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Daniel Guerrero | ¿Vemos lo que vemos?

No es una pregunta trampa ni retórica. Tampoco filosófica, al estilo de Kant, cuando elucubraba sobre los sentidos y los “marcos apriorísticos” mentales, como el espacio y el tiempo, con los que estructuramos el conocimiento, aunque no andaba mal encaminado. Es mucho más y tremendamente más complejo: es científica.


La ciencia lleva décadas tratando de averiguar cómo el órgano rector del sistema nervioso –que ni ve ni oye ni saborea ni palpa ni huele lo que hay fuera de su solitaria, silente y oscura cárcel craneal–, interpreta y reacciona a las señales que recibe a través de sensores externos, los sentidos.

Según el neurocientífico Anil Seth (Oxford, 50 años), que investiga desde hace años el cerebro y la conciencia, es nuestro cerebro el que elabora una "alucinación controlada" de la realidad que creemos percibir, “que es más y (también) menos que lo que el mundo real es de verdad”.

Percibimos un árbol, olemos un café, oímos el trino de un pájaro, distinguimos lo dulce de lo salado o notamos lo liso de lo rugoso y lo frío de lo caliente cuando nuestro cerebro ya ha acumulado, con toda nuestra experiencia perceptual, datos ingentes de unos “inputs” sensoriales que les llegan desprovistos de color, forma y sonido, y elabora con ellos una conjetura posible, la mejor de muchas –esa “alucinación controlada”–, sobre las causas probables que pueden producirlos.

Vemos un árbol cuando nuestro cerebro elabora el “concepto” de árbol. Si no, no lo distinguiríamos de entre la amalgama de ondas electromagnéticas que capta el ojo y procesa el cerebro. Según Eric Kandel, otro neurocientífico, no existe ninguna “mirada inocente”, sino conceptos previamente clasificados para interpretar la información visual. Lo que le sirve a Seth para subrayar que “cualquier percepción es algo que un organismo hace, y no una información pasiva que se le suministra a una 'mente' centralizada”.

¿Y por qué nuestro cerebro elabora estas construcciones perceptivas como si fuesen objetivamente reales? Porque la finalidad de la percepción es guiar la acción y la conducta: potenciar las posibilidades de supervivencia del organismo. No percibimos el mundo como es, sino como nos es más útil percibirlo.

¿Y cómo nos “percibimos” nosotros mismos? Mi “yo”, tu “yo”, cualquier “yo” se elabora de idéntico modo, pues también es una inferencia de la percepción, otra alucinación controlada, aunque de un tipo muy especial. La percepción del mundo, a través de los sentidos, se le llama "exterocepción". Y a la percepción del cuerpo desde dentro, "interocepción".

Estas últimas se transmiten desde los órganos internos del cuerpo hasta el sistema nervioso central. Sirven, básicamente, para facilitar información de esos órganos y del funcionamiento del estado general del organismo. Y ello es así porque en lo más profundo del yo se sitúa la experiencia de ser un organismo vivo. De hecho, el principal objetivo de todo organismo es mantenerse con vida. Todos los seres vivos procuran conservar su integridad fisiológica ante los peligros y las oportunidades. Por eso tienen cerebros.

La conciencia de “ser yo” es sumamente compleja. Hay distintos grados de yo: una yoidad corporeizada relacionada con el cuerpo; un yo narrativo, que configura nuestra identidad personal, al hilo de recuerdos autobiográficos, de un pasado recordado y un futuro proyectado; un yo social, relativo a cómo percibo a otros que me perciben a mí. Y un yo volitivo, que nos provoca experiencias de volición, esa especie de “libre albedrío” con el que proyectamos un poder o una influencia causal en el mundo.

Todos esos “yo” están unidos entre sí y subsumidos dentro de una experiencia unificada global: la experiencia de ser uno mismo. Pero como toda percepción, esa experiencia de una yoidad unificada no significa la existencia de un “yo” real, como tampoco existe un “color” real en las cosas, sino la mejor conjetura que se infiere de todas esas percepciones.

Ninguna percepción es un registro directo de lo que existe, sino una interpretación, una construcción activa. En realidad, el “tú” es la colección de creencias a priori relativas al yo, de valores, de objetivos, de recuerdos y de mejores conjeturas preceptivas que, sumados, componen la experiencia de “ser tú”.

La consciencia (que parece depender de la actividad neuronal del sistema talamocortical) no es algo que tengamos gracias a un poder sobrenatural o divino, sino que surge y es parte de la naturaleza. La evolución ha moldeado y dotado nuestros cerebros para el control y la interpretación de las percepciones, externas e internas, indispensables para la supervivencia.

Ello nos ha permitido manejarnos por los complejos entornos en los que surgimos, crecimos y prosperamos los seres humanos, facilitándonos, también, la capacidad de aprender de actos voluntarios previos para hacerlo mejor la siguiente ocasión. Por eso, no vemos las cosas como son, las vemos como somos. Incluidos nosotros mismos.

DANIEL GUERRERO
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