Por la ventanilla del autobús, campos seminevados de Castilla. La Ciudad Encantada recibe con frío a quienes por ella pasean a las siete de la mañana. No es hostilidad, ni venganza. Es su forma de ser. Una antigua estación de tren muerta que llama a malos augurios, si se observa bien, fantasmas de viajeros y maletas siguen su camino ante la atenta mirada del Júcar.
Navega impasible entre puentes de madera y piedra. Mucho más allá, una bicicleta roja puede verse contra un muro. Un optimista diría que el vehículo huía; un pesimista podría argumentar que se había estampado contra aquel pequeño pedazo de la ciudad sin solución alguna. El color rojizo llama la atención sobre el verde y el gris del escenario en el cual está ubicada. Con un café en la mano pasaba cada mañana delante de semejante exposición al aire libre. No podía evitar fijarse en ella.
Un día detiene su mirar en las ruedas, en sus pequeños giros invisibles. Imposibles, más bien. En otros momentos copa su atención el manillar. ¿Siempre fue roja la bicicleta? Era una pregunta legítima. No había indicios de que el rojo fuera su color natural. La opción de que la mano del artista se decidiera por el color rojo era la explicación con más posibilidades de ser la adecuada. Sin embargo, la pieza no pierde poder hipnótico. Da igual la respuesta.
Era imposible que no filosofara ante semejante visión delante de sus narices. No podía parar de observar todos los detalles. La rueda delantera apuntaba hacia el Júcar, la trasera pareciera querer explorar más su prisión de canto y guijarro.
¿Quién había pilotado ese manillar? Desde luego, no siempre fue arte urbano esa bicicleta. Alguien subió en ella. En caso contrario, que vida más triste ha tenido este conjunto de metal. Preferiría centrarse en positivo. Una bicicleta que se conociera la ciudad como la goma de su rueda era más alegre. Aunque tampoco descartaba que era una segunda vida tras ser rescatada de un chatarrero. Él no era nadie para quitarle ese derecho a un medio de transporte tan noble.
No estaba ubicada en la zona más turística de la ciudad, pero el casco histórico no andaba lejos. Esta característica era, sin duda alguna, un punto a favor para su visibilidad. No se imaginaba la bicicleta en la portada de National Geographic con el fin de promocionar la zona, pero tampoco era merecedora de ser apartada de los ojos de la población local y turística.
¿Cuánto tiempo podría llevar allí en la calle? Las personas y anécdotas que habrá presenciado no pueden enumerarse. De todo tipo, seguro. Continúa su periplo vital como escultura, semana tras semana, desde que él pasea por esas calles. De repente, el tiempo ha presentado tarjeta de visita.
Ya no brilla tanto el rojo como antaño. De hecho, puede apreciarse ya el color negro en las ruedas y ha crecido vegetación que rodea la rueda trasera. Pero lo más llamativo es que siguieron pasando los días y la bicicleta desapareció del muro.
De inicio, había asociado la desaparición a una no desaparición. Es decir, a un despistar de su mirar por falta de cafeína. Luego, pensó que se había tomado unas merecidas vacaciones. Qué cansado debe ser una bicicleta. Finalmente, temiendo lo peor, recordó que, a lo mejor, había llegado la hora de una jubilación. ¿Cuánto podría cotizar por ser no contaminante? Le estaba afectando demasiado el abrir de manera reciente el plan de pensiones.
La respuesta a sus dudas surgió de manera imprevista. Al igual que tantas cuestiones de la vida, la clave apareció ante sus narices en cuestión de unos pocos días. La bicicleta roja no se había jubilado, ni se había ido de vacaciones. Simplemente, se había transformado.
A unos pasos de su ubicación original, una bicicleta azul realiza la función de macetero. Dos cestas, una negra y otra azul, guardan las plantas sobre el gris hormigón del asfalto. Quizás, bien mirado, es más lila, o morado, que azul. No es fácil, al ser daltónico.
Pero ahí está la bicicleta reciclada en macetero. Muy grande para la mayoría de los balcones o salones, pero su nueva ubicación es perfecta. Igual recibe más sueldo por la carga de equipaje. Una vez resuelto el misterio, siguió caminando por las calles llenas de historia y orgulloso Patrimonio de la Humanidad.
No pudo evitar reflexionar en la posibilidad de que, en ocasiones, muchos de nosotros somos como aquella bicicleta roja que, por circunstancias desconocidas, pasamos de rodar las ruedas por calles y carreteras para ser arte urbano, parte activa del paisaje. Finalmente, contra nuestra voluntad, lo más probable, es que seremos un habitáculo para tiestos.
Navega impasible entre puentes de madera y piedra. Mucho más allá, una bicicleta roja puede verse contra un muro. Un optimista diría que el vehículo huía; un pesimista podría argumentar que se había estampado contra aquel pequeño pedazo de la ciudad sin solución alguna. El color rojizo llama la atención sobre el verde y el gris del escenario en el cual está ubicada. Con un café en la mano pasaba cada mañana delante de semejante exposición al aire libre. No podía evitar fijarse en ella.
Un día detiene su mirar en las ruedas, en sus pequeños giros invisibles. Imposibles, más bien. En otros momentos copa su atención el manillar. ¿Siempre fue roja la bicicleta? Era una pregunta legítima. No había indicios de que el rojo fuera su color natural. La opción de que la mano del artista se decidiera por el color rojo era la explicación con más posibilidades de ser la adecuada. Sin embargo, la pieza no pierde poder hipnótico. Da igual la respuesta.
Era imposible que no filosofara ante semejante visión delante de sus narices. No podía parar de observar todos los detalles. La rueda delantera apuntaba hacia el Júcar, la trasera pareciera querer explorar más su prisión de canto y guijarro.
¿Quién había pilotado ese manillar? Desde luego, no siempre fue arte urbano esa bicicleta. Alguien subió en ella. En caso contrario, que vida más triste ha tenido este conjunto de metal. Preferiría centrarse en positivo. Una bicicleta que se conociera la ciudad como la goma de su rueda era más alegre. Aunque tampoco descartaba que era una segunda vida tras ser rescatada de un chatarrero. Él no era nadie para quitarle ese derecho a un medio de transporte tan noble.
No estaba ubicada en la zona más turística de la ciudad, pero el casco histórico no andaba lejos. Esta característica era, sin duda alguna, un punto a favor para su visibilidad. No se imaginaba la bicicleta en la portada de National Geographic con el fin de promocionar la zona, pero tampoco era merecedora de ser apartada de los ojos de la población local y turística.
¿Cuánto tiempo podría llevar allí en la calle? Las personas y anécdotas que habrá presenciado no pueden enumerarse. De todo tipo, seguro. Continúa su periplo vital como escultura, semana tras semana, desde que él pasea por esas calles. De repente, el tiempo ha presentado tarjeta de visita.
Ya no brilla tanto el rojo como antaño. De hecho, puede apreciarse ya el color negro en las ruedas y ha crecido vegetación que rodea la rueda trasera. Pero lo más llamativo es que siguieron pasando los días y la bicicleta desapareció del muro.
De inicio, había asociado la desaparición a una no desaparición. Es decir, a un despistar de su mirar por falta de cafeína. Luego, pensó que se había tomado unas merecidas vacaciones. Qué cansado debe ser una bicicleta. Finalmente, temiendo lo peor, recordó que, a lo mejor, había llegado la hora de una jubilación. ¿Cuánto podría cotizar por ser no contaminante? Le estaba afectando demasiado el abrir de manera reciente el plan de pensiones.
La respuesta a sus dudas surgió de manera imprevista. Al igual que tantas cuestiones de la vida, la clave apareció ante sus narices en cuestión de unos pocos días. La bicicleta roja no se había jubilado, ni se había ido de vacaciones. Simplemente, se había transformado.
A unos pasos de su ubicación original, una bicicleta azul realiza la función de macetero. Dos cestas, una negra y otra azul, guardan las plantas sobre el gris hormigón del asfalto. Quizás, bien mirado, es más lila, o morado, que azul. No es fácil, al ser daltónico.
Pero ahí está la bicicleta reciclada en macetero. Muy grande para la mayoría de los balcones o salones, pero su nueva ubicación es perfecta. Igual recibe más sueldo por la carga de equipaje. Una vez resuelto el misterio, siguió caminando por las calles llenas de historia y orgulloso Patrimonio de la Humanidad.
No pudo evitar reflexionar en la posibilidad de que, en ocasiones, muchos de nosotros somos como aquella bicicleta roja que, por circunstancias desconocidas, pasamos de rodar las ruedas por calles y carreteras para ser arte urbano, parte activa del paisaje. Finalmente, contra nuestra voluntad, lo más probable, es que seremos un habitáculo para tiestos.
CARLOS SERRANO MARTÍN