Las vallas volverán a reventar en Melilla, en el Río Grande entre México y Estados Unidos, en los confines de Myanmar (antigua Birmania) y en todos los mares y fronteras donde la brecha de la desigualdad se evidencia a diario. La miopía social y política de los países con mayor desarrollo económico se alimenta de falsos debates sobre el aumento de presupuestos para contener las migraciones, encontrar estados que actúen de tapón de los flujos no deseados de personas o intensificar la ayuda militar o de seguridad a gobiernos de dudosa democracia.
Mientras haya miles de millones de personas sin agua potable y un váter en su casa, sin suministro eléctrico que les permita alumbrar de noche el hogar y conservar sus alimentos en frío, las fronteras seguirán saltando en sus puntos más calientes.
El problema migratorio se agrava con el calentamiento global y con el crecimiento exponencial de la desigualdad porque lo único que frena el deseo de poder abrir un grifo o tirar de la cadena en un piso patera es poder hacerlo en su tierra natal.
La ayuda al desarrollo ha caído hasta porcentajes irrisorios mientras el gasto militar se ha multiplicado: el egoísmo se ha apoderado de casi todas las políticas en el norte desarrollado como se ha visto con las vacunas durante la pandemia.
La última pretensión en la Unión Europea es permitir la entrada únicamente a las personas con la calificación profesional que interese a nuestro sistema productivo y a nuestros déficits de natalidad por la precarización generalizada a la que nos ha llevado el capitalismo depredador. Ya ocurrió algo parecido cuando en la anterior crisis se vendió nacionalidad y residencia a los oligarcas más ricos de cada país con las consecuencias por todos conocidas.
Pensar que semejante aberración va a servir de algo dice muy poco de nuestra clase dirigente, ya que lo único que va a provocar es restar capital humano y talento a los países más necesitados de un desarrollo justo de sus recursos y, por lo tanto, aumentar la pobreza en sus territorios de origen.
Mientras haya miles de millones de personas sin agua potable y un váter en su casa, sin suministro eléctrico que les permita alumbrar de noche el hogar y conservar sus alimentos en frío, las fronteras seguirán saltando en sus puntos más calientes.
El problema migratorio se agrava con el calentamiento global y con el crecimiento exponencial de la desigualdad porque lo único que frena el deseo de poder abrir un grifo o tirar de la cadena en un piso patera es poder hacerlo en su tierra natal.
La ayuda al desarrollo ha caído hasta porcentajes irrisorios mientras el gasto militar se ha multiplicado: el egoísmo se ha apoderado de casi todas las políticas en el norte desarrollado como se ha visto con las vacunas durante la pandemia.
La última pretensión en la Unión Europea es permitir la entrada únicamente a las personas con la calificación profesional que interese a nuestro sistema productivo y a nuestros déficits de natalidad por la precarización generalizada a la que nos ha llevado el capitalismo depredador. Ya ocurrió algo parecido cuando en la anterior crisis se vendió nacionalidad y residencia a los oligarcas más ricos de cada país con las consecuencias por todos conocidas.
Pensar que semejante aberración va a servir de algo dice muy poco de nuestra clase dirigente, ya que lo único que va a provocar es restar capital humano y talento a los países más necesitados de un desarrollo justo de sus recursos y, por lo tanto, aumentar la pobreza en sus territorios de origen.
ÁNGEL FERNÁNDEZ MILLÁN