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Jes Jiménez | El mundo flotante (3)

Para entender este “mundo flotante”, esta nueva actitud ante la vida, este furor por vivir el presente como si no hubiera un mañana, es conveniente echar un vistazo a la sociedad japonesa de esa época que se inicia tras un largo ciclo de luchas entre los distintos “señores de la guerra” (por llamar de alguna manera a los aristócratas de la muerte ajena y el provecho propio).

Amanecer en Shinagawa. Utagawa Hiroshige.

Desde principios del siglo XVII, en Japón hay un largo periodo de paz regido por los shogunes Tokugawa (1603–1867). Se produce una rápida transición de un sistema económico basado en la producción agraria a otro en el que se desarrollan el comercio y la industria.

Las ciudades crecen. Especialmente, Edo (Tokio), que pasa de tener 60.000 habitantes en el año 1600 a 688.000 en 1700, convirtiéndose en la segunda ciudad más poblada del planeta, por detrás únicamente de Constantinopla que, en esa época, tenía 700.000 habitantes (en Londres había 550.000). Las ciudades españolas más pobladas tenían proporciones más modestas: Madrid, 110.000 y Sevilla, unos 96.000.

Con el crecimiento de las ciudades surge una nueva clase social, chônin (町人, los habitantes de las ciudades) integrada por comerciantes, negociantes y artesanos. Tanto en Edo como en otras grandes ciudades constituyen la mayoría de la población.

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En la estricta jerarquía social japonesa comerciantes y artesanos ocupaban el último lugar por detrás de samuráis y agricultores. Las leyes restringían su acceso al poder y a la riqueza: no se les permitía invertir ni comprar propiedades agrarias ni palacios, incluso tenían regulado el tamaño y la decoración de sus casas, así como la forma de vestir.

Con la nueva situación económica, y a pesar de esas leyes, algunos chônin prosperan, se enriquecen y adquieren cierta influencia social. Gracias a su apoyo se producen importantes avances en la ciencia, la medicina, la agricultura y la ingeniería. Son los nuevos ricos, “burgueses” despreciados por los samuráis y los terratenientes que se van empobreciendo y endeudando con comerciantes y prestamistas chônin.

Pero los chônin tenían serias limitaciones en cuanto a las posibilidades de inversión de sus nuevas riquezas debido a las leyes clasistas y discriminatorias ya mencionadas. Así que se dedicaron –por cierto, con gran entusiasmo– a gastar su dinero en diversiones y en un consumo desaforado para satisfacer sus deseos inmediatos.

Todos estos factores generaron una nueva cultura urbana con el desarrollo de los llamados barrios de placer como Yoshiwara en Edo, Shimabara, en Kioto, o Shinmachi, en Osaka. En ellos se podían encontrar todo tipo de diversiones: alegres bailes y melancólicas canciones; teatros, consumo de alcohol y otras sustancias espirituosas; casas de té, cortesanas con quienes disfrutar unas horas de placeres… En Yoshiwara, una vez se atravesaba la puerta “o-mon”, las leyes eran diferentes.

Barrio de Yoshiwara. Utagawa Hiroshige II

En esta estampa de Utagawa Hiroshige II, realizada en 1860, se ve la estructura del barrio de Yoshiwara. Y según nos cuenta Hibiya Taketoshi, doctor en Ingeniería y Literatura y descendiente de la familia que gestionaba el burdel Izumiya del barrio de Yoshiwara, “el barrio medía 266 metros de largo y 355 de ancho, se hallaba cercado por un foso y, excepto en festividades especiales, su único acceso era la gran puerta central. En la avenida con cerezos, llamada Nakanochō, estaban las casas de té que publicitaban los prostíbulos”.

El mundo “flotante” (ukiyo) es el espíritu de esta época caracterizada por un consumo ostentoso y que se exterioriza en la moda, en el lenguaje coloquial, pero también en todo tipo de manifestaciones artísticas como el teatro kabuki, el de títeres, la poesía haiku, las novelas y los cuentos eróticos.

Hay pintores ukiyo, pero también escritores y grabadores. Se extiende un nuevo canon de belleza en el que las personas están más interesadas en lo terrenal que en lo celestial; más en individuos concretos que en personajes ideales. La impresión de libros se hizo mucho más popular en Japón.

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Surgieron nuevos autores y nuevos estilos, entre ellos, Asai Ryôi, que publicó en 1661 una colección de relatos titulada Historias del mundo flotante (Ukiyo monogatari). Este texto se recibió por sus lectores como la descripción más apropiada del espíritu esencial de la época.

En el primer artículo de esta serie ya cité una parte del texto en el que Asai Ryôi –al que, por cierto, no mencioné entonces por su nombre– refleja la transformación del concepto budista ukiyo desde un punto de vista más melancólico y, sobre todo, mucho más hedonista, pero manteniendo la profunda conciencia de que nada permanece: “No esperéis a mañana, coged, desde hoy, las rosas de la vida”, nos dice en otro lugar del libro. Rápidamente, el termino ukiyo se aplicó para poemas, canciones, vestidos y, por supuesto, a estampas y libros.

Con la nueva posibilidad de publicar libros en grandes tiradas mediante el uso de la imprenta surgieron los ehon (libros de imágenes) que aunaban relatos clásicos o novelas, con ilustraciones grabadas que son el origen de las ukiyo-e. Para saciar ese nuevo y encendido deseo por las satisfacciones placenteras inmediatas, bastantes de estos libros ilustrados eran de contenido erótico o, incluso, bastante más explícito desde un punto de vista sexual.

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A finales del siglo empezaron a venderse estampas sueltas realizadas con el mismo procedimiento técnico que las ilustraciones para los libros: dibujos grabados en bloques de madera e impresos con tinta negra. Estas láminas tuvieron una gran acogida por el público y algunas de ellas, después de impresas, se coloreaban a mano una por una.

Uno de los primeros ejemplos de esta práctica lo podemos encontrar en esta imagen de Raikô recibiendo el premio del emperador por la cabeza de Shuten Dôji, diseñada por Hishikawa Moronobu, editada por Urokogataya Sanzaemon hacia 1680 y coloreada muy tímidamente.

Raikô, recibiendo el premio del emperador por la cabeza de Shuten Dôji. Hishikawa Moronobu.

Unos cincuenta años más tarde ya se pueden encontrar estampas con un coloreado más atrevido y que sigue siendo manual, hoja por hoja. En la siguiente ilustración, a la izquierda, podemos disfrutar de una estampa diseñada por Torii Kiyonobu II, titulada El halcón sobre Matsue y el mono huyendo.

La composición está dominada por un águila majestuosa posada en la nudosa rama de un pino, acechando a su presa, un mono que huye despavorido. Águilas y halcones simbolizan en el arte japonés –también en otras muchas formas de expresión– el poder y la fuerza, cualidades sumamente apreciadas por la clase social de los samuráis.

El halcón sobre Matsue y el mono huyendo.

El original fue grabado sobre madera e impresas las copias sobre papel con tinta china negra. Posteriormente se han aplicado manualmente algunos colores. En la imagen de la izquierda, conservada en el Museum of Fines Arts de Boston, los colores son suaves: la mayoría de las plumas son grises y la rama del árbol aparece rosada.

En el Honolulu Museum of Art hay otro ejemplar de esta estampa (a la derecha de la imagen) en el que se pueden apreciar las diferencias en los colores aplicados. Aquí las plumas del águila se han coloreado en rosa, amarillo y gris, dándoles un aspecto mucho más deslumbrante. La cabeza del mono y alguna otra parte más íntima de su anatomía se han rellenado de rosa.

Mientras, la rama del pino aparece amarilla en vez del tono rosa de la otra versión. A las plumas negras del ave rapaz se le ha aplicado nikawa, un aglutinante de origen animal que después de bruñido produce un efecto brillante y laqueado.

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Comparando las dos estampas nos damos cuenta de la gran importancia que tienen los colores aplicados en el resultado expresivo final. Aunque el autor del diseño original daba indicaciones sobre los colores que se debían utilizar, habitualmente, quien aplicaba los pigmentos era otra persona y, como podemos comprobar por el ejemplo anterior, el colorido podía variar de forma notable. Si además tenemos en cuenta que era el editor quien tomaba las decisiones sobre el colorido final y sobre otros muchos aspectos de la producción, hay que cuestionar la plena autoría individual de las estampas.

En el proceso de creación, tras la realización del dibujo sobre papel, interviene un grabador que talla los detalles del dibujo sobre una plancha de madera; evidentemente, su pericia y sensibilidad estética influirán notablemente en la calidad de las copias. Luego hay que imprimir las copias mediante un procedimiento manual que es ejercido por otro especialista, el impresor, un artesano cualificado. Ya hemos mencionado el proceso de coloreado a mano por artesanos especializados en esa tarea.

Y desde el principio hasta el final es el editor el auténtico responsable de la apariencia que tenía la estampa al ser comercializada: elige al diseñador y al resto de artesanos, decide los materiales para conseguir la calidad adecuada (papeles, tintas, colores). De hecho, frecuentemente aparecen impresos en las estampas los nombres del editor y del grabador, además del nombre del autor del dibujo.

Una vez más nos encontramos con otro ejemplo del carácter colectivo de la creación artística frente a la mitificada creación individual, tema sobre el que ya me extendí en artículos anteriores (Lo individual y lo colectivo I, II y III). De hecho, en el siglo XIX, en Kioto y Osaka, hubo espacios culturales situados en restaurantes, templos y residencias privadas en los que diversas personas se reunían con la finalidad de aunar sus esfuerzos creativos pintando, haciendo poesía, etc. No pretendían un reconocimiento individual y sus identidades permanecían desconocidas.

JES JIMÉNEZ SEGURA

EUSA - CAMPUS UNIVERSITARIO DE LAS EMPRESAS - GRADOS UNIVERSITARIOS OFICIALES

JOSÉ LUIS JORDANO | FOTÓGRAFO DE BODAS EN CÓRDOBA


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