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Daniel Guerrero | Santander: una ciudad que enamora

Visitar cualquier lugar del norte de España, sobre todo los de la cornisa cantábrica, es para alguien del sur apreciar el envés de su geografía cotidiana: verdor por doquier, lluvias periódicas y clima agradable. Y eso, y mucho más, fue lo que supuso mi corta pero intensa visita a Santander, la capital de Cantabria. Tenía ganas de conocerla “de cerca”, sabedor de sus encantos naturales. Y no defrauda.


Santander es acogedora y abarcable, de ese tamaño justo para no andar todo el día en taxis, sino en lentos recorridos a pie para contemplar sin agobios el palpitar de sus calles, sus gentes, sus paisajes, su cultura y su gastronomía.

Pero hay que tener piernas porque la ciudad, adaptándose como un guante a su geografía, se derrama desde las lomas de la cordillera hasta el borde serpenteante de la costa. Y justo allí, frente al mar Cantábrico, se levanta, como un vanguardista faro alado, el Centro Botín.

Se trata de un espacio expositivo en el que, por un lado, puedes extasiarte mirando el mar y, por el otro, quedarte embrujado con un cuadro o una obra de algunas de sus muestras, como me sucedió con Juan Gris, Francis Bacon y Sorolla el día que lo visité. Además, si la jornada no es muy ventosa ni lluviosa, puedes subir a un elevado mirador exterior desde el que asombrarte con las tonalidades inquietas del mar frente a un telón de montañas.

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En la otra punta de la ciudad pero no excesivamente lejano, sin apartarte de la costa, es posible hallar dos de los arenales playeros con más solera de Santander, la playa de Peligros y la del Sardinero. Y entre ambas, la península de la Magdalena, donde se ubica, en lo más alto, el Palacio de la Magdalena, construido a principios del siglo pasado, por suscripción popular, para alojar a la familia real española. Hoy en día sirve como lugar de congresos y encuentros, y sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Es el edificio más emblemático de Santander y ejemplo de la arquitectura civil del norte de España.

En pleno centro de la ciudad, antes de perderte por sus calles y catar pinchos en sus numerosos antros de solaz y cervecera plática, es recomendable, si se quiere conocer el origen no solo de los cántabros sino del hombre, visitar el Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria, uno de los museos más didácticos y atractivos que he conocido nunca, donde de manera escrita, audiovisual, física y táctil te explican cómo se descubren los yacimientos arqueológicos, se datan sus hallazgos y cómo evolucionamos y aprendimos a crear y usar herramientas desde la prehistoria. Es conveniente ver este museo antes de acudir a esa obra maestra del primer arte de la humanidad que es Altamira, uno –si no el primero– de los motivos de visitar Santander.

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Evidentemente, la cueva original, por su fragilidad, tiene muy limitada y controlada su visita, existiendo una lista de espera de lustros. Pero ha sido recreada en un museo, la Neocueva de Altamira, que reconstruye la original tal y como era cuando la habitaron distintos grupos humanos, desde hace 36.000 años hasta hace 13.000, en que un desplome de rocas taponó su entrada.

En la neocueva se reproduce al milímetro ese lugar del Paleolítico, descubierto en 1879 por Marcelino Sanz de Santuola y su hija Marta, cuando precisamente ella, por su estatura al ser niña, que seguía de pie a su padre y podía mirar al techo, dijo: “¡Papá! ¡Mira qué bueyes!”.

Acababa de descubrir la mejor representación del arte rupestre del mundo y uno de los más importantes de la Prehistoria en la cueva de Altamira, situada en el municipio de Santillana del Mar. Allí, sobre el techo de la cueva, donde apenas llega la luz, el hombre prehistórico había pintado y grabado animales (siempre los mismos: ciervos, bisontes, caballos, toros y cabras) y signos abstractos y figuras que parecen humanas.

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Muchas de esas pinturas aprovechan las formas de la roca y las grietas de manera sorprendente para crear animales en distintas actitudes (de pie, enfrentados, bramando, echados sobre el suelo, revolcándose...). A pesar del tiempo, son pinturas de enorme calidad en las que usaron el carbón vegetal (de pino) para el negro y óxido de hierro para los rojos.

En ellas aparecen estilos y técnicas artísticas diferentes porque engloban un período de más de 20.000 años. Y plasman la forma de entender el mundo de aquellos seres humanos que habitaron la cueva en el inicio de nuestra historia. Solo por esto es bastante para decidirse visitar Santander y dejarse seducir con sus encantos naturales, gastronómicos y culturales. Merece la pena.

DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: J.P. BELLIDO

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