Hace unos días comenzó oficialmente la campaña para las elecciones autonómicas en 14 comunidades y para los comicios municipales, aunque ya estábamos “de facto” en plena diatriba electoral desde primeros de año. Desde entonces, el Gobierno y la oposición no han desaprovechado ninguna oportunidad para emitir eslóganes y proclamas electorales en toda ocasión propicia, viniera o no a cuento.
Tanto es así que, una vez aprobadas las leyes sobre la reforma del “solo sí es sí” y la de “la vivienda”, la Legislatura podía considerarse extinguida, por lo que, de inmediato, se puso en marcha lo que se les da bien a los partidos políticos: pugnar por las mejores posiciones mediáticas de cara a la opinión pública y no dejar de hacer promesas y ofrecer soluciones que ni se cumplen del todo ni resuelven apenas nada.
De este modo, cualquier acto e iniciativa gubernamental, parlamentaria o partidaria, a partir de entonces e incluso desde antes, ha servido para hacer propaganda electoral, donde todos se afanan por presumir de méritos y bondades propios y en desmentir y desacreditar al adversario.
Es decir, lo habitual en toda competición por el voto ciudadano, en que lo que a uno le parece bien, al contrincante le parece fatal. Y viceversa. Ya nos tienen acostumbrados tras más de 40 elecciones generales, autonómicas, municipales o europeas, desde 2015, y más de 200 si hacemos la cuenta desde la Transición.
Sin embargo, en esta que actualmente estamos soportando, el clima político es especialmente bronco, como si se pretendiera caldear adrede el ambiente de cara a las generales del próximo otoño, las que de verdad importan a las formaciones con posibilidad de gobernar.
En semejante contexto, llama particularmente la atención la ferocidad con que la oposición de derechas en general, y el PP en particular (Vox e Isabel Díaz Ayuso son caso aparte), atacan al Gobierno con su argumentario de campaña.
Da la impresión de que están indignados por no ocupar el poder en cualesquiera Administraciones en que podrían hacerlo. Van a por todas y con todas las armas a su alcance. Las legítimas y las ilegítimas. Con verdades y con mentiras. Con todo, incluyendo su capacidad mediática para obligar a sustituir programas de televisión por otros desde los que pueda proyectar su estrategia electoral (Ana Rosa Quintana por Sálvame, por ejemplo).
Todo vale para desalojar, “expulsar”, “echar”, “cercar” o “derrocar” (entrecomillo los términos utilizados) al socialista Pedro Sánchez y a sus socios “comunistas” de Podemos del Palacio de la Moncloa e impedirles que se apoyen en una mayoría parlamentaria con independentistas (ERC) y “terroristas” (Bildu).
Esta alianza, que permitió la investidura de Pedro Sánchez al frente del primer Gobierno de coalición en España desde que se restauró la democracia es, al parecer, insoportable para la irritante “sensibilidad” conservadora, la única depositaria de las esencias nacionales, patrióticas, constitucionales, morales y tradicionales de este país, por lo que se indigna hasta el arrebato cuando no está en el machito dirigiendo el cotarro. Con ese talante resabiado diseña su campaña electoral. Lo cual es peligroso y despierta mucha desconfianza, por no decir "desafección ciudadana" –que, por cierto, le conviene–.
Nos enfrentamos a que, en esta campaña como en anteriores desde Trump en adelante, se genere una cantidad no despreciable de bulos y fake news que operan, fundamentalmente, con la desinformación (Gobierno “Frankenstein” ilegítimo; blanqueo de independentistas y terroristas; facilidad a violadores y okupas; inmigración criminalizada, etcétera) y que, en su mayor parte, favorece a los partidos de la derecha y desprestigia a los de izquierdas.
La capacidad de persuasión de esta información falsa o tendenciosa es notoria y, en algunos casos, determinante para el triunfo electoral. En especial, cuando el consumo de información política y el debate público se hace a través de las grandes plataformas digitales, las redes sociales y, en menor medida, los medios de comunicación de masas convencionales, no exentos estos últimos de contaminación o sesgo ideológico que alimenta una cierta polarización afectiva, que induce a valorar más las emociones y los prejuicios que los hechos, como luego veremos. Y esto lo saben todas las formaciones políticas y sus gurús publicitarios, aunque unos sean más descarados que otros a la hora de hacer uso de tal manipulación.
Y esto es, precisamente, lo que está haciendo el PP cuando vuelve a enarbolar la bandera de ETA y las “listas manchadas de sangre” en esta campaña, en vez de enfrentar programas y medidas alternativas a los problemas cotidianos de pueblos y autonomías, que es justamente de lo que se trata.
Y lo hace mediante medias verdades, tergiversaciones y ocultando lo que no le conviene de los hechos, a sabiendas de que así promueve actitudes emocionales que obnubilan el juicio crítico y la capacidad de discernimiento ponderado en los receptores de sus mensajes.
Saben que, emocionalmente, da asco que antiguos terroristas, que ya cumplieron condena y están reinsertados en la sociedad, figuren en las listas electorales de un partido vasco plenamente democrático y legal, cual es Bildu, heredero de Sortu, vástago a su vez de la vieja Batasuna, brazo político de los simpatizantes y exmiembros de ETA.
Pero que ello sea así, que los que en el pasado se valieron de la lucha armada y el asesinato por sus ideas separatistas puedan defenderlas ahora de manera pacífica y democrática en las urnas, es un triunfo de la democracia del que deberíamos sentirnos particularmente orgullosos.
Costó mucho trabajo, vidas y sangre acabar con el terrorismo de ETA y para que los violentos asumieran que la única manera de defender sus ideas es con la palabra y la paz, participando de la política en democracia. Pero se consiguió: la democracia venció al terrorismo. Y todos los partidos democráticos que gobernaron España hicieron lo imposible por lograr tamaña proeza.
No es cuestión, por tanto, de instrumentalizar el dolor de las víctimas y el recuerdo amargo de aquella época atroz, que todos deseábamos dejar atrás, por unos réditos o cálculos electorales. Y no lo es, además, porque todos, incluido el mismo PP que ahora denuncia cualquier relación con el partido abertzale y exige su ilegalización, han alcanzado acuerdos con los violentos por conseguir la paz.
No hay que tergiversar la historia ni rasgarse las vestiduras con hipócrita indignación. Porque si Sánchez es un “indecente” al permitir lo que legalmente es legal y dejar que rehabilitados socialmente, sin deudas penales pendientes, figuren como elegidos en un partido legal, ¿qué calificativo merecería José María Aznar, expresidente y todavía referente del partido que ahora clama al cielo, cuando desde su Gobierno, en 1998 ensalzó a ETA como “movimiento vasco de liberación”?
¿Y Borja Sémper, el actual portavoz del PP, cuando en 2013 afirmó que “Bildu no es ETA, lo importante es que ETA se ha acabado (…) el futuro se tiene que construir también con Bildu”? ¿O el hoy portavoz en el Senado, Javier Maroto, entonces alcalde de Vitoria, cuando alardeaba de que “no me tiemblan las piernas por llegar a acuerdos (con Bildu)”? ¿O el mismísimo PP vasco, cuando votó más de 200 veces junto a Bildu en el Parlamento de aquella comunidad, mientras su matriz nacional cuestiona ahora al PSOE por hacer lo mismo?
Estas “artes” electorales de la derecha, en las que involucra a todos sus sectores de la política, la judicial, la mediática y la económica, es nauseabunda. Porque no todo vale en unas elecciones, y menos aun intentar manipular a los ciudadanos al ocultarles hechos y promover actitudes emocionales para que piensen y decidan con el corazón y no con el cerebro, ateniéndose a la verdad.
Y porque si a todos nos provoca asco que exterroristas puedan ser elegidos, aunque estén en su derecho, también sentimos repulsión y vergüenza por la utilización espuria de esos sentimientos –y de las víctimas– por meros intereses partidistas.
El peligro que conlleva una campaña así es el fomento del odio y del sectarismo más enfermizo en amplias capas de la población, cuando no se respetan ciertos límites, como sucedió con una portada de ABC, en la que aparecía una pancarta con una soflama ofensiva contra el presidente del Gobierno, destacando sobre el resto de la imagen. Y aunque el periódico se disculpó posteriormente en un editorial, no es casual ese reclamo emocional al odio en el fragor de la campaña electoral.
Como tampoco es aceptable valerse recurrentemente del rechazo a ETA como ardid electoral, hasta el punto de que la propia Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio Ordóñez, diputado vasco del PP asesinado por ETA en 1995, criticara abiertamente esa estrategia: “El PP siempre nos está utilizando, jugando con ese tema. La dignidad de las víctimas empieza por el respeto”.
Por mucho que haya en juego, no es digno acceder al poder sin importar los medios y a cualquier precio. Aunque sea factible. Tales “artes” son propias de políticos sin escrúpulos ni moral, de los que, desgraciadamente, tenemos sobrados ejemplos en nuestro país como para permitir que sigan ofendiendo nuestra inteligencia e intenten manipularnos tan descaradamente. No, así no se juega.
Tanto es así que, una vez aprobadas las leyes sobre la reforma del “solo sí es sí” y la de “la vivienda”, la Legislatura podía considerarse extinguida, por lo que, de inmediato, se puso en marcha lo que se les da bien a los partidos políticos: pugnar por las mejores posiciones mediáticas de cara a la opinión pública y no dejar de hacer promesas y ofrecer soluciones que ni se cumplen del todo ni resuelven apenas nada.
De este modo, cualquier acto e iniciativa gubernamental, parlamentaria o partidaria, a partir de entonces e incluso desde antes, ha servido para hacer propaganda electoral, donde todos se afanan por presumir de méritos y bondades propios y en desmentir y desacreditar al adversario.
Es decir, lo habitual en toda competición por el voto ciudadano, en que lo que a uno le parece bien, al contrincante le parece fatal. Y viceversa. Ya nos tienen acostumbrados tras más de 40 elecciones generales, autonómicas, municipales o europeas, desde 2015, y más de 200 si hacemos la cuenta desde la Transición.
Sin embargo, en esta que actualmente estamos soportando, el clima político es especialmente bronco, como si se pretendiera caldear adrede el ambiente de cara a las generales del próximo otoño, las que de verdad importan a las formaciones con posibilidad de gobernar.
En semejante contexto, llama particularmente la atención la ferocidad con que la oposición de derechas en general, y el PP en particular (Vox e Isabel Díaz Ayuso son caso aparte), atacan al Gobierno con su argumentario de campaña.
Da la impresión de que están indignados por no ocupar el poder en cualesquiera Administraciones en que podrían hacerlo. Van a por todas y con todas las armas a su alcance. Las legítimas y las ilegítimas. Con verdades y con mentiras. Con todo, incluyendo su capacidad mediática para obligar a sustituir programas de televisión por otros desde los que pueda proyectar su estrategia electoral (Ana Rosa Quintana por Sálvame, por ejemplo).
Todo vale para desalojar, “expulsar”, “echar”, “cercar” o “derrocar” (entrecomillo los términos utilizados) al socialista Pedro Sánchez y a sus socios “comunistas” de Podemos del Palacio de la Moncloa e impedirles que se apoyen en una mayoría parlamentaria con independentistas (ERC) y “terroristas” (Bildu).
Esta alianza, que permitió la investidura de Pedro Sánchez al frente del primer Gobierno de coalición en España desde que se restauró la democracia es, al parecer, insoportable para la irritante “sensibilidad” conservadora, la única depositaria de las esencias nacionales, patrióticas, constitucionales, morales y tradicionales de este país, por lo que se indigna hasta el arrebato cuando no está en el machito dirigiendo el cotarro. Con ese talante resabiado diseña su campaña electoral. Lo cual es peligroso y despierta mucha desconfianza, por no decir "desafección ciudadana" –que, por cierto, le conviene–.
Nos enfrentamos a que, en esta campaña como en anteriores desde Trump en adelante, se genere una cantidad no despreciable de bulos y fake news que operan, fundamentalmente, con la desinformación (Gobierno “Frankenstein” ilegítimo; blanqueo de independentistas y terroristas; facilidad a violadores y okupas; inmigración criminalizada, etcétera) y que, en su mayor parte, favorece a los partidos de la derecha y desprestigia a los de izquierdas.
La capacidad de persuasión de esta información falsa o tendenciosa es notoria y, en algunos casos, determinante para el triunfo electoral. En especial, cuando el consumo de información política y el debate público se hace a través de las grandes plataformas digitales, las redes sociales y, en menor medida, los medios de comunicación de masas convencionales, no exentos estos últimos de contaminación o sesgo ideológico que alimenta una cierta polarización afectiva, que induce a valorar más las emociones y los prejuicios que los hechos, como luego veremos. Y esto lo saben todas las formaciones políticas y sus gurús publicitarios, aunque unos sean más descarados que otros a la hora de hacer uso de tal manipulación.
Y esto es, precisamente, lo que está haciendo el PP cuando vuelve a enarbolar la bandera de ETA y las “listas manchadas de sangre” en esta campaña, en vez de enfrentar programas y medidas alternativas a los problemas cotidianos de pueblos y autonomías, que es justamente de lo que se trata.
Y lo hace mediante medias verdades, tergiversaciones y ocultando lo que no le conviene de los hechos, a sabiendas de que así promueve actitudes emocionales que obnubilan el juicio crítico y la capacidad de discernimiento ponderado en los receptores de sus mensajes.
Saben que, emocionalmente, da asco que antiguos terroristas, que ya cumplieron condena y están reinsertados en la sociedad, figuren en las listas electorales de un partido vasco plenamente democrático y legal, cual es Bildu, heredero de Sortu, vástago a su vez de la vieja Batasuna, brazo político de los simpatizantes y exmiembros de ETA.
Pero que ello sea así, que los que en el pasado se valieron de la lucha armada y el asesinato por sus ideas separatistas puedan defenderlas ahora de manera pacífica y democrática en las urnas, es un triunfo de la democracia del que deberíamos sentirnos particularmente orgullosos.
Costó mucho trabajo, vidas y sangre acabar con el terrorismo de ETA y para que los violentos asumieran que la única manera de defender sus ideas es con la palabra y la paz, participando de la política en democracia. Pero se consiguió: la democracia venció al terrorismo. Y todos los partidos democráticos que gobernaron España hicieron lo imposible por lograr tamaña proeza.
No es cuestión, por tanto, de instrumentalizar el dolor de las víctimas y el recuerdo amargo de aquella época atroz, que todos deseábamos dejar atrás, por unos réditos o cálculos electorales. Y no lo es, además, porque todos, incluido el mismo PP que ahora denuncia cualquier relación con el partido abertzale y exige su ilegalización, han alcanzado acuerdos con los violentos por conseguir la paz.
No hay que tergiversar la historia ni rasgarse las vestiduras con hipócrita indignación. Porque si Sánchez es un “indecente” al permitir lo que legalmente es legal y dejar que rehabilitados socialmente, sin deudas penales pendientes, figuren como elegidos en un partido legal, ¿qué calificativo merecería José María Aznar, expresidente y todavía referente del partido que ahora clama al cielo, cuando desde su Gobierno, en 1998 ensalzó a ETA como “movimiento vasco de liberación”?
¿Y Borja Sémper, el actual portavoz del PP, cuando en 2013 afirmó que “Bildu no es ETA, lo importante es que ETA se ha acabado (…) el futuro se tiene que construir también con Bildu”? ¿O el hoy portavoz en el Senado, Javier Maroto, entonces alcalde de Vitoria, cuando alardeaba de que “no me tiemblan las piernas por llegar a acuerdos (con Bildu)”? ¿O el mismísimo PP vasco, cuando votó más de 200 veces junto a Bildu en el Parlamento de aquella comunidad, mientras su matriz nacional cuestiona ahora al PSOE por hacer lo mismo?
Estas “artes” electorales de la derecha, en las que involucra a todos sus sectores de la política, la judicial, la mediática y la económica, es nauseabunda. Porque no todo vale en unas elecciones, y menos aun intentar manipular a los ciudadanos al ocultarles hechos y promover actitudes emocionales para que piensen y decidan con el corazón y no con el cerebro, ateniéndose a la verdad.
Y porque si a todos nos provoca asco que exterroristas puedan ser elegidos, aunque estén en su derecho, también sentimos repulsión y vergüenza por la utilización espuria de esos sentimientos –y de las víctimas– por meros intereses partidistas.
El peligro que conlleva una campaña así es el fomento del odio y del sectarismo más enfermizo en amplias capas de la población, cuando no se respetan ciertos límites, como sucedió con una portada de ABC, en la que aparecía una pancarta con una soflama ofensiva contra el presidente del Gobierno, destacando sobre el resto de la imagen. Y aunque el periódico se disculpó posteriormente en un editorial, no es casual ese reclamo emocional al odio en el fragor de la campaña electoral.
Como tampoco es aceptable valerse recurrentemente del rechazo a ETA como ardid electoral, hasta el punto de que la propia Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio Ordóñez, diputado vasco del PP asesinado por ETA en 1995, criticara abiertamente esa estrategia: “El PP siempre nos está utilizando, jugando con ese tema. La dignidad de las víctimas empieza por el respeto”.
Por mucho que haya en juego, no es digno acceder al poder sin importar los medios y a cualquier precio. Aunque sea factible. Tales “artes” son propias de políticos sin escrúpulos ni moral, de los que, desgraciadamente, tenemos sobrados ejemplos en nuestro país como para permitir que sigan ofendiendo nuestra inteligencia e intenten manipularnos tan descaradamente. No, así no se juega.
DANIEL GUERRERO