Propongo prescindir de las próximas elecciones y elegir a nuestros alcaldes por el método Grönholm. Nos ahorraríamos, además de mucho dinero, muchas frustraciones, decepciones, traiciones y estafas emocionales, porque las promesas, los programas electorales, la seguridad de sus discursos, terminan diluyéndose, con el paso de los meses, como un azucarillo.
Algo, esto de endulzarnos su imagen, sus palabras y sus gestos, que tienen muy bien aprendido, y que nos deja en muy mal lugar a los votantes, porque nos dejamos engatusar con las chucherías hiperazucaradas que a la larga nos producirán obesidad o diabetes.
Este método no existe, es una invención del autor Jordi Galcerán, que en 2003 escribió una obra teatral que se ha representado en más de sesenta países, de la que se ha hecho una serie de televisión y una película, de Marcelo Piñeyro, que yo he recordado este fin de semana, y de la que Galcerán se distanció, tras colaborar con la adaptación, porque variaron sustancialmente el guion, aumentando el número de personajes y convirtiendo la comedia en un drama.
El método Grönholm es la prueba final de selección a la que se enfrentan varios candidatos para ocupar un cargo ejecutivo en una multinacional. Situación, salvando las distancias, que hemos vivido todos alguna vez, y que nos ha llevado a responder a la pregunta sobre la que gira la trama: ¿hasta dónde estarías dispuesto a llegar para ser el elegido?
Los personajes piensan que van a una entrevista de trabajo, y su primera sorpresa es descubrir que se van a tener que enfrentar cara a cara con los otros candidatos, que se convierten, desde ese momento, en adversarios, enemigos, oponentes que los separan de su objetivo, conseguir el trabajo, el estatus, la clase social deseada.
Las pruebas son de lo más desagradables, violentas y se convierten en una lucha sin cuartel, donde no solo ponen sobre la mesa sus habilidades, astucia, conocimientos y méritos, sino que sacan su lado más cruel, ruin y falto de escrúpulos, para deshacerse de quien ose ponerse en su camino.
Nada más comenzar deben encontrar al topo de la empresa que forma parte de la prueba, elegir un líder, echar a alguien del ficticio búnker en el que los encerrarán durante 20 años tras la III Guerra Mundial, o conseguir que su rival abandone la prueba o se hunda. Todo vale. Solo puede quedar uno, y ese debo ser yo, cueste lo que cueste.
Los enfrentan jugando con sus secretos personales y laborales, sus emociones, debilidades, limitaciones, su ética, su moral, con su género, edad, ideología, raza, con sus anhelos, sus esperanzas, sueños, su familia. Los humillan poniéndolos en situaciones, que desde el patio de butacas, desde el salón de casa, piensas que nunca permitirías, hasta que entiendes que aquel día quizás lo hiciste, y lo justificas, o que lo hicieron contigo, y no lo perdonas, y empiezas a sentir que la sonrisa que aguantas, como la suya, es solo una vergonzosa y triste mueca, y que en tu armario, como en el suyo, hay un cadáver que intentas olvidar.
Así que con la premisa de que no somos mejores ni peores que nuestros alcaldables, propongo que se encierren en sus respectivos ayuntamientos, y que a base de dinámicas de grupo, decidan hasta dónde están dispuestos a llegar para gobernar.
Prefiero que se destrocen entre ellos, que saquen sus armas, sus miserias, sus ambiciones y sus secretos, y que se echen en cara lo que se tengan que echar, y pacten lo que tengan que pactar. Mejor hacerlo al principio, con todas las cartas sobre la mesa, que poco a poco en los medios de comunicación y en los juzgados, y convirtiendo la política en un hazmerreír, un mercado donde todo se compra, se vende y se intercambia, principalmente, nuestro voto.
En la película, toda la trama sucede en un rascacielos mientras en la calle la ciudadanía protesta contra las políticas del Fondo Mundial Internacional que generan pobreza, desigualdades, emergencias climáticas. Cuando miran por los ventanales, escuchan lejanas, casi como un susurro, las reivindicaciones sociales, del bien común, pero solo ven otros edificios como el suyo. Y el cielo.
Todo le es ajeno, lejano, insignificante, ante su lucha personal, su ego, su posición, su carrera. Hasta que un día todo termina y, al bajar a la calle, se encuentran en que ya no queda nada, salvo cadáveres, cráteres humeantes, desolación, y el frío, el hambre y el miedo también se apodera de ellos. Debería haberme leído la obra, así no hubiese sido tan dramático el final. Para la próxima lo tendré en cuenta: mejor reír que llorar, que la batalla se pierde solo.
Algo, esto de endulzarnos su imagen, sus palabras y sus gestos, que tienen muy bien aprendido, y que nos deja en muy mal lugar a los votantes, porque nos dejamos engatusar con las chucherías hiperazucaradas que a la larga nos producirán obesidad o diabetes.
Este método no existe, es una invención del autor Jordi Galcerán, que en 2003 escribió una obra teatral que se ha representado en más de sesenta países, de la que se ha hecho una serie de televisión y una película, de Marcelo Piñeyro, que yo he recordado este fin de semana, y de la que Galcerán se distanció, tras colaborar con la adaptación, porque variaron sustancialmente el guion, aumentando el número de personajes y convirtiendo la comedia en un drama.
El método Grönholm es la prueba final de selección a la que se enfrentan varios candidatos para ocupar un cargo ejecutivo en una multinacional. Situación, salvando las distancias, que hemos vivido todos alguna vez, y que nos ha llevado a responder a la pregunta sobre la que gira la trama: ¿hasta dónde estarías dispuesto a llegar para ser el elegido?
Los personajes piensan que van a una entrevista de trabajo, y su primera sorpresa es descubrir que se van a tener que enfrentar cara a cara con los otros candidatos, que se convierten, desde ese momento, en adversarios, enemigos, oponentes que los separan de su objetivo, conseguir el trabajo, el estatus, la clase social deseada.
Las pruebas son de lo más desagradables, violentas y se convierten en una lucha sin cuartel, donde no solo ponen sobre la mesa sus habilidades, astucia, conocimientos y méritos, sino que sacan su lado más cruel, ruin y falto de escrúpulos, para deshacerse de quien ose ponerse en su camino.
Nada más comenzar deben encontrar al topo de la empresa que forma parte de la prueba, elegir un líder, echar a alguien del ficticio búnker en el que los encerrarán durante 20 años tras la III Guerra Mundial, o conseguir que su rival abandone la prueba o se hunda. Todo vale. Solo puede quedar uno, y ese debo ser yo, cueste lo que cueste.
Los enfrentan jugando con sus secretos personales y laborales, sus emociones, debilidades, limitaciones, su ética, su moral, con su género, edad, ideología, raza, con sus anhelos, sus esperanzas, sueños, su familia. Los humillan poniéndolos en situaciones, que desde el patio de butacas, desde el salón de casa, piensas que nunca permitirías, hasta que entiendes que aquel día quizás lo hiciste, y lo justificas, o que lo hicieron contigo, y no lo perdonas, y empiezas a sentir que la sonrisa que aguantas, como la suya, es solo una vergonzosa y triste mueca, y que en tu armario, como en el suyo, hay un cadáver que intentas olvidar.
Así que con la premisa de que no somos mejores ni peores que nuestros alcaldables, propongo que se encierren en sus respectivos ayuntamientos, y que a base de dinámicas de grupo, decidan hasta dónde están dispuestos a llegar para gobernar.
Prefiero que se destrocen entre ellos, que saquen sus armas, sus miserias, sus ambiciones y sus secretos, y que se echen en cara lo que se tengan que echar, y pacten lo que tengan que pactar. Mejor hacerlo al principio, con todas las cartas sobre la mesa, que poco a poco en los medios de comunicación y en los juzgados, y convirtiendo la política en un hazmerreír, un mercado donde todo se compra, se vende y se intercambia, principalmente, nuestro voto.
En la película, toda la trama sucede en un rascacielos mientras en la calle la ciudadanía protesta contra las políticas del Fondo Mundial Internacional que generan pobreza, desigualdades, emergencias climáticas. Cuando miran por los ventanales, escuchan lejanas, casi como un susurro, las reivindicaciones sociales, del bien común, pero solo ven otros edificios como el suyo. Y el cielo.
Todo le es ajeno, lejano, insignificante, ante su lucha personal, su ego, su posición, su carrera. Hasta que un día todo termina y, al bajar a la calle, se encuentran en que ya no queda nada, salvo cadáveres, cráteres humeantes, desolación, y el frío, el hambre y el miedo también se apodera de ellos. Debería haberme leído la obra, así no hubiese sido tan dramático el final. Para la próxima lo tendré en cuenta: mejor reír que llorar, que la batalla se pierde solo.
MOI PALMERO