Ahora que han finalizado las elecciones municipales y autonómicas y, con ellas, la insoportable matraca con la que nos han machacado, y cuando sus resultados, increíbles para unos e inesperados para otros, no hacen sino reflejar el despiste de unos ciudadanos que, indefensos ante las maquinaciones del poder, botan con su papeleta, cual pelotitas de un pinball, para votar en función del impulso que les imprimen los flippers de la desinformación, llega la hora, por fin, de hablar de otras cosas, quizás más serias y preocupantes. Hablemos, cómo no, de racismo.
Se ha puesto de actualidad el asunto, nada trivial, del racismo en el fútbol debido a que, justo a mitad de la campaña electoral, un jugador del Real Madrid, de origen brasileño, fuese insultado en el estadio del Valencia con gritos de “mono” y otras lindezas por el estilo.
Sin embargo, no era la primera vez que una cosa así se producía en los campos de juego españoles contra jugadores que pertenecen a otras razas o etnias, aunque vistan las camisetas de equipos tan nacionales como el citado. Pero, esta vez, el “incidente” ha acaparado la atención de los medios de comunicación por la airada reacción del jugador, enfrentándose verbalmente a los agresores, y, dado que se estaba en plena campaña, por la consiguiente “condena” pública, algunas con matices, que los políticos y otros personajes se apresuraron a expresar con la intención de arrimar el ascua a su sardina.
Incluso los de Vox, que tanta xenofobia irradian en la mayoría de sus manifestaciones y mensajes, aprovecharon la oportunidad para asegurar que, en comparación, algunos de sus candidatos son objeto de una violencia mucho mayor. Para ellos, lo condenable es la gradación del delito, no el delito en sí.
Algo parecido a lo que opina la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, incapaz de mantener la boca cerrada, para quien tan grave es el insulto xenófobo como los abucheos al rey en algunos estadios. También, dirigentes de LaLiga y la FIFA y hasta el presidente de Brasil e, incluso, la propia ONU han terciado en lo que, a todas luces, es una muestra intolerable de racismo en la España que se supone moderna y plural.
Y algo de razón deben tener. Porque de lo que no hay duda es que el racismo en el fútbol representa, cuando menos, un síntoma alarmante de un problema enquistado en la sociedad. Un problema que se manifiesta puntualmente, como la erupción de un volcán, cuando las heridas económicas, educacionales, sociales y, en este caso, deportivas se abren, dejando supurar lo que de verdad sentimos o pensamos.
En tales situaciones se escapan expresiones que, aunque esporádicas, no dejan de ser escandalosas y paradigmáticas de un mal estructural que deteriora, si no se ataja con severidad, la convivencia y la tolerancia en nuestra sociedad.
"Moro", "sudaca", "panchito", "moreno", "negrata", "japo" o "chino" para cualquier ciudadano asiático, unidos al "gitano tenía que ser" –cuando cometen algún delito–, son ejemplos de términos o expresiones peyorativas con las que nos referimos, de manera discriminatoria, a ciertas minorías que cohabitan entre nosotros y que forman parte de la comunidad plural y diversa que todos integramos.
En muchos casos, no somos conscientes de ese comportamiento pues solemos manifestarnos de forma racista de manera no intencionada. Es más, ni siquiera nos reconocemos racistas, entre otras cosas, porque asumimos como normalizado el insulto en determinados contextos y situaciones. Lo que es aún peor por evidenciar una lacra larvada que sublimamos cuanto podemos, pero que denota lo que realmente pensamos y que influye en nuestra conducta y relación con otros grupos sociales.
Es por ello que, cuando las barreras educacionales y de corrección política se ven desbordadas por cualquier motivo, brotan de súbito a nuestra boca los exabruptos e insultos contra el que se distingue por su raza, color de piel, rasgos físicos, costumbres, creencias religiosas y hasta por el modo de vestir, aunque se trate de personas tan naturales del país como cualquier español de pura o impura –que eso es otra– cepa.
No podemos remediarlo. Alguna de las múltiples caras del racismo que portamos con nuestros prejuicios emerge de pronto cuando nos sentimos superiores en enfrentamientos emocionales con minorías que consideramos inferiores o peligrosas para nuestro concepto de identidad colectiva.
Y tampoco podemos reprimirlo porque somos hijos de una cultura colonial que muchos todavía añoran, de una práctica religiosa que pretende imponer una tutela moral al conjunto de la sociedad y cuyo dogmatismo busca prevalecer sobre leyes, derechos y libertades duramente conquistados, y de un nacionalismo patriotero excluyente, tanto de lo propio (de ahí los conflictos entre autonomías) como de lo ajeno, especialmente si es pobre y sin recursos, como los inmigrantes que arriban a nuestras costas en frágiles embarcaciones y no en yates a Puerto Banús.
Se trata, en definitiva, de un problema que, afortunadamente, todavía no está generalizado pero que continuamente es alimentado por esas invitaciones al odio y a la intolerancia que se proclaman desde diversas tribunas públicas. Apologías al odio que arraigan con facilidad en suburbios periféricos o núcleos urbanos en los que la frontera entre la zona rica y la pobre determina el disfrute o carencia de servicios, oportunidades y derechos.
Aunque cueste admitirlo, sigue existiendo un racismo basal en nuestro país, y no solo en el fútbol, a pesar de las políticas, las campañas y la legislación con que se intenta combatirlo y erradicarlo, fomentando la igualdad, la tolerancia y el respeto a cualquier persona, sin importar su condición social, sexual, racial, cultural, económica o sus creencias.
De hecho, el racismo y la xenofobia continúan siendo un problema por resolver, como recoge un informe publicado por el Ministerio de Interior, puesto que de los 1.133 casos tipificados en 2021 como delitos de odio, 465 tenían una motivación racista o xenófoba. Son casos denunciados, cuyo volumen podría ser una décima parte de los reales.
Y ambos, racismo y xenofobia, constituyen uno de los déficits o rémoras, como el machismo o la violencia contra la mujer, la comprensión lectora de muchos estudiantes y hasta nuestra incapacidad para los idiomas, que el sistema educativo no ha logrado corregir de manera satisfactoria.
Pero esa es la única vía, según los expertos, de enfrentarnos a este problema: con educación temprana y la permanente concienciación social sobre la igualdad en derechos y el respeto a la dignidad que merece todo ser humano, sin distinción. Nos queda, por tanto, mucho camino que recorrer para lograr una sociedad libre de expresiones y actitudes racistas, como las exhibidas en el campo de fútbol. Y no solo ahí, desgraciadamente.
Se ha puesto de actualidad el asunto, nada trivial, del racismo en el fútbol debido a que, justo a mitad de la campaña electoral, un jugador del Real Madrid, de origen brasileño, fuese insultado en el estadio del Valencia con gritos de “mono” y otras lindezas por el estilo.
Sin embargo, no era la primera vez que una cosa así se producía en los campos de juego españoles contra jugadores que pertenecen a otras razas o etnias, aunque vistan las camisetas de equipos tan nacionales como el citado. Pero, esta vez, el “incidente” ha acaparado la atención de los medios de comunicación por la airada reacción del jugador, enfrentándose verbalmente a los agresores, y, dado que se estaba en plena campaña, por la consiguiente “condena” pública, algunas con matices, que los políticos y otros personajes se apresuraron a expresar con la intención de arrimar el ascua a su sardina.
Incluso los de Vox, que tanta xenofobia irradian en la mayoría de sus manifestaciones y mensajes, aprovecharon la oportunidad para asegurar que, en comparación, algunos de sus candidatos son objeto de una violencia mucho mayor. Para ellos, lo condenable es la gradación del delito, no el delito en sí.
Algo parecido a lo que opina la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, incapaz de mantener la boca cerrada, para quien tan grave es el insulto xenófobo como los abucheos al rey en algunos estadios. También, dirigentes de LaLiga y la FIFA y hasta el presidente de Brasil e, incluso, la propia ONU han terciado en lo que, a todas luces, es una muestra intolerable de racismo en la España que se supone moderna y plural.
Y algo de razón deben tener. Porque de lo que no hay duda es que el racismo en el fútbol representa, cuando menos, un síntoma alarmante de un problema enquistado en la sociedad. Un problema que se manifiesta puntualmente, como la erupción de un volcán, cuando las heridas económicas, educacionales, sociales y, en este caso, deportivas se abren, dejando supurar lo que de verdad sentimos o pensamos.
En tales situaciones se escapan expresiones que, aunque esporádicas, no dejan de ser escandalosas y paradigmáticas de un mal estructural que deteriora, si no se ataja con severidad, la convivencia y la tolerancia en nuestra sociedad.
"Moro", "sudaca", "panchito", "moreno", "negrata", "japo" o "chino" para cualquier ciudadano asiático, unidos al "gitano tenía que ser" –cuando cometen algún delito–, son ejemplos de términos o expresiones peyorativas con las que nos referimos, de manera discriminatoria, a ciertas minorías que cohabitan entre nosotros y que forman parte de la comunidad plural y diversa que todos integramos.
En muchos casos, no somos conscientes de ese comportamiento pues solemos manifestarnos de forma racista de manera no intencionada. Es más, ni siquiera nos reconocemos racistas, entre otras cosas, porque asumimos como normalizado el insulto en determinados contextos y situaciones. Lo que es aún peor por evidenciar una lacra larvada que sublimamos cuanto podemos, pero que denota lo que realmente pensamos y que influye en nuestra conducta y relación con otros grupos sociales.
Es por ello que, cuando las barreras educacionales y de corrección política se ven desbordadas por cualquier motivo, brotan de súbito a nuestra boca los exabruptos e insultos contra el que se distingue por su raza, color de piel, rasgos físicos, costumbres, creencias religiosas y hasta por el modo de vestir, aunque se trate de personas tan naturales del país como cualquier español de pura o impura –que eso es otra– cepa.
No podemos remediarlo. Alguna de las múltiples caras del racismo que portamos con nuestros prejuicios emerge de pronto cuando nos sentimos superiores en enfrentamientos emocionales con minorías que consideramos inferiores o peligrosas para nuestro concepto de identidad colectiva.
Y tampoco podemos reprimirlo porque somos hijos de una cultura colonial que muchos todavía añoran, de una práctica religiosa que pretende imponer una tutela moral al conjunto de la sociedad y cuyo dogmatismo busca prevalecer sobre leyes, derechos y libertades duramente conquistados, y de un nacionalismo patriotero excluyente, tanto de lo propio (de ahí los conflictos entre autonomías) como de lo ajeno, especialmente si es pobre y sin recursos, como los inmigrantes que arriban a nuestras costas en frágiles embarcaciones y no en yates a Puerto Banús.
Se trata, en definitiva, de un problema que, afortunadamente, todavía no está generalizado pero que continuamente es alimentado por esas invitaciones al odio y a la intolerancia que se proclaman desde diversas tribunas públicas. Apologías al odio que arraigan con facilidad en suburbios periféricos o núcleos urbanos en los que la frontera entre la zona rica y la pobre determina el disfrute o carencia de servicios, oportunidades y derechos.
Aunque cueste admitirlo, sigue existiendo un racismo basal en nuestro país, y no solo en el fútbol, a pesar de las políticas, las campañas y la legislación con que se intenta combatirlo y erradicarlo, fomentando la igualdad, la tolerancia y el respeto a cualquier persona, sin importar su condición social, sexual, racial, cultural, económica o sus creencias.
De hecho, el racismo y la xenofobia continúan siendo un problema por resolver, como recoge un informe publicado por el Ministerio de Interior, puesto que de los 1.133 casos tipificados en 2021 como delitos de odio, 465 tenían una motivación racista o xenófoba. Son casos denunciados, cuyo volumen podría ser una décima parte de los reales.
Y ambos, racismo y xenofobia, constituyen uno de los déficits o rémoras, como el machismo o la violencia contra la mujer, la comprensión lectora de muchos estudiantes y hasta nuestra incapacidad para los idiomas, que el sistema educativo no ha logrado corregir de manera satisfactoria.
Pero esa es la única vía, según los expertos, de enfrentarnos a este problema: con educación temprana y la permanente concienciación social sobre la igualdad en derechos y el respeto a la dignidad que merece todo ser humano, sin distinción. Nos queda, por tanto, mucho camino que recorrer para lograr una sociedad libre de expresiones y actitudes racistas, como las exhibidas en el campo de fútbol. Y no solo ahí, desgraciadamente.
DANIEL GUERRERO