¿Por qué sigo queriendo salvar a los demás cuando no tengo oxígeno para mí misma? Estos días vienen a mi cabeza las instrucciones de las azafatas de vuelo en caso de descomprensión del avión: "Primero, ponerse uno la mascarilla y, luego, ponérsela a los otros".
¿Sigo creyéndome fuerte sin fisuras, como me han hecho creer las personas que no ven que detrás de una aparente fortaleza hay fragilidad humana? En este momento de mi vida estoy intentando llevarme bien con mis pensamientos y educar mi cabeza, que va cuesta abajo y sin frenos.
Cuando priorizo al otro es como si un ciego guiase a otro ciego sin bastón ni perro. Primero, tengo que ver yo con lucidez, salir de la habitación oscura de las obligaciones impuestas y respirar aire limpio, otear el horizonte y ver más allá de la lucha interna.
Entonces, quizá, pueda acompañar a otros en su camino, en su proceso vital, pero sin tirar de un carro que no es el mío y que, aunque lo coja sobre mis hombros, ha de ser el otro ser humano el que encuentre su sendero, que no tiene por qué ser el mío.
Mi ecuación no está resuelta y quiere resolver otras muchas más complejas por ser desconocidas. Admiro a los buenos psicólogos: ayudar sin hundirse, sin cargar con los pensamientos de los pacientes todo el día; estar al lado y no de espaldas arrastrando.
Yo no soy psicóloga, ni nunca he querido serlo. De hecho, mi fortaleza radica en pedir ayuda cuando veo que todo se me hace "cuesta arriba" y, por eso, me acompaño de un profesional que me hace ver mis avances cuando yo no los veo, que tiene conmigo la compasión que a mí me falta cuando creo que he caído de nuevo en el mismo hoyo.
Aún no me he puesto la mascarilla, aún no respiro con libertad, aún no puedo cargar sobre mis hombros los problemas ajenos. Aún me queda entenderme y quererme tal y como soy. Mi equilibrio es inestable: no puedo ahora echar más peso en mi cabeza.
¿Sigo creyéndome fuerte sin fisuras, como me han hecho creer las personas que no ven que detrás de una aparente fortaleza hay fragilidad humana? En este momento de mi vida estoy intentando llevarme bien con mis pensamientos y educar mi cabeza, que va cuesta abajo y sin frenos.
Cuando priorizo al otro es como si un ciego guiase a otro ciego sin bastón ni perro. Primero, tengo que ver yo con lucidez, salir de la habitación oscura de las obligaciones impuestas y respirar aire limpio, otear el horizonte y ver más allá de la lucha interna.
Entonces, quizá, pueda acompañar a otros en su camino, en su proceso vital, pero sin tirar de un carro que no es el mío y que, aunque lo coja sobre mis hombros, ha de ser el otro ser humano el que encuentre su sendero, que no tiene por qué ser el mío.
Mi ecuación no está resuelta y quiere resolver otras muchas más complejas por ser desconocidas. Admiro a los buenos psicólogos: ayudar sin hundirse, sin cargar con los pensamientos de los pacientes todo el día; estar al lado y no de espaldas arrastrando.
Yo no soy psicóloga, ni nunca he querido serlo. De hecho, mi fortaleza radica en pedir ayuda cuando veo que todo se me hace "cuesta arriba" y, por eso, me acompaño de un profesional que me hace ver mis avances cuando yo no los veo, que tiene conmigo la compasión que a mí me falta cuando creo que he caído de nuevo en el mismo hoyo.
Aún no me he puesto la mascarilla, aún no respiro con libertad, aún no puedo cargar sobre mis hombros los problemas ajenos. Aún me queda entenderme y quererme tal y como soy. Mi equilibrio es inestable: no puedo ahora echar más peso en mi cabeza.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ