Ella le dijo que se llamaba Clara. Él lo tenía claro. Se podía llamar de cualquier manera. Y poco importaba. La fiesta iba para largo. Ella tenía una mirada alegre y comprometedora y unos ojos claros, posiblemente verdes, que todo lo volvían oscuro o todo enturbiaban o todo lo resplandecían. Ya no sabe. Los labios eran gruesos, insinuantes o atrevidos. Tampoco sabe. La realidad es tan terca que describirla con precisión es misión imposible e inútil. Pero ciertamente que son labios que no se olvidan.
Había bebido suficiente o demasiado. Por eso sus frases eran breves y contundentes, pues anunciaban mucho más de cuanto pretendieran expresar. Le dijo que le leía sus artículos y sus relatos. Muy nostálgicos, dijo. Aunque con toda probabilidad la nostalgia esté en mí, le dijo también. Una frase hecha, pensó él. Te enviaré un comentario. Pero hasta hoy. Es lógico. Qué se puede escribir en un comentario a un hombre que no conoce sino por algunos de sus escritos.
Aquella noche soñó con ella. O tal vez no soñó, porque no logró alcanzar el sueño. Llenó medio vaso de whisky y pensó sin aliento si estaba preparado para olvidar sus ojos. La respuesta era evidente. Nadie tiene cojones para olvidar unos ojos como esos. Así que bebió y se sirvió otro medio vaso.
No corría viento y el aire estancado hacía que la noche no fuera el espacio idóneo para recrear hechos apenas perceptibles para una memoria castigada por los años. Encendió el ordenador para comprobar si ella le había escrito, y obviamente ella no lo había hecho. De manera que el desengaño tiró anclas en un océano de nadie.
Durante muchos días pensó si una mujer puede aparecer y desaparecer de su vida como si la tierra se la hubiera tragado de repente. Y advirtió acertadamente que su existencia estaba plagada de experiencias semejantes. Como es obvio, volvió a encender el ordenador un día tras otro, pero ella nunca escribió. Y supo sin remordimientos que los sueños los alimentamos por el simple placer de no perecer a la apatía que nos mata día a día.
En cualquier caso le ayudó, una vez más, a entender que ninguna mirada se parece a otra, y que el mundo está habitado también de miradas vacías. Tal vez este pensamiento le preparó para olvidar el incidente de una noche de feria y alcohol que nunca buscó y que, por esa misma razón, debía archivar en la carpeta de los casos insignificantes.
Pero el tiempo enseña que algunos ojos alumbran en la oscuridad y que la noche se hace eterna y uno no sucumbe a su magia. Ella volvió a entremeterse en sus sueños sin nombre y posiblemente sin identidad, varió la fecha y el escenario del encuentro. Que poco importaban ya.
Y solo conservó esa sensación que llena el alma por unos instantes y que le ayudaba a sobrevivir a los reveses de un tiempo hostil y desapacible. Sabía que cualquier día ella le escribiría unas palabras breves y sencillas sin otra pretensión que certificar su existencia y que ese simple hecho le ayudaría a entender que un encuentro casual sin prórroga posible se vuelve más sólido que una relación amañada a las espaldas del deseo.
Pensó más de una vez en la nostalgia y en sus consecuencias, y pensó también si ese barniz del tiempo no era excusa suficiente para sobrevivir a la auténtica nostalgia de la que nunca podemos escapar, y si escribir sobre esta materia no era sino un ejercicio vulgar para desprenderse de sus múltiples consecuencias. Todo es posible, se dijo.
Un día, sentado a la barra de cualquier bar, pidió un coñac. Extraño en él. Después observó que una mujer le miraba. Tenía una belleza corriente, de tinto barato, y una piel lechosa de tetrabrik caducado. Puso los ojos en su mirada, y vio que no era ella. Pagó el coñac que no bebió y al salir a la calle supo que, por alguna oscura razón que no entendía, un día nunca se parece a otro. Desgraciadamente para él, lo tenía claro.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 20 de mayo de 2012.
Había bebido suficiente o demasiado. Por eso sus frases eran breves y contundentes, pues anunciaban mucho más de cuanto pretendieran expresar. Le dijo que le leía sus artículos y sus relatos. Muy nostálgicos, dijo. Aunque con toda probabilidad la nostalgia esté en mí, le dijo también. Una frase hecha, pensó él. Te enviaré un comentario. Pero hasta hoy. Es lógico. Qué se puede escribir en un comentario a un hombre que no conoce sino por algunos de sus escritos.
Aquella noche soñó con ella. O tal vez no soñó, porque no logró alcanzar el sueño. Llenó medio vaso de whisky y pensó sin aliento si estaba preparado para olvidar sus ojos. La respuesta era evidente. Nadie tiene cojones para olvidar unos ojos como esos. Así que bebió y se sirvió otro medio vaso.
No corría viento y el aire estancado hacía que la noche no fuera el espacio idóneo para recrear hechos apenas perceptibles para una memoria castigada por los años. Encendió el ordenador para comprobar si ella le había escrito, y obviamente ella no lo había hecho. De manera que el desengaño tiró anclas en un océano de nadie.
Durante muchos días pensó si una mujer puede aparecer y desaparecer de su vida como si la tierra se la hubiera tragado de repente. Y advirtió acertadamente que su existencia estaba plagada de experiencias semejantes. Como es obvio, volvió a encender el ordenador un día tras otro, pero ella nunca escribió. Y supo sin remordimientos que los sueños los alimentamos por el simple placer de no perecer a la apatía que nos mata día a día.
En cualquier caso le ayudó, una vez más, a entender que ninguna mirada se parece a otra, y que el mundo está habitado también de miradas vacías. Tal vez este pensamiento le preparó para olvidar el incidente de una noche de feria y alcohol que nunca buscó y que, por esa misma razón, debía archivar en la carpeta de los casos insignificantes.
Pero el tiempo enseña que algunos ojos alumbran en la oscuridad y que la noche se hace eterna y uno no sucumbe a su magia. Ella volvió a entremeterse en sus sueños sin nombre y posiblemente sin identidad, varió la fecha y el escenario del encuentro. Que poco importaban ya.
Y solo conservó esa sensación que llena el alma por unos instantes y que le ayudaba a sobrevivir a los reveses de un tiempo hostil y desapacible. Sabía que cualquier día ella le escribiría unas palabras breves y sencillas sin otra pretensión que certificar su existencia y que ese simple hecho le ayudaría a entender que un encuentro casual sin prórroga posible se vuelve más sólido que una relación amañada a las espaldas del deseo.
Pensó más de una vez en la nostalgia y en sus consecuencias, y pensó también si ese barniz del tiempo no era excusa suficiente para sobrevivir a la auténtica nostalgia de la que nunca podemos escapar, y si escribir sobre esta materia no era sino un ejercicio vulgar para desprenderse de sus múltiples consecuencias. Todo es posible, se dijo.
Un día, sentado a la barra de cualquier bar, pidió un coñac. Extraño en él. Después observó que una mujer le miraba. Tenía una belleza corriente, de tinto barato, y una piel lechosa de tetrabrik caducado. Puso los ojos en su mirada, y vio que no era ella. Pagó el coñac que no bebió y al salir a la calle supo que, por alguna oscura razón que no entendía, un día nunca se parece a otro. Desgraciadamente para él, lo tenía claro.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 20 de mayo de 2012.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO