Que los poderosos arrancan beneficios a los momentos de crisis –representan una oportunidad, según ellos–, es algo que en este sistema capitalista en el que vivimos nadie discute, salvo cuando esos beneficios son escandalosos –caídos del cielo– y se consiguen empobreciendo aun más a los humildes y desfavorecidos, que son los que soportan en verdad todas las crisis, tanto financieras como sanitarias, bélicas, económicas, energéticas y las que sean.
Algo así es lo que sucede actualmente en diversos sectores de la economía española. Los muy ricos están sacando tajada del cúmulo de crisis que nos golpea sin cesar. No hay más que ver el panorama. Los bancos (CaixaBank, Santander, BBVA, entre otros) obtienen pingües ganancias en la actual coyuntura, con las que reparten suculentos dividendos entre los inversionistas, mientras niegan facilidades a los atrapados en deudas e hipotecas cuyo interés no para de comerse la nómina de cualquier trabajador.
Las compañías petroleras, pobrecitas ellas, tan quejicas cuando el Gobierno les obligó a adelantar la rebaja de veinte céntimos por litro de gasolina a los consumidores con la subvención al combustible, están haciendo su agosto, pues recaudan como nunca en plena escalada de precios del petróleo. Así lo reflejan los balances de Repsol, Cepsa, CHL y demás petroleras, que tampoco reparten tales beneficios –también caídos del cielo– con sus clientes, abaratando el producto de los surtidores. Todo les parece poco.
Incluso Inditex, la mayor empresa textil española, propiedad de Amancio Ortega, ha cerrado la temporada 2022-23 con beneficios récord de miles de millones de euros (4.130), que sirven para aumentar la retribución de sus accionistas en un 29 por ciento, y la de su fundador y máximo accionista, que se embolsará más de 2.200 millones de euros en dividendos.
Sin embargo, semanas antes, la compañía se negaba a nivelar los salarios de las trabajadoras de tiendas con las de sus compañeras de logística, fábricas y centrales, lo que suponía un incremento en incentivos de poco más de 65 euros al mes.
Tras huelgas y cierres de tiendas, la empresa finalmente aceptó -calderilla para sus ganancias– ese plus en las nóminas de sus empleados. Eso sí, repartido entre varios ejercicios, no vaya a ser que el agujero que provoque en la cuenta de resultados aboque la quiebra.
Y como estos, se podría hacer una larga lista de ejemplos sobre la sensibilidad empresarial a la hora de arrimar el hombro en períodos en los que siempre se hunden los mismos, aquellos que hacen rentables los negocios a costa de apretarse todavía más el cinturón y pasarlas canutas.
Sin embargo, los que no se hunden, sino que flotan y engordan todavía más sus ganancias, son los poderosos e inmensamente ricos, los que patronean y controlan sectores imprescindibles para la población en su conjunto y la economía nacional. La lista sería interminable y vergonzosa, si no diera asco.
Pero todavía hay ejemplos aún más hirientes. Porque afectan a las cosas del comer, con las que no se juega ni debería especularse. Tal es el caso de Mercadona, esa cadena de supermercados propiedad del valenciano Juan Roig. Es el colmo del enriquecimiento gracias al hambre o apuros a la hora de adquirir alimentos de los clientes, cosa que también practican Carrefour, Día, Hipercor y otras grandes superficies, cuyos balances han sido espectaculares.
El lenguaraz y cínico empresario valenciano, cuando tuvo a bien presentar los beneficios del último año, reconoció textualmente: “hemos subido una burrada los precios, pero (había) que hacer sostenible la cadena de montaje”. Asegura el ínclito patrón, a modo de excusa, que los precios en sus supermercados se han incrementado solo en un 10 por ciento, mientras las compras a proveedores lo hicieron un 12 por ciento.
De esta manera, pretende dar a entender que ha hecho un sacrificio en favor de los clientes. Y lo dice como si hubiera perdido dinero. Pero no es así. Sus ganancias (beneficio neto) han sido de más de 700 millones de euros, un 5,6 por ciento mayores que las del ejercicio anterior (680), batiendo un récord de ventas de alrededor los 31.000 millones de euros, un 11,6 por ciento más. Y por si fuera poco, se atreve alardear de aportar a las arcas del Estado, vía impuestos, una cantidad ingente de dinero que exige que sea bien utilizado por los políticos.
Al parecer, para muchos de estos pudientes, contribuir al bien común y redistribuir la riqueza nacional es sinónimo de despilfarrar un dinero que ellos ganan con esfuerzo y sudor. Como si fueran los únicos que se esfuerzan y sudan, obviando que cualquier asalariado soporta, proporcionalmente, mayor presión fiscal.
La insinuación del señor Roig es, simplemente, una variante, aplicada a sus cuentas, del eterno mantra de los conservadores: la eficiencia de la gestión privada frente al supuesto derroche de la pública. Es decir: Mercadona lo hace bien y el Estado, empero, gasta el dinero en fruslerías, como carreteras, hospitales, escuelas, policías, juzgados, pagar pensiones, subvenciones a parados, ayudas a los vulnerables, becas a los estudiantes, comprar vacunas cuando hay alguna epidemia y un largo etcétera. ¡Qué manera de tirar el dinero!, pensarán Roig y sus conmilitones, pudiendo cada cual costear sus propias necesidades.
O cuando las arcas públicas dejan de recaudar para disminuir unos precios que, en los alimentos, están encareciéndose de manera vertiginosa. Por ello, el Gobierno modificó a la baja, desde enero, el Impuesto del Valor Añadido (IVA) a ciertos productos alimenticios. A los de primera necesidad, como el pan, harina, leche, queso, huevos, frutas, legumbres, cereales, etc., de hecho les aplicó una rebaja hasta el 0%.
De poco ha servido, pues según la organización de consumidores Facua, “uno de cada tres productos afectados por esta rebaja del IVA ha subido de precio”. Subidas que se han producido a lo largo de toda la cadena alimentaria (aquella que quería hacer sostenible el dueño de Mercadona), incidiendo mayormente en los canales de distribución.
Es lo que explica esas extraordinarias ganancias –como caídas del cielo–, que benefician a las grandes superficies de alimentación. ¿Es eso legal? Si lo fuese, ni es ético ni estético. Por el contrario, nos parece absolutamente inmoral e indecente porque afectan a una necesidad básica del ser humano: la alimentación.
Un sector en el que se está produciendo una estrategia especulativa por adelantarse y compensar un probable tope a los precios de determinados productos básicos que impida tales márgenes de beneficios. Con estas subidas no justificadas ya se ha “amortizado” la rebaja de impuestos (IVA) implementada por el Gobierno, favoreciendo la temible inflación que encarece precisamente lo que más duele a los ciudadanos: la cesta de la compra (un 16,6 por ciento en febrero).
Una inflación alimentada por los beneficios empresariales y no por los sueldos, según datos del Banco Central Europeo, puesto que crecen el doble que los costes laborales. Sin ningún pudor, las empresas están trasladando a los precios el grueso de sus aumentos de costes. Así consiguen unas ganancias extraordinarias sin hacer frente a subidas salariales. De ahí, también, que se nieguen en redondo acordar un pacto de rentas que permita un reparto adecuado de la carga que soportan unos más que otros. Prefieren el máximo beneficio para el capital y las penurias para el trabajo.
Y todo ello en un contexto de crisis múltiples -energética, económica, financiera (otra vez los bancos), más las incertidumbres derivadas de la guerra de Ucrania–, que devastan cualquier economía doméstica. Ante tal situación, ¿es admisible, como si fuera inevitable, que el sector alimenticio y la cadena de distribución obtengan esos enormes beneficios a costa de las estrecheces y dificultades de una gran parte de la población?
¿Es suficiente que el mercado, sobre todo el alimentario, se regule únicamente por la Ley de la Oferta y la Demanda, como exige el capitalismo más desalmado? ¿O debería ser intervenido puntualmente, en circunstancias como las actuales, para evitar abusos y avaricias (topar precios, cheques para la compra o tasas a las ganancias extraordinarias)?
¿No era función de la política fiscal y económica la redistribución de la riqueza nacional, haciendo que aporten más los que más ganan? ¿No se define constitucionalmente España, aparte de "democrático" y "de Derecho", como un Estado "social"? ¿Tiene alguien alguna respuesta, además del señor Roig? Pues eso.
Algo así es lo que sucede actualmente en diversos sectores de la economía española. Los muy ricos están sacando tajada del cúmulo de crisis que nos golpea sin cesar. No hay más que ver el panorama. Los bancos (CaixaBank, Santander, BBVA, entre otros) obtienen pingües ganancias en la actual coyuntura, con las que reparten suculentos dividendos entre los inversionistas, mientras niegan facilidades a los atrapados en deudas e hipotecas cuyo interés no para de comerse la nómina de cualquier trabajador.
Las compañías petroleras, pobrecitas ellas, tan quejicas cuando el Gobierno les obligó a adelantar la rebaja de veinte céntimos por litro de gasolina a los consumidores con la subvención al combustible, están haciendo su agosto, pues recaudan como nunca en plena escalada de precios del petróleo. Así lo reflejan los balances de Repsol, Cepsa, CHL y demás petroleras, que tampoco reparten tales beneficios –también caídos del cielo– con sus clientes, abaratando el producto de los surtidores. Todo les parece poco.
Incluso Inditex, la mayor empresa textil española, propiedad de Amancio Ortega, ha cerrado la temporada 2022-23 con beneficios récord de miles de millones de euros (4.130), que sirven para aumentar la retribución de sus accionistas en un 29 por ciento, y la de su fundador y máximo accionista, que se embolsará más de 2.200 millones de euros en dividendos.
Sin embargo, semanas antes, la compañía se negaba a nivelar los salarios de las trabajadoras de tiendas con las de sus compañeras de logística, fábricas y centrales, lo que suponía un incremento en incentivos de poco más de 65 euros al mes.
Tras huelgas y cierres de tiendas, la empresa finalmente aceptó -calderilla para sus ganancias– ese plus en las nóminas de sus empleados. Eso sí, repartido entre varios ejercicios, no vaya a ser que el agujero que provoque en la cuenta de resultados aboque la quiebra.
Y como estos, se podría hacer una larga lista de ejemplos sobre la sensibilidad empresarial a la hora de arrimar el hombro en períodos en los que siempre se hunden los mismos, aquellos que hacen rentables los negocios a costa de apretarse todavía más el cinturón y pasarlas canutas.
Sin embargo, los que no se hunden, sino que flotan y engordan todavía más sus ganancias, son los poderosos e inmensamente ricos, los que patronean y controlan sectores imprescindibles para la población en su conjunto y la economía nacional. La lista sería interminable y vergonzosa, si no diera asco.
Pero todavía hay ejemplos aún más hirientes. Porque afectan a las cosas del comer, con las que no se juega ni debería especularse. Tal es el caso de Mercadona, esa cadena de supermercados propiedad del valenciano Juan Roig. Es el colmo del enriquecimiento gracias al hambre o apuros a la hora de adquirir alimentos de los clientes, cosa que también practican Carrefour, Día, Hipercor y otras grandes superficies, cuyos balances han sido espectaculares.
El lenguaraz y cínico empresario valenciano, cuando tuvo a bien presentar los beneficios del último año, reconoció textualmente: “hemos subido una burrada los precios, pero (había) que hacer sostenible la cadena de montaje”. Asegura el ínclito patrón, a modo de excusa, que los precios en sus supermercados se han incrementado solo en un 10 por ciento, mientras las compras a proveedores lo hicieron un 12 por ciento.
De esta manera, pretende dar a entender que ha hecho un sacrificio en favor de los clientes. Y lo dice como si hubiera perdido dinero. Pero no es así. Sus ganancias (beneficio neto) han sido de más de 700 millones de euros, un 5,6 por ciento mayores que las del ejercicio anterior (680), batiendo un récord de ventas de alrededor los 31.000 millones de euros, un 11,6 por ciento más. Y por si fuera poco, se atreve alardear de aportar a las arcas del Estado, vía impuestos, una cantidad ingente de dinero que exige que sea bien utilizado por los políticos.
Al parecer, para muchos de estos pudientes, contribuir al bien común y redistribuir la riqueza nacional es sinónimo de despilfarrar un dinero que ellos ganan con esfuerzo y sudor. Como si fueran los únicos que se esfuerzan y sudan, obviando que cualquier asalariado soporta, proporcionalmente, mayor presión fiscal.
La insinuación del señor Roig es, simplemente, una variante, aplicada a sus cuentas, del eterno mantra de los conservadores: la eficiencia de la gestión privada frente al supuesto derroche de la pública. Es decir: Mercadona lo hace bien y el Estado, empero, gasta el dinero en fruslerías, como carreteras, hospitales, escuelas, policías, juzgados, pagar pensiones, subvenciones a parados, ayudas a los vulnerables, becas a los estudiantes, comprar vacunas cuando hay alguna epidemia y un largo etcétera. ¡Qué manera de tirar el dinero!, pensarán Roig y sus conmilitones, pudiendo cada cual costear sus propias necesidades.
O cuando las arcas públicas dejan de recaudar para disminuir unos precios que, en los alimentos, están encareciéndose de manera vertiginosa. Por ello, el Gobierno modificó a la baja, desde enero, el Impuesto del Valor Añadido (IVA) a ciertos productos alimenticios. A los de primera necesidad, como el pan, harina, leche, queso, huevos, frutas, legumbres, cereales, etc., de hecho les aplicó una rebaja hasta el 0%.
De poco ha servido, pues según la organización de consumidores Facua, “uno de cada tres productos afectados por esta rebaja del IVA ha subido de precio”. Subidas que se han producido a lo largo de toda la cadena alimentaria (aquella que quería hacer sostenible el dueño de Mercadona), incidiendo mayormente en los canales de distribución.
Es lo que explica esas extraordinarias ganancias –como caídas del cielo–, que benefician a las grandes superficies de alimentación. ¿Es eso legal? Si lo fuese, ni es ético ni estético. Por el contrario, nos parece absolutamente inmoral e indecente porque afectan a una necesidad básica del ser humano: la alimentación.
Un sector en el que se está produciendo una estrategia especulativa por adelantarse y compensar un probable tope a los precios de determinados productos básicos que impida tales márgenes de beneficios. Con estas subidas no justificadas ya se ha “amortizado” la rebaja de impuestos (IVA) implementada por el Gobierno, favoreciendo la temible inflación que encarece precisamente lo que más duele a los ciudadanos: la cesta de la compra (un 16,6 por ciento en febrero).
Una inflación alimentada por los beneficios empresariales y no por los sueldos, según datos del Banco Central Europeo, puesto que crecen el doble que los costes laborales. Sin ningún pudor, las empresas están trasladando a los precios el grueso de sus aumentos de costes. Así consiguen unas ganancias extraordinarias sin hacer frente a subidas salariales. De ahí, también, que se nieguen en redondo acordar un pacto de rentas que permita un reparto adecuado de la carga que soportan unos más que otros. Prefieren el máximo beneficio para el capital y las penurias para el trabajo.
Y todo ello en un contexto de crisis múltiples -energética, económica, financiera (otra vez los bancos), más las incertidumbres derivadas de la guerra de Ucrania–, que devastan cualquier economía doméstica. Ante tal situación, ¿es admisible, como si fuera inevitable, que el sector alimenticio y la cadena de distribución obtengan esos enormes beneficios a costa de las estrecheces y dificultades de una gran parte de la población?
¿Es suficiente que el mercado, sobre todo el alimentario, se regule únicamente por la Ley de la Oferta y la Demanda, como exige el capitalismo más desalmado? ¿O debería ser intervenido puntualmente, en circunstancias como las actuales, para evitar abusos y avaricias (topar precios, cheques para la compra o tasas a las ganancias extraordinarias)?
¿No era función de la política fiscal y económica la redistribución de la riqueza nacional, haciendo que aporten más los que más ganan? ¿No se define constitucionalmente España, aparte de "democrático" y "de Derecho", como un Estado "social"? ¿Tiene alguien alguna respuesta, además del señor Roig? Pues eso.
DANIEL GUERRERO