Uno nunca podría sospechar que el accidente de dos personajes que, voluntaria o involuntariamente, tuvieron en sus orejas derechas los llevaran directamente a la cúspide de la fama o del poder. Se trata de individuos tan dispares como fue el pintor holandés Vincent van Gogh y, ahora, el expresidente estadounidense Donald Trump, a pesar de que las causas de esos accidentes fueran bien distintas, no solo en el tiempo sino también en sus consecuencias.
Sobre el primero de ellos, no creo que deba extenderme mucho en su desgraciada vida, ya que todo el mundo ha oído hablar de su nombre, aunque solo sea a través del grupo que tuvo la ocurrencia de ponerse como título nada menos que La Oreja de Van Gogh.
Este nombre alude a la crisis que sufrió el pintor holandés cuando, afincado pictóricamente en la ciudad Arlés, en la Provenza francesa, supo que su amigo, el también pintor Paul Gauguin, le abandonaba, lo que le condujo, en una de sus recurrentes crisis, a cortarse el lóbulo de su oreja derecha.
Tras su ingreso en el psiquiátrico de Saint-Rémy, el 29 de julio de 1890, contando con solo 37 años, sale al campo con la intención de quitarse la vida. Previamente, se lo había comunicado a su querido hermano Theo, su verdadero confidente, quien, siendo marchante de arte en París, le hizo creer a Vincent que había vendido algunos de sus numerosos lienzos; cuando lo cierto es que en vida no se vendió ni uno solo de sus cuadros.
La inmensa fama que Van Gogh ahora tiene, paradójicamente, se produce después de su muerte. En ningún momento llegó a imaginar que sería mundialmente conocido, por lo que pienso que, quizás, sea el pintor más citado cuando se le pregunta a la gente.
Acabo de hablar de un personaje apasionado por el arte, por la naturaleza, la luz y el color, que buscaba con todas sus energías esa paz interior que la vida le denegó, por lo que tuvo que pasar por un establecimiento psiquiátrico antes de su infortunado fallecimiento.
Pero ahora, nos encontramos con un auténtico loco de atar, que es venerado por el país que adora a las armas, ya que hay cerca de 400 millones de ellas en manos privadas, puesto que cualquier estadounidense, nada más cumplir los 18 años, puede acudir a las tiendas en las que se vende todo tipo de armamento para adquirir el que más le guste, basta con presentar su documento de identidad.
Por cierto, se nos dice que en Estados Unidos hay más tiendas de ventas de armas que gasolineras, lo que da lugar a que no nos debamos extrañar que desde el atentado contra Abraham Lincoln, en 1865, se hayan producido distintos magnicidios (ya traté este tema en Magnicidios en Estados Unidos), aparte de los consabidos ataques en centros educativos, de los que se nos informa con relativa frecuencia.
Pues bien, ya todos sabemos que en un mitin de Donald Trump, que se celebraba en Pensilvania, un hombre joven, de 20 años, con el nombre de Thomas Matthew Crooks, alojado en un tejado cercano al lugar en el que se celebraba el acto, le disparó rozándole la oreja derecha que quedó algo ensangrentada. Pronto se levantó, al tiempo que rodeado de quienes le protegían, y levantando el puño, gritó a sus seguidores: “¡Fight!” (¡Luchad!).
Y ahora, ya convertido en mito para sus incondicionales seguidores, se presenta, en esta sociedad del espectáculo permanente, como un héroe, un salvador, un libertador, sacando todo el partido posible a esa oreja, levemente herida, pero muy apropiada para mostrar que a sus 78 años es casi un titán, y no es el debilucho de su oponente, el que se equivoca y se tropieza cada dos por tres.
Dos orejas famosas, dos orejas heridas, con distintos destinos en sus protagonistas: uno lanzado a la gloria después de fallecer y el otro (muy amigo de Vladimir Putin) lanzado de nuevo a la conquista de la Presidencia de la mayor potencia militar del mundo.
El destino del primero ya lo conocemos; el del segundo, nos acongoja, nos aterroriza, puesto que con su muy posible regreso a la presidencia (si no renuncia Joe Biden) cualquier cosa puede pasar en el mundo con este personaje tan delirante, furioso y disparatado.
Sobre el primero de ellos, no creo que deba extenderme mucho en su desgraciada vida, ya que todo el mundo ha oído hablar de su nombre, aunque solo sea a través del grupo que tuvo la ocurrencia de ponerse como título nada menos que La Oreja de Van Gogh.
Este nombre alude a la crisis que sufrió el pintor holandés cuando, afincado pictóricamente en la ciudad Arlés, en la Provenza francesa, supo que su amigo, el también pintor Paul Gauguin, le abandonaba, lo que le condujo, en una de sus recurrentes crisis, a cortarse el lóbulo de su oreja derecha.
Tras su ingreso en el psiquiátrico de Saint-Rémy, el 29 de julio de 1890, contando con solo 37 años, sale al campo con la intención de quitarse la vida. Previamente, se lo había comunicado a su querido hermano Theo, su verdadero confidente, quien, siendo marchante de arte en París, le hizo creer a Vincent que había vendido algunos de sus numerosos lienzos; cuando lo cierto es que en vida no se vendió ni uno solo de sus cuadros.
La inmensa fama que Van Gogh ahora tiene, paradójicamente, se produce después de su muerte. En ningún momento llegó a imaginar que sería mundialmente conocido, por lo que pienso que, quizás, sea el pintor más citado cuando se le pregunta a la gente.
Acabo de hablar de un personaje apasionado por el arte, por la naturaleza, la luz y el color, que buscaba con todas sus energías esa paz interior que la vida le denegó, por lo que tuvo que pasar por un establecimiento psiquiátrico antes de su infortunado fallecimiento.
Pero ahora, nos encontramos con un auténtico loco de atar, que es venerado por el país que adora a las armas, ya que hay cerca de 400 millones de ellas en manos privadas, puesto que cualquier estadounidense, nada más cumplir los 18 años, puede acudir a las tiendas en las que se vende todo tipo de armamento para adquirir el que más le guste, basta con presentar su documento de identidad.
Por cierto, se nos dice que en Estados Unidos hay más tiendas de ventas de armas que gasolineras, lo que da lugar a que no nos debamos extrañar que desde el atentado contra Abraham Lincoln, en 1865, se hayan producido distintos magnicidios (ya traté este tema en Magnicidios en Estados Unidos), aparte de los consabidos ataques en centros educativos, de los que se nos informa con relativa frecuencia.
Pues bien, ya todos sabemos que en un mitin de Donald Trump, que se celebraba en Pensilvania, un hombre joven, de 20 años, con el nombre de Thomas Matthew Crooks, alojado en un tejado cercano al lugar en el que se celebraba el acto, le disparó rozándole la oreja derecha que quedó algo ensangrentada. Pronto se levantó, al tiempo que rodeado de quienes le protegían, y levantando el puño, gritó a sus seguidores: “¡Fight!” (¡Luchad!).
Y ahora, ya convertido en mito para sus incondicionales seguidores, se presenta, en esta sociedad del espectáculo permanente, como un héroe, un salvador, un libertador, sacando todo el partido posible a esa oreja, levemente herida, pero muy apropiada para mostrar que a sus 78 años es casi un titán, y no es el debilucho de su oponente, el que se equivoca y se tropieza cada dos por tres.
Dos orejas famosas, dos orejas heridas, con distintos destinos en sus protagonistas: uno lanzado a la gloria después de fallecer y el otro (muy amigo de Vladimir Putin) lanzado de nuevo a la conquista de la Presidencia de la mayor potencia militar del mundo.
El destino del primero ya lo conocemos; el del segundo, nos acongoja, nos aterroriza, puesto que con su muy posible regreso a la presidencia (si no renuncia Joe Biden) cualquier cosa puede pasar en el mundo con este personaje tan delirante, furioso y disparatado.
AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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