No era posible. Eran las mismas gentes, las mismas caras. Ambrosio seguía preocupado. Eran las mismas calles, los mismos olores. El mismo banco en el cual se sentaba y daba de comer a las palomas que por allí pasaban para conseguir algunas migajas. Miró hacia la catedral y observó con desilusión, con miedo, que aquel edificio no podía ser el mismo en que fue bautizado y en el que hizo la Primera Comunión.
Miró a su derecha. No estaba el viejo taller de su padre. Había sido sustituido por un hipermercado o algo así. Miró a su izquierda. No estaba el cine de barrio donde probó por primera vez los carnosos labios de Susana. Lo habían derribado hace un mes.
Dejó a las palomas y se fue a su casa arrastrando los pies. Tenía la impresión de que se había mudado a una ciudad lejana que nada tenía que ver con aquella donde pasó toda su vida. Tras atravesar aquellas calles, en otros tiempos abarrotadas de gente, llegó a su casa. Tenía tres habitaciones, una de ellas cerrada siempre con llave. Cualquier día de estos Ambrosio la abriría.
Decidió sentarse tranquilamente a ver las noticias. Con desilusión observaba que siempre pasaba lo mismo. Otra mujer era asesinada por el bestia de su marido, otra guerra en un país lejano, aunque Ambrosio tenía la impresión de que se desarrollaba a unos pasos de su casa.
Un partido político que dice esto y luego hace lo otro. Esas cosas que pasan en la vida diaria y que mucha gente se niegan a ver. Pero Ambrosio tenía puestas la gafas, no podía huir de la realidad. Apagó la televisión y comprobó que un silencio oscuro y molesto se había apoderado de la vivienda.
No podía seguir viviendo así. ¿Dónde estaban metidos sus ideales de juventud?. ¿Tal vez habían sido fusilados sus sueños de viajes, sus huidas amorosas, sus escritos sobre la vida que siempre quiso vivir y no pudo? Esta era la oportunidad, iba hacerlo.
Tembloroso cogió la llave que colgaba de su cuello, se dirigió a la puerta cerrada... Otra vez lo mismo. No podía. ¿De qué tenía miedo? La solución a sus problemas estaba delante de sus narices, solo tenía que empujar esa puerta y sería libre.
Libre de un lugar que desprecia, de unas gentes hipócritas que lo saludaban por lo que había sido. De unos hijos que abandonaron a su padre, a los sueños y esperanzas que éste tenía en ellos. Respiró profundamente. Miró aquella puerta que, a pesar de estar hecha de madera, parecía ser de hierro. Con una fuerza que jamás creyó poseer, la rompió de una patada. Allí estaba su preciada maleta. Encima de un escritorio que nunca debió abandonar. Bajó los escalones de dos en dos, como si volviera a tener veinte años. Cogió el primer tren que salió de la estación para no volver.
Miró a su derecha. No estaba el viejo taller de su padre. Había sido sustituido por un hipermercado o algo así. Miró a su izquierda. No estaba el cine de barrio donde probó por primera vez los carnosos labios de Susana. Lo habían derribado hace un mes.
Dejó a las palomas y se fue a su casa arrastrando los pies. Tenía la impresión de que se había mudado a una ciudad lejana que nada tenía que ver con aquella donde pasó toda su vida. Tras atravesar aquellas calles, en otros tiempos abarrotadas de gente, llegó a su casa. Tenía tres habitaciones, una de ellas cerrada siempre con llave. Cualquier día de estos Ambrosio la abriría.
Decidió sentarse tranquilamente a ver las noticias. Con desilusión observaba que siempre pasaba lo mismo. Otra mujer era asesinada por el bestia de su marido, otra guerra en un país lejano, aunque Ambrosio tenía la impresión de que se desarrollaba a unos pasos de su casa.
Un partido político que dice esto y luego hace lo otro. Esas cosas que pasan en la vida diaria y que mucha gente se niegan a ver. Pero Ambrosio tenía puestas la gafas, no podía huir de la realidad. Apagó la televisión y comprobó que un silencio oscuro y molesto se había apoderado de la vivienda.
No podía seguir viviendo así. ¿Dónde estaban metidos sus ideales de juventud?. ¿Tal vez habían sido fusilados sus sueños de viajes, sus huidas amorosas, sus escritos sobre la vida que siempre quiso vivir y no pudo? Esta era la oportunidad, iba hacerlo.
Tembloroso cogió la llave que colgaba de su cuello, se dirigió a la puerta cerrada... Otra vez lo mismo. No podía. ¿De qué tenía miedo? La solución a sus problemas estaba delante de sus narices, solo tenía que empujar esa puerta y sería libre.
Libre de un lugar que desprecia, de unas gentes hipócritas que lo saludaban por lo que había sido. De unos hijos que abandonaron a su padre, a los sueños y esperanzas que éste tenía en ellos. Respiró profundamente. Miró aquella puerta que, a pesar de estar hecha de madera, parecía ser de hierro. Con una fuerza que jamás creyó poseer, la rompió de una patada. Allí estaba su preciada maleta. Encima de un escritorio que nunca debió abandonar. Bajó los escalones de dos en dos, como si volviera a tener veinte años. Cogió el primer tren que salió de la estación para no volver.
CARLOS SERRANO MARTÍN
FOTOGRAFÍA: ISABEL AGUILAR
FOTOGRAFÍA: ISABEL AGUILAR