Como años anteriores, en la madrugada del 30 al 31 de marzo pasados volvimos a perder la oportunidad de dejar las cosas del reloj como están. Es decir, no tocar las manecillas para adelantar una hora en todos los relojes de España y perpetrar el enésimo cambio oficial de horario en nuestro país.
¿El motivo? Suena a chiste, pero todavía se esgrime el ahorro de energía eléctrica como justificación. Y se añade que sirve para aprovechar mejor la luz natural. Serían argumentos válidos si viviéramos en latitudes del norte de Europa. Pero, ¿con el calor, qué hacemos? De eso no dicen ni pío. Tampoco de que se gasta más electricidad con el aire acondicionado que con una bombilla. ¿Dónde está, entonces, el supuesto ahorro eléctrico? No sabe, no contesta.
Lo cierto es que se cambia la hora por inercia desde la crisis del petróleo de los años setenta del siglo pasado, pero sin que ningún estudio serio avale económica y científicamente la medida. Ni siquiera las recomendaciones de la Sociedad Española del Sueño.
Además, el cambio continuará vigente en España, al menos, hasta 2026, según la Orden del PCM/186/2022, a pesar de que la Comisión Europea planteara suprimir este sistema definitivamente en 2018 y permitiera a cada Estado elegir un solo horario entre el de verano o el de invierno.
El único gremio que apuesta decididamente por mantener el cambio de hora y hacer que el sol nos alumbre hasta cerca de las 22.00 de la noche en verano es el hotelero y hostelero. Su interés particular prevalece, de este modo, al interés general de la población. Y las autoridades, tan panchas e indecisas, lo consienten.
Así pues, por mucho que protestemos, no hay marcha atrás. De hecho, desde la noche del sábado 30 al domingo 31 de marzo, los relojes españoles se adelantaron una hora, por lo que las 2.00 se convirtieron en las 3.00 de la madrugada. Se adoptó, así, lo que se conoce como "horario de verano".
Es un cambio que se produce dos veces al año, coincidiendo con el último domingo de marzo (verano) y de octubre (invierno). Este sistema se comenzó a utilizar por primera vez durante la Primera Guerra Mundial y se extendió a más países debido a la crisis energética de finales de 1973, cuando la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) redujo la producción y elevó el precio del crudo, lo que llevó a Europa a establecer, ya con regularidad, el cambio horario en 1981.
Sin embargo, tales cambios vinieron a complicar nuestro desbarajuste horario, puesto que ya en 1940, durante la dictadura de Franco, se estableció que España adoptase el horario de Alemania, país aliado, diferencia adicional que aun se mantiene.
Es decir, aunque por nuestra posición geográfica nos correspondería regirnos con el huso horario UTC+0 (Tiempo Coordinado Universal), desde aquella decisión franquista nuestro horario se regula por el huso UTC+1. Pero ahora, con el cambio de verano, adoptamos el horario correspondiente al huso UTC+2.
Es lo que explica que, cuando recuperamos el horario de invierno, sigamos manteniendo una hora de diferencia con el horario de Portugal, país que comparte nuestra posición geográfica, y no Alemania. Y en verano, dos horas, porque nuestros vecinos no cambian sus relojes.
Es decir, dos horas de diferencia respecto al sol, a partir de marzo, en un país meridional de Europa, el más cercano al ecuador, lindante con África, que hace que la intensa radiación solar que recibimos no disminuya hasta bien entrada la noche. ¿Supone eso, en verdad, algún ahorro en la factura energética del país? Nadie presenta datos objetivos al respecto.
Hace tiempo que se debate sobre la conveniencia de mantener un horario fijo durante todo el año, particularmente el del invierno. Y por varias razones. Por un lado, porque los beneficios energéticos no son tales o son irrisorios. Y por otro, porque esos cambios periódicos afectan al ritmo circadiano de muchas personas, las más vulnerables a causa de la edad, como niños y ancianos, que sufren alteraciones en sus pautas de sueño/vigilia, de alimentación y hasta hormonales. Sin embargo, esos problemas de salud en un sector nada desdeñable de la población parecen menos importantes que los beneficios económicos del sector turístico de nuestro país.
Dada su posición geográfica, España disfruta de horas de sol suficientes, incluso en invierno. De ahí la conveniencia de mantener fijo el horario de invierno. Además, atrasar el amanecer y el crepúsculo no aporta ventajas significativas más allá de prolongar la luz diurna hasta cerca de las 22.00 de la noche, cosa que repercute en trastornos del sueño y en desajustes de todo tipo no deseados.
Por ello, en 2018, el Gobierno acordó la creación de una comisión de expertos para estudiar la reforma del horario oficial, elaborar un informe al respecto y evaluar la conveniencia de mantener en España un horario fijo. Sus propuestas, tras tanto tiempo, siguen guardadas en un cajón.
Mientras tanto, continuamos jugando con las agujas del reloj para que amanezca y anochezca en función de meras conveniencias crematísticas que sólo benefician a un sector de la economía del país, el cual, por otra parte, tampoco saldría perjudicado si se consolidara un horario oficial fijo durante todo el año. Es más, todos saldríamos ganando. Unos, en el bolsillo; otros, en salud. Seguro.
¿El motivo? Suena a chiste, pero todavía se esgrime el ahorro de energía eléctrica como justificación. Y se añade que sirve para aprovechar mejor la luz natural. Serían argumentos válidos si viviéramos en latitudes del norte de Europa. Pero, ¿con el calor, qué hacemos? De eso no dicen ni pío. Tampoco de que se gasta más electricidad con el aire acondicionado que con una bombilla. ¿Dónde está, entonces, el supuesto ahorro eléctrico? No sabe, no contesta.
Lo cierto es que se cambia la hora por inercia desde la crisis del petróleo de los años setenta del siglo pasado, pero sin que ningún estudio serio avale económica y científicamente la medida. Ni siquiera las recomendaciones de la Sociedad Española del Sueño.
Además, el cambio continuará vigente en España, al menos, hasta 2026, según la Orden del PCM/186/2022, a pesar de que la Comisión Europea planteara suprimir este sistema definitivamente en 2018 y permitiera a cada Estado elegir un solo horario entre el de verano o el de invierno.
El único gremio que apuesta decididamente por mantener el cambio de hora y hacer que el sol nos alumbre hasta cerca de las 22.00 de la noche en verano es el hotelero y hostelero. Su interés particular prevalece, de este modo, al interés general de la población. Y las autoridades, tan panchas e indecisas, lo consienten.
Así pues, por mucho que protestemos, no hay marcha atrás. De hecho, desde la noche del sábado 30 al domingo 31 de marzo, los relojes españoles se adelantaron una hora, por lo que las 2.00 se convirtieron en las 3.00 de la madrugada. Se adoptó, así, lo que se conoce como "horario de verano".
Es un cambio que se produce dos veces al año, coincidiendo con el último domingo de marzo (verano) y de octubre (invierno). Este sistema se comenzó a utilizar por primera vez durante la Primera Guerra Mundial y se extendió a más países debido a la crisis energética de finales de 1973, cuando la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) redujo la producción y elevó el precio del crudo, lo que llevó a Europa a establecer, ya con regularidad, el cambio horario en 1981.
Sin embargo, tales cambios vinieron a complicar nuestro desbarajuste horario, puesto que ya en 1940, durante la dictadura de Franco, se estableció que España adoptase el horario de Alemania, país aliado, diferencia adicional que aun se mantiene.
Es decir, aunque por nuestra posición geográfica nos correspondería regirnos con el huso horario UTC+0 (Tiempo Coordinado Universal), desde aquella decisión franquista nuestro horario se regula por el huso UTC+1. Pero ahora, con el cambio de verano, adoptamos el horario correspondiente al huso UTC+2.
Es lo que explica que, cuando recuperamos el horario de invierno, sigamos manteniendo una hora de diferencia con el horario de Portugal, país que comparte nuestra posición geográfica, y no Alemania. Y en verano, dos horas, porque nuestros vecinos no cambian sus relojes.
Es decir, dos horas de diferencia respecto al sol, a partir de marzo, en un país meridional de Europa, el más cercano al ecuador, lindante con África, que hace que la intensa radiación solar que recibimos no disminuya hasta bien entrada la noche. ¿Supone eso, en verdad, algún ahorro en la factura energética del país? Nadie presenta datos objetivos al respecto.
Hace tiempo que se debate sobre la conveniencia de mantener un horario fijo durante todo el año, particularmente el del invierno. Y por varias razones. Por un lado, porque los beneficios energéticos no son tales o son irrisorios. Y por otro, porque esos cambios periódicos afectan al ritmo circadiano de muchas personas, las más vulnerables a causa de la edad, como niños y ancianos, que sufren alteraciones en sus pautas de sueño/vigilia, de alimentación y hasta hormonales. Sin embargo, esos problemas de salud en un sector nada desdeñable de la población parecen menos importantes que los beneficios económicos del sector turístico de nuestro país.
Dada su posición geográfica, España disfruta de horas de sol suficientes, incluso en invierno. De ahí la conveniencia de mantener fijo el horario de invierno. Además, atrasar el amanecer y el crepúsculo no aporta ventajas significativas más allá de prolongar la luz diurna hasta cerca de las 22.00 de la noche, cosa que repercute en trastornos del sueño y en desajustes de todo tipo no deseados.
Por ello, en 2018, el Gobierno acordó la creación de una comisión de expertos para estudiar la reforma del horario oficial, elaborar un informe al respecto y evaluar la conveniencia de mantener en España un horario fijo. Sus propuestas, tras tanto tiempo, siguen guardadas en un cajón.
Mientras tanto, continuamos jugando con las agujas del reloj para que amanezca y anochezca en función de meras conveniencias crematísticas que sólo benefician a un sector de la economía del país, el cual, por otra parte, tampoco saldría perjudicado si se consolidara un horario oficial fijo durante todo el año. Es más, todos saldríamos ganando. Unos, en el bolsillo; otros, en salud. Seguro.
DANIEL GUERRERO