Me gustan sus ojos color uva, su forma de avellana, su mirada con la sensación de sentirse extraviada siempre. Me gustan sus manos sarmentosas, sus abrazos de enredadera, su sombra de parra estremecedora en septiembre. Me gusta cogerla por la cintura como si fuera una botella, desprenderle la etiqueta, el DNI, el ADN, cambiarle el color al trasluz como si fuera un vino nuevo.
Me gusta retrepar por su espalda buscando sospechas inventadas y después tenderla en la pasera y contarle al sol los grados de soledad que desamortizo a su lado, con solo mirarla del revés o con solo imaginar su estatura cuando no está.
Pero ahora no puedo, porque bebiendo con ella la veo tal como es, repetida en los sorbos de vino, absorbida sin esfuerzo, como quien bebe para olvidar, pero mientras más lo hago más presente está, como si fuera un sueño real del que no puedo huir. Para olvidarla bebo, pero más presentes se me hacen sus labios de vulvas silvestres, de sabores desconocidos.
Me gusta estar ebrio a su lado para inventarla a cada instante, para modelar su mirada y sus pasos, pero cuando camina pierdo sus pies entre las viñas que no hay, y la imagino perdida en las bodegas de mi niñez, saboteando las botas de roble, oliendo las maderas como quien busca el néctar aún no inventado.
Y allí la encuentro sin buscarla siempre, con la sed apagada del vino que nunca la embriaga y huyendo de la sobriedad que detesta en los demás. Es bella como un racimo todavía colgado de la cepa de la que no se quiere desprender, con la piel suave de los frutos perecederos.
Y ella lo sabe, por eso juega a quemar las maderas recientes y a vivir los minutos al por mayor, a huir de las subastas amañadas y a prolongar las vendimias que se vacían en otoño de esa felicidad fortuita que impone toda fiesta efímera.
Siempre se va sin decir adiós, pero yo sé dónde encontrarla. Sé que lucha constantemente contra las olas advenedizas del porvenir y que busca en el mar el color marchito que la juventud le ha desbaratado.
Cuando mira el mar lo ve del color del vino, como ya escribió Leonardo Sciascia, pero siempre nos espera con su calma de traición y su color de naufragio, aún en las mañanas claras de julio cuando ella se desnuda sin pudor frente al mar abierto donde solo hay pinos mediterráneos y eucaliptos centenarios y más allá también algún turista empeñado en rompernos el momento único, pero ella inventa la vida como el tiempo y la madera dotan al vino de aromas y olores y sabores, y yo en ella busco el elixir de la perpetua embriaguez que nunca me abandona.
No hay licor comparable a su cuerpo ni embriaguez más deslumbradora que sus manos dibujando mis ojos cuando el vino no me deja ver los sueños reales que ella me ofrece no como una excepción sino como una costumbre diaria a la que me someto sin restricciones.
La imagino, y entonces la veo salir del mar color del vino, sucia de ese color cárdeno de los vinos nocturnos que conocemos, y otras la veo con un fondo amarillo de oro viejo, como si el mar estuviera bañado de amontillado, y ahora ella recita, por asimilación, palabras de Edgar Allan Poe, al que lee en libro miniatura que sujeta con una mano mientras con la otra da pequeños sorbos al amontillado frío que degusta moviendo la lengua para increparme a compartir el mismo sabor de todas las noches.
Ahora el mar es azul, como si de repente la sobriedad la hubiera vestido de sensatez, una sensatez que no la embellece en absoluto, muy al contrario desdibuja el brillo de sus labios gruesos como un fin de semana o como una noche con luna llena, o sencillamente con luna, como ésta en que se me acerca insinuante como una gata en celo, borracha como una cuba, bañada de vino por todas partes, por dentro y por fuera, perfumada de vino reciente, y mientras me abraza oigo el ruido de las olas estrellarse contra la puerta del apartamento, pero no es el murmullo del mar, sino los vecinos que protestan porque les molesta el arrullo de esta mujer en celo que canta sin importarle la hora y dice palabras malsonantes a cualquiera que no conoce y se desnuda en mitad de estas paredes para asustar a estas personas de buena fe que solo quieren dormir.
Pero ella es así, sobre todo cuando está ebria como una cuba, como un mar color de vino que diría Sciascia, a quien lee antes de beber, antes de perder el conocimiento en mis brazos. Ahora su respiración es acelerada y profunda, y mientras duerme y deja dormir, yo alargo el vaso de vino y a través del vidrio empañado acierto a ver el mar de mis desvaríos y el mundo de un color ámbar que me recuerda la luz de una bodega a media tarde cuando está lejos y en calma, como esta mujer que duerme a mi lado en mitad de la noche y que nunca ha visto el mar.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 30 de mayo de 2011.
Me gusta retrepar por su espalda buscando sospechas inventadas y después tenderla en la pasera y contarle al sol los grados de soledad que desamortizo a su lado, con solo mirarla del revés o con solo imaginar su estatura cuando no está.
Pero ahora no puedo, porque bebiendo con ella la veo tal como es, repetida en los sorbos de vino, absorbida sin esfuerzo, como quien bebe para olvidar, pero mientras más lo hago más presente está, como si fuera un sueño real del que no puedo huir. Para olvidarla bebo, pero más presentes se me hacen sus labios de vulvas silvestres, de sabores desconocidos.
Me gusta estar ebrio a su lado para inventarla a cada instante, para modelar su mirada y sus pasos, pero cuando camina pierdo sus pies entre las viñas que no hay, y la imagino perdida en las bodegas de mi niñez, saboteando las botas de roble, oliendo las maderas como quien busca el néctar aún no inventado.
Y allí la encuentro sin buscarla siempre, con la sed apagada del vino que nunca la embriaga y huyendo de la sobriedad que detesta en los demás. Es bella como un racimo todavía colgado de la cepa de la que no se quiere desprender, con la piel suave de los frutos perecederos.
Y ella lo sabe, por eso juega a quemar las maderas recientes y a vivir los minutos al por mayor, a huir de las subastas amañadas y a prolongar las vendimias que se vacían en otoño de esa felicidad fortuita que impone toda fiesta efímera.
Siempre se va sin decir adiós, pero yo sé dónde encontrarla. Sé que lucha constantemente contra las olas advenedizas del porvenir y que busca en el mar el color marchito que la juventud le ha desbaratado.
Cuando mira el mar lo ve del color del vino, como ya escribió Leonardo Sciascia, pero siempre nos espera con su calma de traición y su color de naufragio, aún en las mañanas claras de julio cuando ella se desnuda sin pudor frente al mar abierto donde solo hay pinos mediterráneos y eucaliptos centenarios y más allá también algún turista empeñado en rompernos el momento único, pero ella inventa la vida como el tiempo y la madera dotan al vino de aromas y olores y sabores, y yo en ella busco el elixir de la perpetua embriaguez que nunca me abandona.
No hay licor comparable a su cuerpo ni embriaguez más deslumbradora que sus manos dibujando mis ojos cuando el vino no me deja ver los sueños reales que ella me ofrece no como una excepción sino como una costumbre diaria a la que me someto sin restricciones.
La imagino, y entonces la veo salir del mar color del vino, sucia de ese color cárdeno de los vinos nocturnos que conocemos, y otras la veo con un fondo amarillo de oro viejo, como si el mar estuviera bañado de amontillado, y ahora ella recita, por asimilación, palabras de Edgar Allan Poe, al que lee en libro miniatura que sujeta con una mano mientras con la otra da pequeños sorbos al amontillado frío que degusta moviendo la lengua para increparme a compartir el mismo sabor de todas las noches.
Ahora el mar es azul, como si de repente la sobriedad la hubiera vestido de sensatez, una sensatez que no la embellece en absoluto, muy al contrario desdibuja el brillo de sus labios gruesos como un fin de semana o como una noche con luna llena, o sencillamente con luna, como ésta en que se me acerca insinuante como una gata en celo, borracha como una cuba, bañada de vino por todas partes, por dentro y por fuera, perfumada de vino reciente, y mientras me abraza oigo el ruido de las olas estrellarse contra la puerta del apartamento, pero no es el murmullo del mar, sino los vecinos que protestan porque les molesta el arrullo de esta mujer en celo que canta sin importarle la hora y dice palabras malsonantes a cualquiera que no conoce y se desnuda en mitad de estas paredes para asustar a estas personas de buena fe que solo quieren dormir.
Pero ella es así, sobre todo cuando está ebria como una cuba, como un mar color de vino que diría Sciascia, a quien lee antes de beber, antes de perder el conocimiento en mis brazos. Ahora su respiración es acelerada y profunda, y mientras duerme y deja dormir, yo alargo el vaso de vino y a través del vidrio empañado acierto a ver el mar de mis desvaríos y el mundo de un color ámbar que me recuerda la luz de una bodega a media tarde cuando está lejos y en calma, como esta mujer que duerme a mi lado en mitad de la noche y que nunca ha visto el mar.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 30 de mayo de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO