Quien haya seguido la producción literaria de Luis Landero habrá comprobado que el recuerdo del padre, de un modo u otro, está presente en algunas de sus obras. Esto tampoco es ninguna novedad, puesto que él mismo lo ha manifestado en muchas de las entrevistas que se le han hecho.
Acudo inicialmente a Landero dado que ambos nacimos en Alburquerque, tenemos la misma edad y vivíamos en nuestra infancia en la misma calle, por lo que conozco bien las raíces y tradiciones de las que partimos y los cambios que se han producido con el paso del tiempo.
De este modo, si echo una lejana mirada hacia atrás, asoma a mi mente el modelo de padre imperante: de corte bastante autoritario, sin diálogo con los hijos y sintiéndose cabeza indiscutible de la familia. Pero este modelo, en gran medida, ha fenecido, dando paso a otro más cercano y cariñoso con los hijos, acorde con las grandes transformaciones que se han producido en las familias.
Por otro lado, debido a que el estudio de la familia ha sido y es uno de los temas que más he investigado, me gustaría indicar que suelo leer las memorias y diarios de escritores que indagan en lo que significó el padre para ellos. Son numerosos los autores que penetran en los recuerdos de su infancia, adolescencia y juventud aludiendo a la figura paterna. Y algunos de ellos evocan las huellas paternas con altas dosis de conflictos.
Dentro de este grupo hay dos que especialmente me impactaron. Uno de ellos fue Franz Kafka, puesto que su Carta al padre –extenso epistolario que quizás su padre nunca llegó a conocer– me conmovió profundamente cuando lo leí. En esa misiva describe a un padre duro e insensible con él, tanto que llegó a casi anular la personalidad de su hijo.
El otro corresponde a Paul Auster, escritor estadounidense recientemente fallecido y del que no hace mucho leí La invención de la soledad, obra en la que penetra en los recuerdos de su padre y explica el desconocimiento que tuvo del drama de sus abuelos paternos.
Así, a medida que avanzaba en la lectura, iba tomando notas de algunas de las frases que le daban sentido a esa búsqueda de la reconstrucción de un pasado que le pueda explicar quién fue su padre, una vez que este había fallecido. Algunas de ellas, que parecen casi sentencias filosóficas sobre la verdad y la mentira, son las siguientes:
“Pero ni siquiera los hechos dicen siempre la verdad”.
“En cuanto se sentía obligado a revelar una parte de sí mismo, salía del escollo contando una mentira”.
“Al final, las mentiras le salían de forma automática y mentía por mentir”.
“Su principio era decir lo menos posible; de este modo, si la gente descubría la verdad sobre él, no podían usarla en su contra más tarde”.
“Sus engaños eran una forma de comprar protección”.
“Por lo tanto, lo que la gente tenía ante sí no era realmente él, sino un personaje inventado, de una criatura artificial que manipulaba para, a su vez, manipular a otros”.
¿Quién era, pues, su padre? ¿Un tramposo compulsivo? ¿Alguien que tenía miedo a conocerse y se ocultaba tras las mentiras? ¿O, acaso, una sombra que se proyectó sobre el pequeño Paul Benjamin y de la que nunca se desprendió? Antes de responder y continuar explicando algo de lo narrado en La invención de la soledad, recordemos algunos datos de su vida.
Paul Benjamin Auster nació el 3 de febrero de 1947 en Newark, en el estado de Nueva Jersey, y falleció hace unos días, el pasado 30 de abril, en Nueva York. No se le concedió el Premio Nobel de Literatura; pero esto no importa mucho, porque tampoco se le entregó a Fernando Pessoa, ni a Franz Kafka, ni a Virginia Woolf, ni a Jorge Luis Borges, ni a Julio Cortázar… Lo habitual es que se le dé a gente que casi nadie conoce o que, pasados algunos años, ya apenas se la recuerde.
Puesto que la obra novelística de Paul Auster es bastante extensa, de la que he leído solo parte de ella, no voy a realizar ningún largo panegírico de este gran autor, puesto que no soy el más adecuado para hacerlo; solamente indicar que quien no lo haya hecho conviene que se acerque a cualquiera de sus novelas o relatos biográficos en cuanto pueda.
Por ejemplo, si uno comienza por La invención de la soledad, se asomará a la parte que lleva por título Retrato de un hombre invisible. Entonces comprenderá la desolación de un hijo que quiere saber quién fue su padre y lo que encuentra, como él mismo bien apunta, es un desconocido o una sombra inasible. Pero lo cuenta con una sobriedad admirable, sin aderezos lingüísticos, sin ocultamientos ni metáforas inútiles, tal como los grandes narradores son capaces de hacer.
No me alargo, por lo que voy cerrando. Como reflexión, pienso que en estos tiempos de tanta pérdida de tiempo conviene aprovecharlo, dejar en alguna ocasión los móviles a un lado y leer. Leer a escritores como Paul Auster. Al final, uno sentirá que ha merecido la pena. También que ha disfrutado y entendido que con la lectura de un buen libro se aprende más de la vida que lo recogido en las interminables horas que empleamos delante de las pantallas, sean grandes o pequeñas… Pero esto ya es otro tema de debate.
Acudo inicialmente a Landero dado que ambos nacimos en Alburquerque, tenemos la misma edad y vivíamos en nuestra infancia en la misma calle, por lo que conozco bien las raíces y tradiciones de las que partimos y los cambios que se han producido con el paso del tiempo.
De este modo, si echo una lejana mirada hacia atrás, asoma a mi mente el modelo de padre imperante: de corte bastante autoritario, sin diálogo con los hijos y sintiéndose cabeza indiscutible de la familia. Pero este modelo, en gran medida, ha fenecido, dando paso a otro más cercano y cariñoso con los hijos, acorde con las grandes transformaciones que se han producido en las familias.
Por otro lado, debido a que el estudio de la familia ha sido y es uno de los temas que más he investigado, me gustaría indicar que suelo leer las memorias y diarios de escritores que indagan en lo que significó el padre para ellos. Son numerosos los autores que penetran en los recuerdos de su infancia, adolescencia y juventud aludiendo a la figura paterna. Y algunos de ellos evocan las huellas paternas con altas dosis de conflictos.
Dentro de este grupo hay dos que especialmente me impactaron. Uno de ellos fue Franz Kafka, puesto que su Carta al padre –extenso epistolario que quizás su padre nunca llegó a conocer– me conmovió profundamente cuando lo leí. En esa misiva describe a un padre duro e insensible con él, tanto que llegó a casi anular la personalidad de su hijo.
El otro corresponde a Paul Auster, escritor estadounidense recientemente fallecido y del que no hace mucho leí La invención de la soledad, obra en la que penetra en los recuerdos de su padre y explica el desconocimiento que tuvo del drama de sus abuelos paternos.
Así, a medida que avanzaba en la lectura, iba tomando notas de algunas de las frases que le daban sentido a esa búsqueda de la reconstrucción de un pasado que le pueda explicar quién fue su padre, una vez que este había fallecido. Algunas de ellas, que parecen casi sentencias filosóficas sobre la verdad y la mentira, son las siguientes:
“Pero ni siquiera los hechos dicen siempre la verdad”.
“En cuanto se sentía obligado a revelar una parte de sí mismo, salía del escollo contando una mentira”.
“Al final, las mentiras le salían de forma automática y mentía por mentir”.
“Su principio era decir lo menos posible; de este modo, si la gente descubría la verdad sobre él, no podían usarla en su contra más tarde”.
“Sus engaños eran una forma de comprar protección”.
“Por lo tanto, lo que la gente tenía ante sí no era realmente él, sino un personaje inventado, de una criatura artificial que manipulaba para, a su vez, manipular a otros”.
¿Quién era, pues, su padre? ¿Un tramposo compulsivo? ¿Alguien que tenía miedo a conocerse y se ocultaba tras las mentiras? ¿O, acaso, una sombra que se proyectó sobre el pequeño Paul Benjamin y de la que nunca se desprendió? Antes de responder y continuar explicando algo de lo narrado en La invención de la soledad, recordemos algunos datos de su vida.
Paul Benjamin Auster nació el 3 de febrero de 1947 en Newark, en el estado de Nueva Jersey, y falleció hace unos días, el pasado 30 de abril, en Nueva York. No se le concedió el Premio Nobel de Literatura; pero esto no importa mucho, porque tampoco se le entregó a Fernando Pessoa, ni a Franz Kafka, ni a Virginia Woolf, ni a Jorge Luis Borges, ni a Julio Cortázar… Lo habitual es que se le dé a gente que casi nadie conoce o que, pasados algunos años, ya apenas se la recuerde.
Puesto que la obra novelística de Paul Auster es bastante extensa, de la que he leído solo parte de ella, no voy a realizar ningún largo panegírico de este gran autor, puesto que no soy el más adecuado para hacerlo; solamente indicar que quien no lo haya hecho conviene que se acerque a cualquiera de sus novelas o relatos biográficos en cuanto pueda.
Por ejemplo, si uno comienza por La invención de la soledad, se asomará a la parte que lleva por título Retrato de un hombre invisible. Entonces comprenderá la desolación de un hijo que quiere saber quién fue su padre y lo que encuentra, como él mismo bien apunta, es un desconocido o una sombra inasible. Pero lo cuenta con una sobriedad admirable, sin aderezos lingüísticos, sin ocultamientos ni metáforas inútiles, tal como los grandes narradores son capaces de hacer.
No me alargo, por lo que voy cerrando. Como reflexión, pienso que en estos tiempos de tanta pérdida de tiempo conviene aprovecharlo, dejar en alguna ocasión los móviles a un lado y leer. Leer a escritores como Paul Auster. Al final, uno sentirá que ha merecido la pena. También que ha disfrutado y entendido que con la lectura de un buen libro se aprende más de la vida que lo recogido en las interminables horas que empleamos delante de las pantallas, sean grandes o pequeñas… Pero esto ya es otro tema de debate.
AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: FUNDACIÓN PRINCESA DE ASTURIAS
FOTOGRAFÍA: FUNDACIÓN PRINCESA DE ASTURIAS