Hace bastante tiempo que lo vengo observando. No hay más que mirar alrededor: desaparecen personas que atiendan a los clientes o usuarios en cada vez más sectores de la economía. Negocios en los que te obligan a servirte tú mismo o bien te despacha una máquina.
Al parecer, no es una moda pasajera sino un signo de estos tiempos que ha venido para quedarse y que se extenderá por doquier. Al parecer, es imparable e irreversible porque es sumamente rentable. ¡Es la economía, estúpido!, como me aclararía algún iluminado neoliberal.
Lo comencé a notar, hace años, en las gasolineras, donde empezó a ser raro hallar un empleado que te surtiera el combustible y al que pagabas sin bajarte del coche. Con él desapareció también el detalle esporádico de limpiarte el parabrisas mientras llenabas el depósito.
Los gasolineros no daban para tanto pues las plantillas de las estaciones de servicio menguaban de forma exponencial. Al final, tuvimos que acostumbrarnos, a regañadientes, a servirnos nosotros mismos; eso sí, pagando previamente al único empleado que estaba al frente del negocio.
Fue todo un síntoma de lo que nos aguardaba. Porque ya ni siquiera encuentras a ese único empleado en las gasolineras sino estaciones con surtidores automáticos que, con el señuelo de rebajarte unos céntimos el litro de gasolina, carecen de trabajadores. Son las gasolineras low cost, que proliferan como setas. Negocios sin personal.
Estaba emergiendo un nuevo capitalismo: el capitalismo sin trabajadores. Aquella tradicional relación de la explotación capitalista, que confrontaba Capital y Trabajo, quedó superada y afloraba la era del Capital que no precisa de la fuerza del Trabajo. Asomaba la era del post-trabajo. Mal asunto… para los trabajadores.
Los supermercados pertenecen a otro sector que sigue un camino parecido, evolucionan de idéntica manera, aunque de forma más pausada porque su negocio no se limita a un solo producto sino a muchos, y por ello deben ir adaptándose y perfeccionando el sistema. Con todo, intentan ya convencerte de la ganancia de tiempo y la mejoría que supone que tú mismo pases la compra por lectores de códigos de barras y pagues, al final, el importe mediante tarjeta bancaria.
Supermercados con una nueva línea de cajas sin cajeros o cajeras. Las colas, es verdad, son menores que en las cajas convencionales, pero eso es cuestión de tiempo. Del tiempo que tarden en sustituir todo el personal de cajas por cajeros de autocobro.
Hasta Zara, la celebérrima firma textil, está optando por este sistema en sus nuevas o renovadas tiendas. Y no tardaremos en ver su expansión a muchos más sectores comerciales. Pero lo que más me llama la atención, causándome cierta desazón, es que a mucha gente, por esnobismo o seducidos por la novedad, le parezca ese “cóbrese usted mismo” muy moderno o guay y se preste aceptarlo con entusiasmo. Será porque nadie de su familia ha sido despedido de ningún supermercado o una gasolinera, sectores que abrieron el camino al nuevo capitalismo sin trabajadores.
Y no son los únicos. También los bancos fueron unos adelantados de este nuevo paradigma del capital cuando instalaron cajeros automáticos en todas sus sucursales y distribuyeron, gratuitamente al principio, la correspondiente tarjeta a los titulares de cuenta. Así empezaron a domesticarnos a la nueva servidumbre. Porque, al poco, todos los bancos fueron eliminando sucursales y cobrando por expedir una tarjeta de débito que ya era imprescindible para poder operar con tu cuenta bancaria.
Dejaron de precisar empleados y fueron cerrando oficinas, hasta el punto de que hoy cuesta encontrar una oficina, no digamos cerca de tu domicilio o trabajo, sino incluso en muchas localidades pequeñas y medianas. Además, tienes que abonar unas tasas anuales por la tarjeta, la uses o no, y, encima, pagar una comisión cada vez que saques dinero en los pocos cajeros que tengas la suerte de hallar.
El cambio ha sido tan rentable que se ha convertido en uno de los chollos que proporciona dividendos estratosféricos a los bancos. Casi ganan más por tasas que por préstamos e intereses del dinero. Para esos templos de la especulación monetaria todo son ganancias, porque tú les hace su trabajo y, para colmo, pagas por ello. Señal inequívoca del nuevo capitalismo que se impone. Y que irá a más, tal vez a peor y, con seguridad, a mucha mayor escala.
Porque el Capital no se conforma nunca con los beneficios que obtiene. Siempre aspira a más, más rentabilidad y menores gastos. Los presupuestos de cualquier empresa prevén para cada ejercicio incrementar sus ganancias y reducir gastos.
Ya sabemos que para el capital los trabajadores representan un coste. Un gasto insoportable que, cuando puede, tiende a eliminar o, al menos, reducir. Antes lo hacía recortando plantillas. Y ahora, con el nuevo capitalismo, evitando depender de trabajadores para obtener más rentabilidad. Y lo está logrando.
Está reemplazando al trabajador físico, el recurso humano, por la máquina. Algo que hasta el mismo Keynes había avizorado cuando predijo, en 1930, que el avance tecnológico nos conduciría a una edad de tiempo libre y abundancia. Si asumimos tiempo libre por paro, el gran economista no se equivocaba.
A estas alturas, ya son tantos los ejemplos de este capitalismo sin trabajadores que lo percibimos como normal, algo propio de estos tiempos en los que prima la máxima rentabilidad al menor costo. Y aflora por doquier, en toda clase de negocios y servicios.
De hecho, nos resulta rutinario llevar la ropa a lavanderías autoservicio, adquirir productos en máquinas expendedoras, acudir a páginas web en vez de a una inmobiliaria para gestionar un alquiler vacacional o un trastero, adquirir billetes de avión o tren de manera on line, limpiar el coche en un túnel de lavado automático, etc.
Sin embargo, la cosa apunta a peor. La irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) complica todavía más, si cabe, este sombrío panorama para el trabajador. Según el banco Goldman Sachs, la IA podría reemplazar 300 millones de trabajos en todo el mundo y afectar a casi una quinta parte del empleo. Y se quedaba corto. Porque otros analistas estiman que cerca de la mitad de todos los empleos existentes quedarán absorbidos por la IA y el desarrollo de la automatización.
Es fácil comprobarlo. No hay más que llamar por teléfono a alguna institución o servicio de atención al cliente de cualquier oficina o empresa, donde lo habitual es que te responda un chatbot programado para reconducir tu petición o aconsejarte que acudas directamente a su página web para realizar la gestión. Aducen, al implantar esa atención automatizada, que es por tu comodidad.
El mismo argumento que esgrimen los supermercados y cuantos automatizan sus servicios. El artefacto mecánico o electrónico se impone a la presencia humana. La abolición del trabajo es un proceso en marcha, según sentenció ya en los años ochenta del siglo pasado el sociólogo André Gorz. Y es imparable.
Tan ineludible que, como sostiene Marta Peirano en el artículo Tentadoras falsas promesas, publicado en TintaLibre, “la cumbre del capitalismo es ese universo de plusvalía sin trabajadores, sin esa carne imperfecta que ha sido reemplaza por la propiedad intelectual”.
Y es que, gracias a la IA, vamos camino de fábricas sin apenas obreros, de radares y alarmas en vez de policías o vigilantes, de consultorios sin médicos, de redacciones sin periodistas, de administraciones sin funcionarios, de tiendas sin empleados, de cines donde todo es automático, de libros, publicidad, pinturas o canciones compuestos por esa Inteligencia Artificial adecuadamente entrenada, y, así, hasta un largo etcétera. Porque no hay marcha atrás. El capitalismo sin trabajadores, sin personas vinculadas a un puesto de trabajo, avanza rampante, excluyendo al ser humano, a la fuerza del Trabajo.
Desgraciadamente, lo aceptamos sin preocuparnos siquiera, mientras no nos afecte. Ya Internet y su mejor arma, el teléfono portátil, erróneamente llamado móvil (¿alguien lo ha visto con ruedas?), han ido acostumbrándonos paulatinamente a estar subordinados a la primacía de la máquina. A integrar en nuestra conducta cotidiana el pago sin dinero, es decir, mediante tarjeta o el móvil, a las relaciones virtuales, al consumo on line, al teletrabajo, al ocio a través de pantallas, al contenido de medios por streaming, etcétera. Llegará, pues, el día en que no haya nadie en carne y hueso para atendernos en ningún sitio. Se habrá alcanzado entonces el triunfo definitivo del nuevo capitalismo sin trabajadores, ese futuro de negocios sin empleados.
Un futuro del que ignoro si, los que nos conducen a él, han tenido en cuenta que, cuando desaparezcan los trabajadores, ¿quién comprará lo que produzcan las máquinas? En ese futuro sin salarios, ¿quién contribuirá a la Seguridad Social y al sostenimiento de las arcas públicas? ¿Cómo obtendrán sus rentas los trabajadores sin empleo?
¿Se procederá, entonces, a repartir el poco trabajo que reste entre todos los trabajadores? ¿Se instaurará, para ello, la semana laboral de tres días para que haya trabajo para todos? En definitiva, ¿de dónde extraerá el Capital su beneficio cuando no haya consumidores? Albergo, en fin, tantas dudas que no puedo más que declararme pesimista. Lo siento.
Al parecer, no es una moda pasajera sino un signo de estos tiempos que ha venido para quedarse y que se extenderá por doquier. Al parecer, es imparable e irreversible porque es sumamente rentable. ¡Es la economía, estúpido!, como me aclararía algún iluminado neoliberal.
Lo comencé a notar, hace años, en las gasolineras, donde empezó a ser raro hallar un empleado que te surtiera el combustible y al que pagabas sin bajarte del coche. Con él desapareció también el detalle esporádico de limpiarte el parabrisas mientras llenabas el depósito.
Los gasolineros no daban para tanto pues las plantillas de las estaciones de servicio menguaban de forma exponencial. Al final, tuvimos que acostumbrarnos, a regañadientes, a servirnos nosotros mismos; eso sí, pagando previamente al único empleado que estaba al frente del negocio.
Fue todo un síntoma de lo que nos aguardaba. Porque ya ni siquiera encuentras a ese único empleado en las gasolineras sino estaciones con surtidores automáticos que, con el señuelo de rebajarte unos céntimos el litro de gasolina, carecen de trabajadores. Son las gasolineras low cost, que proliferan como setas. Negocios sin personal.
Estaba emergiendo un nuevo capitalismo: el capitalismo sin trabajadores. Aquella tradicional relación de la explotación capitalista, que confrontaba Capital y Trabajo, quedó superada y afloraba la era del Capital que no precisa de la fuerza del Trabajo. Asomaba la era del post-trabajo. Mal asunto… para los trabajadores.
Los supermercados pertenecen a otro sector que sigue un camino parecido, evolucionan de idéntica manera, aunque de forma más pausada porque su negocio no se limita a un solo producto sino a muchos, y por ello deben ir adaptándose y perfeccionando el sistema. Con todo, intentan ya convencerte de la ganancia de tiempo y la mejoría que supone que tú mismo pases la compra por lectores de códigos de barras y pagues, al final, el importe mediante tarjeta bancaria.
Supermercados con una nueva línea de cajas sin cajeros o cajeras. Las colas, es verdad, son menores que en las cajas convencionales, pero eso es cuestión de tiempo. Del tiempo que tarden en sustituir todo el personal de cajas por cajeros de autocobro.
Hasta Zara, la celebérrima firma textil, está optando por este sistema en sus nuevas o renovadas tiendas. Y no tardaremos en ver su expansión a muchos más sectores comerciales. Pero lo que más me llama la atención, causándome cierta desazón, es que a mucha gente, por esnobismo o seducidos por la novedad, le parezca ese “cóbrese usted mismo” muy moderno o guay y se preste aceptarlo con entusiasmo. Será porque nadie de su familia ha sido despedido de ningún supermercado o una gasolinera, sectores que abrieron el camino al nuevo capitalismo sin trabajadores.
Y no son los únicos. También los bancos fueron unos adelantados de este nuevo paradigma del capital cuando instalaron cajeros automáticos en todas sus sucursales y distribuyeron, gratuitamente al principio, la correspondiente tarjeta a los titulares de cuenta. Así empezaron a domesticarnos a la nueva servidumbre. Porque, al poco, todos los bancos fueron eliminando sucursales y cobrando por expedir una tarjeta de débito que ya era imprescindible para poder operar con tu cuenta bancaria.
Dejaron de precisar empleados y fueron cerrando oficinas, hasta el punto de que hoy cuesta encontrar una oficina, no digamos cerca de tu domicilio o trabajo, sino incluso en muchas localidades pequeñas y medianas. Además, tienes que abonar unas tasas anuales por la tarjeta, la uses o no, y, encima, pagar una comisión cada vez que saques dinero en los pocos cajeros que tengas la suerte de hallar.
El cambio ha sido tan rentable que se ha convertido en uno de los chollos que proporciona dividendos estratosféricos a los bancos. Casi ganan más por tasas que por préstamos e intereses del dinero. Para esos templos de la especulación monetaria todo son ganancias, porque tú les hace su trabajo y, para colmo, pagas por ello. Señal inequívoca del nuevo capitalismo que se impone. Y que irá a más, tal vez a peor y, con seguridad, a mucha mayor escala.
Porque el Capital no se conforma nunca con los beneficios que obtiene. Siempre aspira a más, más rentabilidad y menores gastos. Los presupuestos de cualquier empresa prevén para cada ejercicio incrementar sus ganancias y reducir gastos.
Ya sabemos que para el capital los trabajadores representan un coste. Un gasto insoportable que, cuando puede, tiende a eliminar o, al menos, reducir. Antes lo hacía recortando plantillas. Y ahora, con el nuevo capitalismo, evitando depender de trabajadores para obtener más rentabilidad. Y lo está logrando.
Está reemplazando al trabajador físico, el recurso humano, por la máquina. Algo que hasta el mismo Keynes había avizorado cuando predijo, en 1930, que el avance tecnológico nos conduciría a una edad de tiempo libre y abundancia. Si asumimos tiempo libre por paro, el gran economista no se equivocaba.
A estas alturas, ya son tantos los ejemplos de este capitalismo sin trabajadores que lo percibimos como normal, algo propio de estos tiempos en los que prima la máxima rentabilidad al menor costo. Y aflora por doquier, en toda clase de negocios y servicios.
De hecho, nos resulta rutinario llevar la ropa a lavanderías autoservicio, adquirir productos en máquinas expendedoras, acudir a páginas web en vez de a una inmobiliaria para gestionar un alquiler vacacional o un trastero, adquirir billetes de avión o tren de manera on line, limpiar el coche en un túnel de lavado automático, etc.
Sin embargo, la cosa apunta a peor. La irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) complica todavía más, si cabe, este sombrío panorama para el trabajador. Según el banco Goldman Sachs, la IA podría reemplazar 300 millones de trabajos en todo el mundo y afectar a casi una quinta parte del empleo. Y se quedaba corto. Porque otros analistas estiman que cerca de la mitad de todos los empleos existentes quedarán absorbidos por la IA y el desarrollo de la automatización.
Es fácil comprobarlo. No hay más que llamar por teléfono a alguna institución o servicio de atención al cliente de cualquier oficina o empresa, donde lo habitual es que te responda un chatbot programado para reconducir tu petición o aconsejarte que acudas directamente a su página web para realizar la gestión. Aducen, al implantar esa atención automatizada, que es por tu comodidad.
El mismo argumento que esgrimen los supermercados y cuantos automatizan sus servicios. El artefacto mecánico o electrónico se impone a la presencia humana. La abolición del trabajo es un proceso en marcha, según sentenció ya en los años ochenta del siglo pasado el sociólogo André Gorz. Y es imparable.
Tan ineludible que, como sostiene Marta Peirano en el artículo Tentadoras falsas promesas, publicado en TintaLibre, “la cumbre del capitalismo es ese universo de plusvalía sin trabajadores, sin esa carne imperfecta que ha sido reemplaza por la propiedad intelectual”.
Y es que, gracias a la IA, vamos camino de fábricas sin apenas obreros, de radares y alarmas en vez de policías o vigilantes, de consultorios sin médicos, de redacciones sin periodistas, de administraciones sin funcionarios, de tiendas sin empleados, de cines donde todo es automático, de libros, publicidad, pinturas o canciones compuestos por esa Inteligencia Artificial adecuadamente entrenada, y, así, hasta un largo etcétera. Porque no hay marcha atrás. El capitalismo sin trabajadores, sin personas vinculadas a un puesto de trabajo, avanza rampante, excluyendo al ser humano, a la fuerza del Trabajo.
Desgraciadamente, lo aceptamos sin preocuparnos siquiera, mientras no nos afecte. Ya Internet y su mejor arma, el teléfono portátil, erróneamente llamado móvil (¿alguien lo ha visto con ruedas?), han ido acostumbrándonos paulatinamente a estar subordinados a la primacía de la máquina. A integrar en nuestra conducta cotidiana el pago sin dinero, es decir, mediante tarjeta o el móvil, a las relaciones virtuales, al consumo on line, al teletrabajo, al ocio a través de pantallas, al contenido de medios por streaming, etcétera. Llegará, pues, el día en que no haya nadie en carne y hueso para atendernos en ningún sitio. Se habrá alcanzado entonces el triunfo definitivo del nuevo capitalismo sin trabajadores, ese futuro de negocios sin empleados.
Un futuro del que ignoro si, los que nos conducen a él, han tenido en cuenta que, cuando desaparezcan los trabajadores, ¿quién comprará lo que produzcan las máquinas? En ese futuro sin salarios, ¿quién contribuirá a la Seguridad Social y al sostenimiento de las arcas públicas? ¿Cómo obtendrán sus rentas los trabajadores sin empleo?
¿Se procederá, entonces, a repartir el poco trabajo que reste entre todos los trabajadores? ¿Se instaurará, para ello, la semana laboral de tres días para que haya trabajo para todos? En definitiva, ¿de dónde extraerá el Capital su beneficio cuando no haya consumidores? Albergo, en fin, tantas dudas que no puedo más que declararme pesimista. Lo siento.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR