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Daniel Guerrero | La careta de Puigdemont

El expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, de turismo en Bruselas durante casi siete años tras proclamar unilateralmente la independencia de Cataluña en 2017, decidió regresar a España para, en teoría, asistir como diputado electo y líder de la formación Junts per Catalunya a la sesión de investidura, el pasado 8 de octubre en el Parlament catalán, del socialista Salvador Illa, ganador de las últimas elecciones autonómicas.


Después de reiteradas promesas nunca cumplidas de retornar de su autoexilio, esta vez iba en serio y, sorpresivamente, se presenta en Barcelona, pronuncia un alegato de apenas seis minutos ante poco más de tres mil seguidores y, acto seguido, en vez de dirigirse al Parlament como había anunciado, da la espantada y desaparece, ayudado por varios miembros, de paisano y sin estar de servicio, de los Mossos d´Esquadra –la policía autonómica–, para escabullirse de la Justicia, que tiene dictada contra el requisitoriado una orden de detención por malversación, a pesar de la reciente amnistía que debía beneficiarlo.

Desconfiando de la Justicia española, Puigdemont volvió a huir, esta vez como auténtico prófugo. Materializaba, así, el colofón impensable e incomprensible de un personaje que ha pretendido durante todo este tiempo representar el papel de víctima de la "represión" de España y de guía mesiánico que alumbraba el camino hacia la independencia de Cataluña.

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Pero le han faltado arrestos para rematar de manera coherente el relato mítico de su aventura política, con la que ha embaucado a un número nada desdeñable de ingenuos catalanes mediante declaraciones puramente retóricas, carentes incluso de rigor histórico, para, en cambio, ofrecer un vergonzante espectáculo de escapismo.

Mostrándose nervioso y desorientado durante su breve disertación, leída para colmo, al final se ha despojado de la careta de héroe visionario y ha exhibido su verdadera faz, la de un ingenioso oportunista más irresponsable que valiente. Todo lo contrario de un auténtico y honesto estadista.

Tras el bochorno, sus correligionarios no sabían explicar tan extraño comportamiento y los seguidores, que aún conservan la fe en este Apóstol del independentismo, no acababan de creer tamaña frustración. Nadie atisbaba las razones del proceder como un delincuente inquieto cuyo único afán es escapar de la Policía como sea.

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Pero a quienes, seguramente, no ha sorprendido lo sucedido son aquellos que, en su día, lo acompañaron en su utópica ruptura con España y posterior y fugaz declaración de un Estado catalán independiente, y que, por tal motivo, fueron juzgados, encarcelados y finalmente indultados.

Aquellos que, como Oriol Junqueras y otros que permanecieron en sus puestos, se quedaron atónitos cuando el expresident Puigdemont, antes de que fuera inculpado de nada (de ahí que no se le pudiera considerar fugado), dejó a todos en la estacada y emprendió viaje preventivo a Bruselas, desde donde podía eludir cualquier deriva judicial por sus actos (no por sus ideas) y, en todo caso, defenderse de la esperada reacción de la Justicia española y sus intentos por extraditarlo, convirtiéndose, de este modo, en heroico referente del independentismo catalán.

Con esta última astracanada, el actual proceso soberanista catalán puede darse definitivamente por muerto, precisamente de manos de la principal figura que lo convirtió en el mayor desafío a la nación española y a su sistema democrático.

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No por ello, sin embargo, se extingue el sentimiento independentista que sienten muchos ciudadanos catalanes, cuyos anhelos deberán hallar ahora otra vía de expresión menos traumática y más respetuosa con la legalidad que enmarca la Constitución.

Es, justamente, la opción que ha tomado la histórica formación independentista catalana, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), aliada con Junts en la aventura del procés, y que ahora apoya al Partido Socialista catalán para investir a su candidato como presidente de la Generalitat.

De este modo, ERC asume la representación no solo actual, sino histórica del independentismo catalán que le había sido arrebatada por el soberanismo sobrevenido del nacionalismo conservador de Convergéncia i Unió –el partido fundado por Jordi Pujol– y su heredero Junts per Catalunya –el partido de Puigdemont–.

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A estas alturas de la historia, conviene recordar que la "revolución" secesionista del procés, que convulsionó Cataluña y también a la normalidad de las relaciones políticas e institucionales entre España y aquella comunidad, brotó con inusitada fuerza a partir de la recesión económica de 2008, que imponía duros recortes y restricciones, y del fracaso de la reforma del Estatuto de Autonomía, mutilado por el Tribunal Constitucional en 2010 a causa de un recurso del Partido Popular.

Y porque, además, sirvió al expresident Artur Mas, sustituto de Pujol, para desviar la atención de los escándalos por corrupción que afloraban en el partido y en su gobierno. Hasta que, en 2016, fue sustituido por Carles Puigdemont, entonces alcalde de Gerona, quien, a lomos de esa ola independentista, culminó el proceso convocando un referéndum ilegal de autodeterminación y proclamando, por escasos segundos, la independencia de Cataluña.

Eso llevó al Gobierno de Mariano Rajoy, en respuesta al desafío soberanista, a aplicar el artículo 155 de la Constitución, por el que quedaba en suspenso temporalmente las instituciones catalanas, y a promover la persecución judicial de los responsables y demás implicados en lo que se dado en llamar procés.

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Tal es, en apretado resumen, el contexto en el que Carles Puigdemont, oriundo de Amer, donde llegó a ejercer como periodista local, alcalde Gerona, diputado autonómico, presidente de la Generalitat, eurodiputado europeo y nuevamente diputado catalán, rubrica tan provechosa carrera política con una nueva escapada a la desesperada, incapaz de ser coherente con sus soflamas a la lucha por la independencia y de afrontar ningún sacrificio personal por sus ideas, salvo el de vivir a buen recaudo, sin lujo pero sin privaciones, en su exilio dorado de Bruselas. Desde allí ha pretendido internacionalizar el "conflicto" y lo que ha conseguido es visualizar al mundo entero su propia incoherencia personal y política.

Es por ello que, con notables signos de nerviosismo y temor, huía de nuevo al cobijo donde elucubra sus desvaríos, dejando a propios y extraños con la boca abierta por el desconcierto y la extravagancia de una "visita" sin sentido y que solo sirvió para confirmar la catadura de una persona que no es capaz de responsabilizarse de las consecuencias de su comportamiento y acciones. Lo que, en su caso, equivale a demostrar, arrancándose la careta, el rostro real de un individuo que no está a la altura del personaje que trata de representar.

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Imposible prolongar más el esperpento, a Puigdemont solo le resta asumir que el procés se ha extinguido, que su partido no cuenta con la confianza mayoritaria de la población y que, en consecuencia, no tiene posibilidades de volver a presidir la Generalitat de Cataluña.

Y que sus cuentas con la Justicia española se limitan a imputaciones por malversación de fondos públicos que, en su caso, descartan el enriquecimiento personal, por lo que, más pronto que tarde, con amnistía o sin ella, podría pasearse con completa libertad por toda España, sin miedo ni preocupaciones salvo las que afligen a cualquier ciudadano por costearse de su bolsillo sus necesidades y caprichos. Que no creo que fuera su caso. Pero, eso sí, su prestigio como líder político sería escaso. Es lo que tiene ocultarse detrás de una careta que, cuando se cae, nos deja como somos en realidad.

DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: JUNTS PER CATALUNYA

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