El viaje representa todo un desafío. Y no es tanto por su recorrido, porque apenas llegamos a la playa en hora y media, aunque se le sumara algo más con una parada. El problema es hacerlo con los dos niños y mi madre —y las quejas de uno y otro—. Julián y yo decidimos repartirnos la mitad del recorrido, para que ninguno se canse, despertamos temprano a los niños y nos pusimos en movimiento.
La primera crisis viene cuando recogemos a mi madre. Nos vamos a pasar el día en la playa, y la mujer lleva el equivalente a tres días de víveres. Tras una breve discusión, consigo que la buena señora lleve lo imprescindible. Son las ocho de la mañana y lo cierto es que ya estoy agotada.
La segunda viene cuando toca reubicar a la familia en el coche. Los niños tienen cinco y seis años y son inquietos, como todos los peques de su edad. Una realidad poco compatible con padres somnolientos y una abuela quejosa. Se me ocurre la solución de dejar delante a mi madre y quedarme atrás entre mis dos hijos para evitar que molesten demasiado.
Por fin podemos empezar el trayecto. Julián es buen conductor y conoce bien la carretera. Mi madre está contenta, aunque no lo aparente. Si bien se queja, la verdad es que le encanta que contemos con ella, y más para un trayecto que siempre le recuerda a su infancia. “Hacía años que no iba a esta playa”, nos repite la señora por quinta vez desde que empezara el trayecto. “¿Sabéis? Mi padre nos traía en coche cuando niños, y nos aburríamos mucho en el camino. Lo que más me gustaba era ver los campos. Entonces había mucho campo cultivado. Sobre todo, había muchos girasoles. Unos girasoles enormes. Y muchos hombres trabajando, hombres de verdad, de los de antes”.
“Papá y tú también nos traíais de niños, y recuerdo los girasoles, pero no a los trabajadores”, puntualizo. “Pues los había”, insiste ella. “Eso era antes, María”, interviene Julián, “antes la gente trabajaba en el campo. Hoy ya nadie quiere eso”. “Bueno”, repone ella, “querrás decir que hoy nadie quiere ser explotado en el campo o que no hay oportunidades. Porque lo del campo en Andalucía es una pena”.
Los niños aguantan bien el primer tramo del camino. Tienen sueño y se han quedado medio dormidos en la primera media hora. Puede que sea algo estricta, pero me niego a darles un móvil o una consola para que se entretengan. No es bueno para ellos. A la hora de trayecto nos paramos en un bar de carretera y nos sentamos a tomar un café.
“La carretera ha estado tranquila”, señalo. “Es temprano todavía. Mejor”, asegura mi madre. Soltamos a los niños con la condición de que no se alejen mucho y que tengan cuidado con los coches. Es maravilloso comprobar cómo los peques, sin una máquina en la mano, son capaces de convertir en una aventura las situaciones más triviales.
Tras media hora de pausa, nos dirigimos al coche de nuevo. No sin asegurarnos de que todos pasaran por el baño. Esta vez me toca conducir a mí, mientras que Julián se pone entre los niños. Por desgracia, están mucho más animosos que antes.
La carretera sigue tranquila pero me resulta casi desconocida. No logro identificar casi nada: ni campos, ni construcciones, ni carteles. ¿Tantos años hacía que no veníamos? Es cierto que más de una década. Pero el campo no cambia tanto. No debería. Mi madre ya no puede contenerse más: “Lucía, ¿dónde están los girasoles?”. No es una queja, lo pregunta preocupada de verdad.
Por fin, atisbamos algunos campillos de girasoles. Sin embargo, mi madre los mira seria, en silencio. Para ella, ese no es un cambio positivo. Necesita varios minutos para rumiar sus pensamientos. “¿Qué están haciendo con el campo en Andalucía?”, se lamentó al final. “Esto no es el progreso. Cada día hay más paro y más miseria por todas partes. ¡Se están cargando el campo!”.
Sus palabras nos duelen. Tanto Julián como yo tratamos de justificar la situación. Por desgracia, sabemos que lo que decimos no tiene sentido. En efecto, están desmantelando el campo. Duras condiciones de trabajo, poco sueldo, los males de los subsidios, el doble filo de las ayudas europeas, los cantos de sirena de las ciudades… Pudimos comprobarlo cuando los sindicatos tradicionales ignoraron las reivindicaciones de los agricultores a principios de año. Estuvieron solos.
Por fin llegamos a la playa. Tampoco se parece a lo que yo recordaba, aunque supongo que eso es algo más natural. Nos cuesta encontrar un buen aparcamiento, aunque por fin tenemos suerte y dejamos el coche bastante cerca de la playa. Los niños están emocionados y nosotros contentos por ellos. Es mi madre la que tarda en reponerse. “Mamá, piensa en otra cosa”, le propongo. Aunque la verdad es que no sirvió de mucho. “¿Dónde quedaron los girasoles…?”. No sé qué responderle.
Haereticus dixit
La primera crisis viene cuando recogemos a mi madre. Nos vamos a pasar el día en la playa, y la mujer lleva el equivalente a tres días de víveres. Tras una breve discusión, consigo que la buena señora lleve lo imprescindible. Son las ocho de la mañana y lo cierto es que ya estoy agotada.
La segunda viene cuando toca reubicar a la familia en el coche. Los niños tienen cinco y seis años y son inquietos, como todos los peques de su edad. Una realidad poco compatible con padres somnolientos y una abuela quejosa. Se me ocurre la solución de dejar delante a mi madre y quedarme atrás entre mis dos hijos para evitar que molesten demasiado.
Por fin podemos empezar el trayecto. Julián es buen conductor y conoce bien la carretera. Mi madre está contenta, aunque no lo aparente. Si bien se queja, la verdad es que le encanta que contemos con ella, y más para un trayecto que siempre le recuerda a su infancia. “Hacía años que no iba a esta playa”, nos repite la señora por quinta vez desde que empezara el trayecto. “¿Sabéis? Mi padre nos traía en coche cuando niños, y nos aburríamos mucho en el camino. Lo que más me gustaba era ver los campos. Entonces había mucho campo cultivado. Sobre todo, había muchos girasoles. Unos girasoles enormes. Y muchos hombres trabajando, hombres de verdad, de los de antes”.
“Papá y tú también nos traíais de niños, y recuerdo los girasoles, pero no a los trabajadores”, puntualizo. “Pues los había”, insiste ella. “Eso era antes, María”, interviene Julián, “antes la gente trabajaba en el campo. Hoy ya nadie quiere eso”. “Bueno”, repone ella, “querrás decir que hoy nadie quiere ser explotado en el campo o que no hay oportunidades. Porque lo del campo en Andalucía es una pena”.
Los niños aguantan bien el primer tramo del camino. Tienen sueño y se han quedado medio dormidos en la primera media hora. Puede que sea algo estricta, pero me niego a darles un móvil o una consola para que se entretengan. No es bueno para ellos. A la hora de trayecto nos paramos en un bar de carretera y nos sentamos a tomar un café.
“La carretera ha estado tranquila”, señalo. “Es temprano todavía. Mejor”, asegura mi madre. Soltamos a los niños con la condición de que no se alejen mucho y que tengan cuidado con los coches. Es maravilloso comprobar cómo los peques, sin una máquina en la mano, son capaces de convertir en una aventura las situaciones más triviales.
Tras media hora de pausa, nos dirigimos al coche de nuevo. No sin asegurarnos de que todos pasaran por el baño. Esta vez me toca conducir a mí, mientras que Julián se pone entre los niños. Por desgracia, están mucho más animosos que antes.
La carretera sigue tranquila pero me resulta casi desconocida. No logro identificar casi nada: ni campos, ni construcciones, ni carteles. ¿Tantos años hacía que no veníamos? Es cierto que más de una década. Pero el campo no cambia tanto. No debería. Mi madre ya no puede contenerse más: “Lucía, ¿dónde están los girasoles?”. No es una queja, lo pregunta preocupada de verdad.
Por fin, atisbamos algunos campillos de girasoles. Sin embargo, mi madre los mira seria, en silencio. Para ella, ese no es un cambio positivo. Necesita varios minutos para rumiar sus pensamientos. “¿Qué están haciendo con el campo en Andalucía?”, se lamentó al final. “Esto no es el progreso. Cada día hay más paro y más miseria por todas partes. ¡Se están cargando el campo!”.
Sus palabras nos duelen. Tanto Julián como yo tratamos de justificar la situación. Por desgracia, sabemos que lo que decimos no tiene sentido. En efecto, están desmantelando el campo. Duras condiciones de trabajo, poco sueldo, los males de los subsidios, el doble filo de las ayudas europeas, los cantos de sirena de las ciudades… Pudimos comprobarlo cuando los sindicatos tradicionales ignoraron las reivindicaciones de los agricultores a principios de año. Estuvieron solos.
Por fin llegamos a la playa. Tampoco se parece a lo que yo recordaba, aunque supongo que eso es algo más natural. Nos cuesta encontrar un buen aparcamiento, aunque por fin tenemos suerte y dejamos el coche bastante cerca de la playa. Los niños están emocionados y nosotros contentos por ellos. Es mi madre la que tarda en reponerse. “Mamá, piensa en otra cosa”, le propongo. Aunque la verdad es que no sirvió de mucho. “¿Dónde quedaron los girasoles…?”. No sé qué responderle.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM