Algunas personas huyen del silencio como de una enfermedad: no pueden estar o mantener silencio y necesitan una compañía sonora, ya sea la radio, la tele, música, otras personas o el ruido ambiental. No saben qué hacer cuando el silencio los envuelve y aísla. Se creen vulnerables y frágiles, incapaces de soportar tanto silencio o soportarse a si mismos.
Otros, en cambio, lo desean y lo buscan todo cuanto sea posible, como si fuera un bien esencial y beneficioso. Son a los que les encanta el silencio para leer, pensar, pintar o mirar al vacío. Hallan en el silencio la vía a la concentración y el soporte para la lucidez. Y valoran el silencio como ventana abierta al espíritu, estímulo para el raciocinio y reposo para el cuerpo.
Una gran parte de la gente considera que el silencio precisa de soledad, aunque ambas sean experiencias distintas que no siempre se presentan juntas. Hay ocasiones en que es posible estar solo y, sin embargo, no disfrutar del silencio; y otras en que se puede estar acompañado en medio de un silencio que todos respetan o que es impermeable a los sonidos. El silencio es una sensación humana que no a todos place.
Yo no conozco el silencio más que como concepto, no como experiencia sensorial. Me gustaría sentir el silencio, esa ausencia de sonido que es capaz de espesar el tiempo, volver denso al aire, abrumarnos con su peso. Aspiro al silencio sabiendo que este, como la soledad, para que no cause trastornos en la persona, debe ser deseado, no impuesto.
Pero ni impuesto ni deseado consigo estar en silencio, sentir el silencio, estar ajeno de todo ruido, aunque me halle en completa soledad y sin que exista nada ni nadie que emita sonidos. Siempre oigo ruidos, sobre todo cuando consigo que el silencio reine a mi alrededor. Pero no los escucho, los oigo porque no proceden del exterior, sino de mi mismo, de mi interior.
Dejo de oírlos cuando cualquier sonido de fuera es más intenso y audible. Así logro olvidarlos, como si se apagaran, cuando me sumerjo en el ruido de la vida y las voces de la gente. O cuando me entrego a escuchar música, me pongo a hablar o atiendo las exigencias ensordecedoras de la convivencia, el trabajo o la diversión.
Los murmullos de la naturaleza, en cambio, con su polifonía de cantos animales y vegetales, apenas los sofocan. Continúo oyéndolos como una extraña melodía ambiental que acompaña al piar de los pájaros, al crujir de la madera, al arrullo de los ríos y al soplo del aire que agita las hojas de los árboles.
Ignoro lo que es percibir esos sonidos puros y limpios, sin que estén contaminados de mis propios ruidos. Y aunque me persiguen desde hace años, no me acostumbro a esos chirríos internos a pesar de que nunca callen. Los médicos califican estos ruidos como tinnitus. Acúfenos cuya fuente no es externa al organismo, sino que procede del mismo sentido del oído.
Un nombre y una explicación que no impiden que el silencio sea una experiencia que me es negada por mi propio cuerpo o mi mente. Hasta que no caigo profundamente dormido no dejo de oir ese crujir eléctrico o de nieve en lo más hondo de mis oídos. Quizás mis sueños tengan incorporada esa banda sonora que no recuerdo al despertar.
Lo único cierto es que no conozco el silencio, que nunca estoy en silencio. Tal vez por ello lo valore tanto y me enerve el ruido. Porque busco el silencio y jamás lo hallo. Daría lo que no tengo por saber qué es el silencio, sentir silencio y disfrutar de la ausencia de todo sonido. Sería una bendición. Total, para lo que hay que oír. Pero ese es el problema, que no dejo de oír ruidos.
Otros, en cambio, lo desean y lo buscan todo cuanto sea posible, como si fuera un bien esencial y beneficioso. Son a los que les encanta el silencio para leer, pensar, pintar o mirar al vacío. Hallan en el silencio la vía a la concentración y el soporte para la lucidez. Y valoran el silencio como ventana abierta al espíritu, estímulo para el raciocinio y reposo para el cuerpo.
Una gran parte de la gente considera que el silencio precisa de soledad, aunque ambas sean experiencias distintas que no siempre se presentan juntas. Hay ocasiones en que es posible estar solo y, sin embargo, no disfrutar del silencio; y otras en que se puede estar acompañado en medio de un silencio que todos respetan o que es impermeable a los sonidos. El silencio es una sensación humana que no a todos place.
Yo no conozco el silencio más que como concepto, no como experiencia sensorial. Me gustaría sentir el silencio, esa ausencia de sonido que es capaz de espesar el tiempo, volver denso al aire, abrumarnos con su peso. Aspiro al silencio sabiendo que este, como la soledad, para que no cause trastornos en la persona, debe ser deseado, no impuesto.
Pero ni impuesto ni deseado consigo estar en silencio, sentir el silencio, estar ajeno de todo ruido, aunque me halle en completa soledad y sin que exista nada ni nadie que emita sonidos. Siempre oigo ruidos, sobre todo cuando consigo que el silencio reine a mi alrededor. Pero no los escucho, los oigo porque no proceden del exterior, sino de mi mismo, de mi interior.
Dejo de oírlos cuando cualquier sonido de fuera es más intenso y audible. Así logro olvidarlos, como si se apagaran, cuando me sumerjo en el ruido de la vida y las voces de la gente. O cuando me entrego a escuchar música, me pongo a hablar o atiendo las exigencias ensordecedoras de la convivencia, el trabajo o la diversión.
Los murmullos de la naturaleza, en cambio, con su polifonía de cantos animales y vegetales, apenas los sofocan. Continúo oyéndolos como una extraña melodía ambiental que acompaña al piar de los pájaros, al crujir de la madera, al arrullo de los ríos y al soplo del aire que agita las hojas de los árboles.
Ignoro lo que es percibir esos sonidos puros y limpios, sin que estén contaminados de mis propios ruidos. Y aunque me persiguen desde hace años, no me acostumbro a esos chirríos internos a pesar de que nunca callen. Los médicos califican estos ruidos como tinnitus. Acúfenos cuya fuente no es externa al organismo, sino que procede del mismo sentido del oído.
Un nombre y una explicación que no impiden que el silencio sea una experiencia que me es negada por mi propio cuerpo o mi mente. Hasta que no caigo profundamente dormido no dejo de oir ese crujir eléctrico o de nieve en lo más hondo de mis oídos. Quizás mis sueños tengan incorporada esa banda sonora que no recuerdo al despertar.
Lo único cierto es que no conozco el silencio, que nunca estoy en silencio. Tal vez por ello lo valore tanto y me enerve el ruido. Porque busco el silencio y jamás lo hallo. Daría lo que no tengo por saber qué es el silencio, sentir silencio y disfrutar de la ausencia de todo sonido. Sería una bendición. Total, para lo que hay que oír. Pero ese es el problema, que no dejo de oír ruidos.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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