser bastante inquietante, dado que no son solo creencias que se mantengan en el ámbito personal, sino que se trasladan al social y político, lo que conlleva a que, incluso en las grandes potencias, se elijan a personajes con pensamientos de lo más rudimentario como líderes de un mundo totalmente inestable. Y dejar en sus manos decisiones que, de algún modo, nos afectan a todos no deja de ser sumamente peligroso.
Ahí está, por ejemplo, Donald Trump (acompañado en la campaña electoral estadounidense de ese sujeto llamado Elon Musk, enorme ególatra con gorra juvenil y dando saltitos como un adolescente) que ha vuelto para que a principios del próximo año tengamos que estar pendientes cada día de sus ocurrencias, esperando que las decisiones que tome, nacidas de un narcisismo infantil incurable, no nos hagan temblar a los que nos encontramos a miles de kilómetros.
Estos dos individuos (aunque la lista es larga) son cabezas visibles de lo que se ha venido a llamar conspiranoicos, es decir, aquellos individuos que no creen ni en la ciencia ni en los argumentos racionales, ya que las ideas que sostienen están relacionadas con sus intereses, por lo que solamente atienden a los argumentos que coinciden con sus caprichos, sus ambiciones, sus obsesiones o sus traumas.
Y dentro de esos conspiranoicos, una corriente que ha vuelto a tomar fuerza es la de los terraplanistas, o lo que es lo mismo, de aquellos que sostienen que la Tierra es plana. Nada que ver con los conceptos nacidos del razonamiento y de las aportaciones del pensamiento científico. Es más, creen que aquellas fotografías tomadas en el espacio, en las que podemos contemplar a la Tierra como una esfera de color azulado, no dejan de ser un montaje realizado con el fin de ser manipulados.
Ellos prefieren seguir sus impulsos y sus deseos, en concordancia con lo que les dicen sus sentidos y experiencias más inmediatas, obviando que los sentidos humanos tienen sus límites, especialmente cuando hablamos de las grandes escalas del Universo o, en sentido contrario, de las ínfimas al referirnos a las partículas más elementales que componen la materia. Carecen incluso de la curiosidad que existía en aquellas edades, para ellos ya olvidadas, como las de los críos de la fotografía de la portada que se acercan corriendo para ver qué está haciendo el pintor que borra una pintada de la pared del patio en el que están jugando.
A fin de cuentas, no dejan de ser gentes en las que perviven algunas de las ideas nacidas en la infancia, cuando todos, siguiendo la información que nos proporcionan los sentidos, creíamos que vivíamos en un suelo plano, con una capa de aire por encima y otra en la parte más alta a la que llamamos cielo. Esto puede percibirse en los dibujos de los niños de 4 a 7 años. Sobre esta cuestión, quisiera apuntar que fue Viktor Lowenfeld (1903-1960), psicólogo austríaco nacionalizado estadounidense, quien propuso esta explicación que surge en la infancia y que la exponía en su obra Desarrollo de la capacidad creadora.
En lo que a mí respecta, puesto que muy pronto me involucré en el mundo gráfico de los escolares, empecé a recoger dibujos de niños en los que, como he indicado, a partir de los cuatro años podían expresar esta idea del espacio, tal como sucede en el que acabamos de ver de Andrea, ya que traza una línea para el suelo y otra, más arriba, que divide el espacio en el que se encuentran las personas y el correspondiente al cielo.
Estas representaciones, a las que bien podíamos llamar terraplanismo infantil, continúan en los años siguientes, tal como podemos comprobarlo en este dibujo de Manolo, que da el color verde a la línea que representa el suelo, al tiempo que en la parte del cielo, coloreado de azul, muestra un fragmento del sol.
Los estudios llevados dentro de la psicología del desarrollo, iniciada por Jean Piaget, nos indican que el modelo de la Tierra plana es el primero que se construye en la infancia, puesto que responde a sus experiencias directas, al tiempo que el de tipo esférico les resulta difícil de comprender. Será el contacto con las primeras explicaciones de la ciencia lo que les proporcione una idea de la esfericidad terrestre, de modo que a partir de los 7 años integran su experiencia con las explicaciones recibidas.
De todos modos, no todas las personas interiorizan lo que el conocimiento científico nos ha explicado, de forma que llegados a la edad adulta algunas conservan el modelo intuitivo en sus mentes, por lo que siguen bajo la concepción subjetiva de “yo solo creo en lo que veo”, por lo que fácilmente en ellas calan las teorías conspiranoicas, menospreciando a los que tachan de intelectuales, no aceptando las explicaciones de aquellos que no coinciden con sus ideas previas o pre-juicios.
Son gentes que no aceptan ni soportan la duda ni la incertidumbre. Con sus limitados conocimientos se sienten cargados de razón, acercándose, a partir de sus simplezas, hacia un peligroso fanatismo. Este es el mundo que nos auguran personajes como los indicados, por lo que, a pesar de su gran poder político, económico y mediático, no podemos retroceder, pues tal como nos indica José Mújica, antiguo presidente de Uruguay, “la victoria de Donald Trump es un desastre para la democracia”. Y no le falta nada de razón.
Ahí está, por ejemplo, Donald Trump (acompañado en la campaña electoral estadounidense de ese sujeto llamado Elon Musk, enorme ególatra con gorra juvenil y dando saltitos como un adolescente) que ha vuelto para que a principios del próximo año tengamos que estar pendientes cada día de sus ocurrencias, esperando que las decisiones que tome, nacidas de un narcisismo infantil incurable, no nos hagan temblar a los que nos encontramos a miles de kilómetros.
Estos dos individuos (aunque la lista es larga) son cabezas visibles de lo que se ha venido a llamar conspiranoicos, es decir, aquellos individuos que no creen ni en la ciencia ni en los argumentos racionales, ya que las ideas que sostienen están relacionadas con sus intereses, por lo que solamente atienden a los argumentos que coinciden con sus caprichos, sus ambiciones, sus obsesiones o sus traumas.
Y dentro de esos conspiranoicos, una corriente que ha vuelto a tomar fuerza es la de los terraplanistas, o lo que es lo mismo, de aquellos que sostienen que la Tierra es plana. Nada que ver con los conceptos nacidos del razonamiento y de las aportaciones del pensamiento científico. Es más, creen que aquellas fotografías tomadas en el espacio, en las que podemos contemplar a la Tierra como una esfera de color azulado, no dejan de ser un montaje realizado con el fin de ser manipulados.
Ellos prefieren seguir sus impulsos y sus deseos, en concordancia con lo que les dicen sus sentidos y experiencias más inmediatas, obviando que los sentidos humanos tienen sus límites, especialmente cuando hablamos de las grandes escalas del Universo o, en sentido contrario, de las ínfimas al referirnos a las partículas más elementales que componen la materia. Carecen incluso de la curiosidad que existía en aquellas edades, para ellos ya olvidadas, como las de los críos de la fotografía de la portada que se acercan corriendo para ver qué está haciendo el pintor que borra una pintada de la pared del patio en el que están jugando.
A fin de cuentas, no dejan de ser gentes en las que perviven algunas de las ideas nacidas en la infancia, cuando todos, siguiendo la información que nos proporcionan los sentidos, creíamos que vivíamos en un suelo plano, con una capa de aire por encima y otra en la parte más alta a la que llamamos cielo. Esto puede percibirse en los dibujos de los niños de 4 a 7 años. Sobre esta cuestión, quisiera apuntar que fue Viktor Lowenfeld (1903-1960), psicólogo austríaco nacionalizado estadounidense, quien propuso esta explicación que surge en la infancia y que la exponía en su obra Desarrollo de la capacidad creadora.
En lo que a mí respecta, puesto que muy pronto me involucré en el mundo gráfico de los escolares, empecé a recoger dibujos de niños en los que, como he indicado, a partir de los cuatro años podían expresar esta idea del espacio, tal como sucede en el que acabamos de ver de Andrea, ya que traza una línea para el suelo y otra, más arriba, que divide el espacio en el que se encuentran las personas y el correspondiente al cielo.
Estas representaciones, a las que bien podíamos llamar terraplanismo infantil, continúan en los años siguientes, tal como podemos comprobarlo en este dibujo de Manolo, que da el color verde a la línea que representa el suelo, al tiempo que en la parte del cielo, coloreado de azul, muestra un fragmento del sol.
Los estudios llevados dentro de la psicología del desarrollo, iniciada por Jean Piaget, nos indican que el modelo de la Tierra plana es el primero que se construye en la infancia, puesto que responde a sus experiencias directas, al tiempo que el de tipo esférico les resulta difícil de comprender. Será el contacto con las primeras explicaciones de la ciencia lo que les proporcione una idea de la esfericidad terrestre, de modo que a partir de los 7 años integran su experiencia con las explicaciones recibidas.
De todos modos, no todas las personas interiorizan lo que el conocimiento científico nos ha explicado, de forma que llegados a la edad adulta algunas conservan el modelo intuitivo en sus mentes, por lo que siguen bajo la concepción subjetiva de “yo solo creo en lo que veo”, por lo que fácilmente en ellas calan las teorías conspiranoicas, menospreciando a los que tachan de intelectuales, no aceptando las explicaciones de aquellos que no coinciden con sus ideas previas o pre-juicios.
Son gentes que no aceptan ni soportan la duda ni la incertidumbre. Con sus limitados conocimientos se sienten cargados de razón, acercándose, a partir de sus simplezas, hacia un peligroso fanatismo. Este es el mundo que nos auguran personajes como los indicados, por lo que, a pesar de su gran poder político, económico y mediático, no podemos retroceder, pues tal como nos indica José Mújica, antiguo presidente de Uruguay, “la victoria de Donald Trump es un desastre para la democracia”. Y no le falta nada de razón.
AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: AURELIANO SÁINZ