Uno de los consejos que nos da el doctor Mario Alonso Puig para centrar la atención es leer un libro, algo que parece fácil pero que, en la actualidad, se ha vuelto casi imposible. Mi atención gira bastante en torno a esos teléfonos llamados "inteligentes", a esas pantallas en las que la mayoría de las veces solo vemos tonterías.
Paso de una red social a otra como si estuviera atrapada en un laberinto y, al final de la semana, el móvil me dice que lo he usado de media tres horas al día. Menos mal que lo utilizo mucho para escuchar música, ese aire sin el que no puedo vivir. Pero el resto del tiempo, ¿qué hago torciéndome el cuello mirando estupideces que solo me producen hastío mientras me pierdo la vida real?
Ayer iba por la calle mirando a la gente y un niño de unos dos años miraba con asombro una paloma mientras se posaba en el suelo y emprendía ese caminar tan característico que tienen, con un movimiento de cabeza que parece que tienen un resorte que las lleva hacia delante y hacia atrás. ¡Qué maravilla ver los ojos de ese pequeño contemplando algo que para los adultos ya es invisible, como son los animales con los que convivimos! Y que aquella paloma terminara alzando el vuelo fue como un truco de magia para él.
Tengo pocos momentos como este porque la mayoría de las veces ando por la calle ensimismada en listas interminables de cosas que hacer que no aportan nada a mi espíritu. Fui una devoradora de libros: me fascinaban aquellos que me enganchaban toda la noche porque me era imposible salir del mundo creado por el escritor o la escritora. Y aquí uso el lenguaje inclusivo porque he leído a muchísimas mujeres.
También recuerdo con cariño aquellas historias que, una vez terminadas, necesitaba empezar a vivirlas de nuevo porque quería quedarme en ellas para siempre. Este verano he vuelto a sumergirme entre las páginas de varios libros. Se nota que mi tierna juventud ya pasó porque ahora me cuesta mucho recordar los títulos y, sobre todo, el nombre de los protagonistas.
Pero aún recuerdo ese aroma a rancio y cerrado de esa Barcelona de la posguerra que recrea Carmen Laforet en Nada o esa desesperación del protagonista de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja. Una desesperación en la que yo a veces caigo ante una realidad social que, desgraciadamente, no ha cambiado mucho en esta España nuestra.
Descubrí que yo también he querido ser alguna vez El guardián entre el centeno del que habla J.D. Salinger y entendí por qué El señor de las moscas de William Golding es un libro de obligada lectura en cualquier país democrático si no queremos volver atrás y encontrarnos con los totalitarismos de nuevo.
Y ahora estoy entrando en la cabeza de Rosa Montero, con su libro El peligro de estar cuerda, camino interesante que me está ayudando a entenderme más y a saber por qué para mí es tan importante escribir, vomitar en un papel todo aquello que bulle en mi cerebro. Me siento tan identificada con ella...
Paso de una red social a otra como si estuviera atrapada en un laberinto y, al final de la semana, el móvil me dice que lo he usado de media tres horas al día. Menos mal que lo utilizo mucho para escuchar música, ese aire sin el que no puedo vivir. Pero el resto del tiempo, ¿qué hago torciéndome el cuello mirando estupideces que solo me producen hastío mientras me pierdo la vida real?
Ayer iba por la calle mirando a la gente y un niño de unos dos años miraba con asombro una paloma mientras se posaba en el suelo y emprendía ese caminar tan característico que tienen, con un movimiento de cabeza que parece que tienen un resorte que las lleva hacia delante y hacia atrás. ¡Qué maravilla ver los ojos de ese pequeño contemplando algo que para los adultos ya es invisible, como son los animales con los que convivimos! Y que aquella paloma terminara alzando el vuelo fue como un truco de magia para él.
Tengo pocos momentos como este porque la mayoría de las veces ando por la calle ensimismada en listas interminables de cosas que hacer que no aportan nada a mi espíritu. Fui una devoradora de libros: me fascinaban aquellos que me enganchaban toda la noche porque me era imposible salir del mundo creado por el escritor o la escritora. Y aquí uso el lenguaje inclusivo porque he leído a muchísimas mujeres.
También recuerdo con cariño aquellas historias que, una vez terminadas, necesitaba empezar a vivirlas de nuevo porque quería quedarme en ellas para siempre. Este verano he vuelto a sumergirme entre las páginas de varios libros. Se nota que mi tierna juventud ya pasó porque ahora me cuesta mucho recordar los títulos y, sobre todo, el nombre de los protagonistas.
Pero aún recuerdo ese aroma a rancio y cerrado de esa Barcelona de la posguerra que recrea Carmen Laforet en Nada o esa desesperación del protagonista de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja. Una desesperación en la que yo a veces caigo ante una realidad social que, desgraciadamente, no ha cambiado mucho en esta España nuestra.
Descubrí que yo también he querido ser alguna vez El guardián entre el centeno del que habla J.D. Salinger y entendí por qué El señor de las moscas de William Golding es un libro de obligada lectura en cualquier país democrático si no queremos volver atrás y encontrarnos con los totalitarismos de nuevo.
Y ahora estoy entrando en la cabeza de Rosa Montero, con su libro El peligro de estar cuerda, camino interesante que me está ayudando a entenderme más y a saber por qué para mí es tan importante escribir, vomitar en un papel todo aquello que bulle en mi cerebro. Me siento tan identificada con ella...
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ