Sí, todos tenemos que seguir luchando para que los legisladores, mediante leyes adecuadas, favorezcan unas condiciones objetivas de la vida de las mujeres que hagan posible –realmente y en todas partes– su igualdad con los hombres, su libertad efectiva y el ejercicio eficaz de los demás derechos humanos, pero, si pretendemos que la construcción de una sociedad más justa sea consistente y estable, también es necesario que, además, cambiemos el sistema de significados que subyace en el fondo secreto de nuestras conciencias o “inconsciencias”.
Las diferencias sociales, laborales, económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las mujeres tienen unas raíces mentales profundas que penetran hasta el fondo de nuestro mundo de los símbolos. Éstos son, no olvidemos, los factores que determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los comportamientos individuales, familiares y sociales. La eficacia y el peligro de estos símbolos son mayores cuanto menor es el conocimiento de su existencia y de su funcionamiento.
En la amplia bibliografía que se ha producido en los últimos cincuenta años sobre el feminismo, abundan los libros que describen los múltiples ámbitos de la vida ordinaria en los que se manifiestan tales desigualdades, pero son escasos aún los trabajos que ahondan en esos niveles de las representaciones, de los significados, de los sentidos y de los símbolos.
Estoy convencido de que, para que se produzca esa revolución inesperada, es imprescindible que se analicen, de manera convergente, los cambios de significados que deben producir el acceso de las mujeres al mundo laboral y ámbito de los estudios.
Debemos constatar cómo, por ejemplo, a partir de esta presencia masiva femenina, todo cambia, comenzando por el propio espacio laboral: se alteran su posición en el mundo, las relaciones familiares, el valor del dinero, el significado del tiempo, el sentido de la actividad frente a la pasividad –incluso en las relaciones sexuales–, la concepción de la política y, también, la interpretación del hecho religioso, como, por ejemplo, la concepción tradicional de la paternidad y de la actividad artística y literaria.
Opino que es el momento de preguntarnos si el modelo emergente de mujer que descalifica la pasividad generará también un nuevo tipo de interpretación filosófica, una alteración de modelos de relaciones sociales y una transformación de las reglas de juego en la política, del trabajo y en la religión.
Las diferencias sociales, laborales, económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las mujeres tienen unas raíces mentales profundas que penetran hasta el fondo de nuestro mundo de los símbolos. Éstos son, no olvidemos, los factores que determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los comportamientos individuales, familiares y sociales. La eficacia y el peligro de estos símbolos son mayores cuanto menor es el conocimiento de su existencia y de su funcionamiento.
En la amplia bibliografía que se ha producido en los últimos cincuenta años sobre el feminismo, abundan los libros que describen los múltiples ámbitos de la vida ordinaria en los que se manifiestan tales desigualdades, pero son escasos aún los trabajos que ahondan en esos niveles de las representaciones, de los significados, de los sentidos y de los símbolos.
Estoy convencido de que, para que se produzca esa revolución inesperada, es imprescindible que se analicen, de manera convergente, los cambios de significados que deben producir el acceso de las mujeres al mundo laboral y ámbito de los estudios.
Debemos constatar cómo, por ejemplo, a partir de esta presencia masiva femenina, todo cambia, comenzando por el propio espacio laboral: se alteran su posición en el mundo, las relaciones familiares, el valor del dinero, el significado del tiempo, el sentido de la actividad frente a la pasividad –incluso en las relaciones sexuales–, la concepción de la política y, también, la interpretación del hecho religioso, como, por ejemplo, la concepción tradicional de la paternidad y de la actividad artística y literaria.
Opino que es el momento de preguntarnos si el modelo emergente de mujer que descalifica la pasividad generará también un nuevo tipo de interpretación filosófica, una alteración de modelos de relaciones sociales y una transformación de las reglas de juego en la política, del trabajo y en la religión.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
FOTOGRAFÍA: JUNTA DE ANDALUCÍA
FOTOGRAFÍA: JUNTA DE ANDALUCÍA