He escogido al doctor Mario Alonso Puig como mi gurú particular. Y no lo hago bajo ningún sortilegio, sino desde el convencimiento de que el camino que él señala para serenar la mente es el correcto. Lo dice la ciencia y lo sabe aquella parte de mi cabeza que no se dedica a boicotearme.
Debo confesar primero que soy una adicta al estrés, al cortisol y a todas las hormonas que aquel produce. No ha sido fácil darme cuenta de ello. Corría y corría como aquellos pollos a los que mi abuelita les cortaba el pescuezo: sin ver nada.
Como ocurre con otras drogas, no eres consciente de cuándo empieza la adicción, el enganche, que cada vez pide más. No podría señalar una fecha, o quizá sí. Pero eso da igual. El tema es que se ha instalado un mantra en mi cabeza que me asfixia: "Hago, luego existo".
No hay lugar para el descanso y "no hacer nada" se presenta como una utopía imposible. Este "eterno-hacer" está lleno de listas interminables de tareas, de objetivos por conseguir. Y ninguno de ellos está dedicado al descanso de mi cuerpo.
Por eso, he empezado a meditar durante diez minutos al día. Y, créanme: es una tarea muy difícil para una mente inquieta. La teoría es fácil: llevar la atención a la respiración. Durante 21 días me he sentado a descansar en mi respiración y pocos días he logrado hacerlo.
La rapidez de mis pensamientos da vértigo. Uno te arrastra al otro y, de nuevo, tengo que sonreír y volver a mi respiración. La atención solo se educa con firmeza y benevolencia. Ella es como una niña de tres años que cambia como el viento.
Es maravilloso comprobar que no eres la única, que la mente inquieta es consustancial al ser humano. Al igual que el corazón no deja de latir, ella no para de pensar. La humanidad compartida ayuda muchísimo. Al fin de los 21 días he sido menos constante y es que la inercia de los últimos años es muy fuerte y se resiste al cambio.
Pero aquí sigo, volviendo a meditar, porque es maravilloso pararme y ser consciente de que no soy yo la que falla: son esos millones de pensamientos aprendidos los que me sabotean y no me dejan ver ese bonito bosque que es la vida. La vida de verdad, esa que tiene estaciones, sonidos, colores, olores y suavidad; esa que entra por los sentidos sin dejar de correr y te hace ver su magia. Y ahora, vuelvo a intentarlo.
Debo confesar primero que soy una adicta al estrés, al cortisol y a todas las hormonas que aquel produce. No ha sido fácil darme cuenta de ello. Corría y corría como aquellos pollos a los que mi abuelita les cortaba el pescuezo: sin ver nada.
Como ocurre con otras drogas, no eres consciente de cuándo empieza la adicción, el enganche, que cada vez pide más. No podría señalar una fecha, o quizá sí. Pero eso da igual. El tema es que se ha instalado un mantra en mi cabeza que me asfixia: "Hago, luego existo".
No hay lugar para el descanso y "no hacer nada" se presenta como una utopía imposible. Este "eterno-hacer" está lleno de listas interminables de tareas, de objetivos por conseguir. Y ninguno de ellos está dedicado al descanso de mi cuerpo.
Por eso, he empezado a meditar durante diez minutos al día. Y, créanme: es una tarea muy difícil para una mente inquieta. La teoría es fácil: llevar la atención a la respiración. Durante 21 días me he sentado a descansar en mi respiración y pocos días he logrado hacerlo.
La rapidez de mis pensamientos da vértigo. Uno te arrastra al otro y, de nuevo, tengo que sonreír y volver a mi respiración. La atención solo se educa con firmeza y benevolencia. Ella es como una niña de tres años que cambia como el viento.
Es maravilloso comprobar que no eres la única, que la mente inquieta es consustancial al ser humano. Al igual que el corazón no deja de latir, ella no para de pensar. La humanidad compartida ayuda muchísimo. Al fin de los 21 días he sido menos constante y es que la inercia de los últimos años es muy fuerte y se resiste al cambio.
Pero aquí sigo, volviendo a meditar, porque es maravilloso pararme y ser consciente de que no soy yo la que falla: son esos millones de pensamientos aprendidos los que me sabotean y no me dejan ver ese bonito bosque que es la vida. La vida de verdad, esa que tiene estaciones, sonidos, colores, olores y suavidad; esa que entra por los sentidos sin dejar de correr y te hace ver su magia. Y ahora, vuelvo a intentarlo.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ