Los sectores más inmovilistas de la derecha española, aquella que irradia toda la gama de azules reaccionarios –esto es, la que va desde el celeste del PP hasta el verdoso de Vox (el anaranjado de Ciudadanos no cuenta porque se está difuminando)–, se desgañitan y claman al cielo estos días por las reformas que ha emprendido el Gobierno para determinados delitos del Código Penal, en concreto, los de sedición y malversación.
Según quienes padecen daltonismo cian, el Gobierno no tiene legitimidad (aunque tenga la de las urnas y sea el Parlamento quien los apruebe) para acometer cambios en nuestro ordenamiento jurídico si a esa derecha no le gustan o no le interesan.
Está convencida de que solo ella conoce lo que conviene al país y, por ende, es la única capacitada para saber qué se puede hacer o no en democracia y cómo interpretar el verdadero espíritu de la Constitución, a pesar de que, de continuo, la incumplan olímpicamente.
Resulta curioso, además, que tal potestad se la arrogue una formación que deriva de quienes en su día estuvieron en contra de ella y se negaron o abstuvieron a votarla en el referéndum constitucional. Por eso, sería risible si no fuera repugnante, esa propensión, tan habitual de la derecha en la actualidad, a expedir certificados de constitucionalidad y de patriotismo cada vez que quiere descalificar a quienes no hacen seguidismo de su ideario ni comparten su estrategia ni sus modos.
Para la derecha nacional, todo Gobierno que no esté encabezado por ella, aunque surja de las urnas, no puede ser otra cosa más que irresponsable, desleal, prácticamente ilegal y, por supuesto, deleznable. Calificativos que se tornan aun más duros, como traidor o vendepatrias, si quien gobierna osa introducir cambios legales que persiguen racionalizar y actualizar, adaptándolas a la realidad del país, las normas que garantizan nuestros derechos y libertades y, por tanto, una convivencia basada en el respeto, la igualdad y la tolerancia. Entonces, los atronadores gritos celestes se multiplican porque, para ellos, todo avance progresista es querer romper España.
Y no se equivocan. Tales cambios afectan al modelo social que propugna la derecha (recuérdese su negativa al divorcio, al aborto, al matrimonio homosexual, a la eutanasia, a la Dependencia, su desconfianza del feminismo, etcétera); a su creencia cuasi religiosa en la economía neoliberal, tan apreciada por la fuerza del capital (recuérdense sus objeciones al incremento del salario mínimo, al Ingreso Mínimo Vital, a la reforma laboral, a ampliar y garantizar prestaciones y subsidios, a regular y contrarrestar abusos del mercado, etcétera).
No olviden el “atrincheramiento” de la derecha en las instituciones (recuérdese su férreo bloqueo a la renovación del CGPJ y del Tribunal Constitucional, entre otros, generando conflictos entre los poderes del Estado por asegurarse su influencia en ellos) y su sectario concepto de país, en el que las élites disfrutan de privilegios y prebendas que son negados al resto de la ciudadanía.
No hay duda: por supuesto que se intenta romper esa España de unos pocos, por muy poderosos, pudientes y conservadores que sean, para construir un país que sea de todos, en el que quepamos todos, de cualquier clase y condición, sin excluir a nadie.
Ante esta lucha tan titánica y agotadora, un nuevo alarido, que desgraciadamente no será el último, brota de las gargantas de esta derecha intransigente y reaccionaria a causa de las modificaciones que impulsa el Gobierno para “desjudicializar” y normalizar, en términos políticos, el “conflicto” catalán y encauzar las relaciones con Cataluña a través del diálogo, la lealtad institucional y el sometimiento a la legalidad.
El afán independentista de una parte de la población y del Ejecutivo de aquella Comunidad Autónoma es tan legítimo y defendible, en democracia, como cualquier otro. Incluso como el de la derecha. Y, puestos a comparar, unos y otros cometen acciones que violan de forma intencionada la Constitución, como celebrar un referéndum de autodeterminación u obstruir órganos y poderes del Estado. Sin embargo, para la derecha política y mediática de este país, los únicos criminales son los independentistas. ¡Curiosa vara de medir!
En su esfuerzo por reconducir la situación, el Gobierno ha decidido modificar varios artículos del Código Penal (relativos a los delitos de malversación y sedición) que fueron utilizados para condenar con penas desorbitadas a los autores de las iniciativas soberanistas que provocaron aquel conflicto.
Un conflicto que viene de antiguo, por la recurrente aspiración secesionista catalana, y que de vez en cuando enturbia las relaciones entre Cataluña y el Gobierno de la nación. Se trata, por tanto, de un problema de indudable carácter político.
Aun así, las modificaciones no se acometen para contentar a los perjudicados, sino por adecuar las penas a la debida proporcionalidad con que, en función de la gravedad, estos delitos deben ser aplicados. Y para evitar que vuelvan a ser utilizados para judicializar problemas políticos de enconada conflictividad como los protagonizados por los independentistas catalanes. Es verdad que estos promovieron movilizaciones y altercados, pero tales hechos, en cualquier democracia consolidada, solo caben ser considerados de graves desórdenes públicos y de desobediencia.
Porque acusar de sedición a quienes implementaron leyes, en función de su potestad como Gobierno de la Generalitat y refrendadas luego por el Parlamento regional, mediante las cuales se puso en marcha una convocatoria de consulta a la población catalana sobre la independencia, es pretender propinar un castigo ejemplarizante de injusta y extremada dureza.
Y porque, además, el delito de sedición, versión edulcorada del de rebelión en ausencia de violencia, era un anacronismo del Código Penal que estuvo justificado cuando se instauró en 1822, época en la que proliferaron los levantamientos militares en España, como el del general Elio (1814), el de Riego (1820) o el de Torrijos (1831), entre otros muchos. Una situación absolutamente distinta a la actual y, más aun, con lo sucedido en Cataluña en 2017.
Pero cuando se es incapaz de abordar políticamente las exigencias de aquella Comunidad histórica a través del diálogo, la comprensión y los intereses compartidos en el marco de la Constitución, se echa mano para acallarlas, que no solucionarlas, a la vía judicial, tachando de "rebelión" aquellos desórdenes, como hizo el fiscal general de entonces, siguiendo directrices del Gobierno encabezado por Mariano Rajoy.
A todas luces, tal proceder supuso un uso torticero de la justicia y una injusticia política que pone de relieve la mediocridad de los dirigentes políticos que recurrieron a ellos. Por eso se deroga el delito de sedición y se crea el de desórdenes públicos agravados, con penas más reducidas.
Y lo mismo sucede con la malversación, delito que cometen los funcionarios públicos que tienen a su cargo la custodia, administración y destino de fondos que pertenecen a la colectividad. Incluía, en su redacción de 1995, la figura de la autoridad o funcionario que, con ánimo de lucro, sustrae o consiente que un tercero con idéntico ánimo lucrativo sustraiga caudales públicos. Pues bien, ese delito se modificó expresamente, en 2015, para poder aplicárselo a Artur Mas por haber empleado dinero público en la convocatoria de un referéndum consultivo.
Se trata, una vez más, de otro ejemplo notorio de la incapacidad para afrontar complejas situaciones políticas por parte de dirigentes de un partido que, precisamente, por aquellos tiempos, estaba siendo investigado por múltiples casos de corrupción que se castigan como malversación. Y que incluso fue condenado por ello. Tal es el talante de quienes no toleran que se practique ninguna otra política que no sea la suya.
La modificación del delito de malversación no impide el castigo de los corruptos, que son quienes malversan patrimonio público por afán de lucro. Porque, por lo demás, se crea un nuevo delito, el que castiga el enriquecimiento ilícito con penas de multa, cárcel e inhabilitación, según los casos, y que afecta a las autoridades cuyo patrimonio se incremente, durante el ejercicio del cargo público, en más de 250.000 euros sin justificar.
Queda a la vista, pues, la indigna actitud que caracteriza a la derecha española, que niega legitimidad a cualquier otra formación para gobernar España, aun contando con el beneplácito electoral y mayoría parlamentaria. Tampoco le permite ejercer sus funciones y trasladar a los demás poderes del Estado, como establece la Constitución, las mayorías resultantes de la voluntad popular.
Aparte de su gravedad, esta actitud es intolerable porque, si para lograr sus propósitos tiene que manipular, a través de sus correligionarios en la judicatura y los medios de comunicación, las normas y leyes que regulan el funcionamiento ordinario de las instituciones, se presta a ello sin complejos ni reservas, a pesar del daño que causa a la credibilidad y a la confianza en el sistema democrático que nos dimos los españoles en 1978. Eso sí es romper literalmente España.
Esta miopía torpe de la derecha es de tal magnitud que es capaz de precipitar a un abismo al país con tal de poder maniobrar en su propio beneficio e impedir que gobiernen los elegidos por los ciudadanos. Es una miopía letal.
Induce el mismo fanatismo de los que se creen portadores de una verdad absoluta. Y da miedo. Porque, si hoy, disfrutando de un régimen democrático, la derecha se comporta de este modo, ¿qué haría en momentos más indómitos que los del presente? La respuesta ha de buscarse en nuestra propia historia.
Según quienes padecen daltonismo cian, el Gobierno no tiene legitimidad (aunque tenga la de las urnas y sea el Parlamento quien los apruebe) para acometer cambios en nuestro ordenamiento jurídico si a esa derecha no le gustan o no le interesan.
Está convencida de que solo ella conoce lo que conviene al país y, por ende, es la única capacitada para saber qué se puede hacer o no en democracia y cómo interpretar el verdadero espíritu de la Constitución, a pesar de que, de continuo, la incumplan olímpicamente.
Resulta curioso, además, que tal potestad se la arrogue una formación que deriva de quienes en su día estuvieron en contra de ella y se negaron o abstuvieron a votarla en el referéndum constitucional. Por eso, sería risible si no fuera repugnante, esa propensión, tan habitual de la derecha en la actualidad, a expedir certificados de constitucionalidad y de patriotismo cada vez que quiere descalificar a quienes no hacen seguidismo de su ideario ni comparten su estrategia ni sus modos.
Para la derecha nacional, todo Gobierno que no esté encabezado por ella, aunque surja de las urnas, no puede ser otra cosa más que irresponsable, desleal, prácticamente ilegal y, por supuesto, deleznable. Calificativos que se tornan aun más duros, como traidor o vendepatrias, si quien gobierna osa introducir cambios legales que persiguen racionalizar y actualizar, adaptándolas a la realidad del país, las normas que garantizan nuestros derechos y libertades y, por tanto, una convivencia basada en el respeto, la igualdad y la tolerancia. Entonces, los atronadores gritos celestes se multiplican porque, para ellos, todo avance progresista es querer romper España.
Y no se equivocan. Tales cambios afectan al modelo social que propugna la derecha (recuérdese su negativa al divorcio, al aborto, al matrimonio homosexual, a la eutanasia, a la Dependencia, su desconfianza del feminismo, etcétera); a su creencia cuasi religiosa en la economía neoliberal, tan apreciada por la fuerza del capital (recuérdense sus objeciones al incremento del salario mínimo, al Ingreso Mínimo Vital, a la reforma laboral, a ampliar y garantizar prestaciones y subsidios, a regular y contrarrestar abusos del mercado, etcétera).
No olviden el “atrincheramiento” de la derecha en las instituciones (recuérdese su férreo bloqueo a la renovación del CGPJ y del Tribunal Constitucional, entre otros, generando conflictos entre los poderes del Estado por asegurarse su influencia en ellos) y su sectario concepto de país, en el que las élites disfrutan de privilegios y prebendas que son negados al resto de la ciudadanía.
No hay duda: por supuesto que se intenta romper esa España de unos pocos, por muy poderosos, pudientes y conservadores que sean, para construir un país que sea de todos, en el que quepamos todos, de cualquier clase y condición, sin excluir a nadie.
Ante esta lucha tan titánica y agotadora, un nuevo alarido, que desgraciadamente no será el último, brota de las gargantas de esta derecha intransigente y reaccionaria a causa de las modificaciones que impulsa el Gobierno para “desjudicializar” y normalizar, en términos políticos, el “conflicto” catalán y encauzar las relaciones con Cataluña a través del diálogo, la lealtad institucional y el sometimiento a la legalidad.
El afán independentista de una parte de la población y del Ejecutivo de aquella Comunidad Autónoma es tan legítimo y defendible, en democracia, como cualquier otro. Incluso como el de la derecha. Y, puestos a comparar, unos y otros cometen acciones que violan de forma intencionada la Constitución, como celebrar un referéndum de autodeterminación u obstruir órganos y poderes del Estado. Sin embargo, para la derecha política y mediática de este país, los únicos criminales son los independentistas. ¡Curiosa vara de medir!
En su esfuerzo por reconducir la situación, el Gobierno ha decidido modificar varios artículos del Código Penal (relativos a los delitos de malversación y sedición) que fueron utilizados para condenar con penas desorbitadas a los autores de las iniciativas soberanistas que provocaron aquel conflicto.
Un conflicto que viene de antiguo, por la recurrente aspiración secesionista catalana, y que de vez en cuando enturbia las relaciones entre Cataluña y el Gobierno de la nación. Se trata, por tanto, de un problema de indudable carácter político.
Aun así, las modificaciones no se acometen para contentar a los perjudicados, sino por adecuar las penas a la debida proporcionalidad con que, en función de la gravedad, estos delitos deben ser aplicados. Y para evitar que vuelvan a ser utilizados para judicializar problemas políticos de enconada conflictividad como los protagonizados por los independentistas catalanes. Es verdad que estos promovieron movilizaciones y altercados, pero tales hechos, en cualquier democracia consolidada, solo caben ser considerados de graves desórdenes públicos y de desobediencia.
Porque acusar de sedición a quienes implementaron leyes, en función de su potestad como Gobierno de la Generalitat y refrendadas luego por el Parlamento regional, mediante las cuales se puso en marcha una convocatoria de consulta a la población catalana sobre la independencia, es pretender propinar un castigo ejemplarizante de injusta y extremada dureza.
Y porque, además, el delito de sedición, versión edulcorada del de rebelión en ausencia de violencia, era un anacronismo del Código Penal que estuvo justificado cuando se instauró en 1822, época en la que proliferaron los levantamientos militares en España, como el del general Elio (1814), el de Riego (1820) o el de Torrijos (1831), entre otros muchos. Una situación absolutamente distinta a la actual y, más aun, con lo sucedido en Cataluña en 2017.
Pero cuando se es incapaz de abordar políticamente las exigencias de aquella Comunidad histórica a través del diálogo, la comprensión y los intereses compartidos en el marco de la Constitución, se echa mano para acallarlas, que no solucionarlas, a la vía judicial, tachando de "rebelión" aquellos desórdenes, como hizo el fiscal general de entonces, siguiendo directrices del Gobierno encabezado por Mariano Rajoy.
A todas luces, tal proceder supuso un uso torticero de la justicia y una injusticia política que pone de relieve la mediocridad de los dirigentes políticos que recurrieron a ellos. Por eso se deroga el delito de sedición y se crea el de desórdenes públicos agravados, con penas más reducidas.
Y lo mismo sucede con la malversación, delito que cometen los funcionarios públicos que tienen a su cargo la custodia, administración y destino de fondos que pertenecen a la colectividad. Incluía, en su redacción de 1995, la figura de la autoridad o funcionario que, con ánimo de lucro, sustrae o consiente que un tercero con idéntico ánimo lucrativo sustraiga caudales públicos. Pues bien, ese delito se modificó expresamente, en 2015, para poder aplicárselo a Artur Mas por haber empleado dinero público en la convocatoria de un referéndum consultivo.
Se trata, una vez más, de otro ejemplo notorio de la incapacidad para afrontar complejas situaciones políticas por parte de dirigentes de un partido que, precisamente, por aquellos tiempos, estaba siendo investigado por múltiples casos de corrupción que se castigan como malversación. Y que incluso fue condenado por ello. Tal es el talante de quienes no toleran que se practique ninguna otra política que no sea la suya.
La modificación del delito de malversación no impide el castigo de los corruptos, que son quienes malversan patrimonio público por afán de lucro. Porque, por lo demás, se crea un nuevo delito, el que castiga el enriquecimiento ilícito con penas de multa, cárcel e inhabilitación, según los casos, y que afecta a las autoridades cuyo patrimonio se incremente, durante el ejercicio del cargo público, en más de 250.000 euros sin justificar.
Queda a la vista, pues, la indigna actitud que caracteriza a la derecha española, que niega legitimidad a cualquier otra formación para gobernar España, aun contando con el beneplácito electoral y mayoría parlamentaria. Tampoco le permite ejercer sus funciones y trasladar a los demás poderes del Estado, como establece la Constitución, las mayorías resultantes de la voluntad popular.
Aparte de su gravedad, esta actitud es intolerable porque, si para lograr sus propósitos tiene que manipular, a través de sus correligionarios en la judicatura y los medios de comunicación, las normas y leyes que regulan el funcionamiento ordinario de las instituciones, se presta a ello sin complejos ni reservas, a pesar del daño que causa a la credibilidad y a la confianza en el sistema democrático que nos dimos los españoles en 1978. Eso sí es romper literalmente España.
Esta miopía torpe de la derecha es de tal magnitud que es capaz de precipitar a un abismo al país con tal de poder maniobrar en su propio beneficio e impedir que gobiernen los elegidos por los ciudadanos. Es una miopía letal.
Induce el mismo fanatismo de los que se creen portadores de una verdad absoluta. Y da miedo. Porque, si hoy, disfrutando de un régimen democrático, la derecha se comporta de este modo, ¿qué haría en momentos más indómitos que los del presente? La respuesta ha de buscarse en nuestra propia historia.
DANIEL GUERRERO