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HG Manuel | La fotografía (XL)


Quedaba patente la desgana, quizá el apremio del abogado –escéptico, o tal vez confiado en la pericia de otros– cuando visitó la casa de su antiguo condiscípulo y desvalorado amigo.

Una sombra grande, turbia como una sopa, entró sorpresiva y ocupó la estancia. Tronó lejos, con desgana; se encabritó el aire y traqueteó las persianas. La tormenta había llegado. Me levanté para echar un vistazo; las rachas de lluvia, de gotas gruesas, comenzaban a empapar la calle. Enfrente, en una de las ventanas, un vecino admiraba el espectáculo; alzó la cabeza y durante un momento compartimos la sorpresa por el súbito cambio del tiempo, la furia del agua que borbotaba en el asfalto.

El aire golpeaba, soltaba bufidos, se bandeaba por la calle. Con la seguridad de que no importaba, de que nadie acudiría a la pequeña vivienda, acerqué el flexo articulado desde el extremo de la mesa y lo encendí. Alumbró las fotografías que iba sacando del sobre pajizo: paisajes, flores, pájaros, edificios y objetos, como una farola o una piedra, todos sorprendidos en el instante decisivo; lo digo así porque les arrebataba su evidencia, convertía su aspecto en algo distinto, que inquietaba, no sé expresarlo de otro modo. Por último, extraje un cuaderno de anillas; en él cada una de la docena de fotos que contenía estaba sujeta por un clip a un grupo de hojas manuscritas con letra grande, infantiloide, sin duda de Castilla; les pasé la vista ligero, chasqueando el papel, y me entretuvo alguna frase, sin criterio: «…un fluir: la claridad, se entrevera con la claridad mía…», «…se rebela en el suelo la materia…», «…sílabas son lo que contemplo…», etcétera. Devolví su contenido al sobre, leí el remite: J. Segura, y lo dejé tal como lo encontré.

Descubrí entre el papelorio una taza con asa; la cogí, observé el rodal de café y la devolví a donde estaba, sobre la satinada cartulina de un calendario anual de tamaño folio; el 26 de mayo lo tachaba, con letra remarcada, en mayúsculas pequeñitas, un nombre: ANTANANARIVO.

Decrecía el airado murmurio de la lluvia. Pasé los dedos por la fotografía del lanchón, los coloqué por orden y me puse a leer la docena de folios que reposaban al lado.

La luz, enferma todavía, se recuperaba; los objetos, amortecidos, recobraban el vigor de su presencia, su evolución por la pared, consciente de la nada que sucedía a mi espalda. Cuando volvió a adueñarse de la estancia y le daba a cada cuerpo su lugar, me sentí extraño en el mío: algo de mí se evaporaba y se introducía en ella, seguro que influido por lo que me había entretenido leyendo.

–¡Tonterías! –se me escapó.

Consulté las agendas, antiguas, poco usadas, un solo nombre en la s. Tomé mi teléfono y llamé; nada, ni el contestador; insistí, no tenía prisa. La fotografía, ese lanchón, me miraba.

–¿Sí? –el monosílabo, maltratado por un fuerte ruido.

–¿Hablo con el señor Segura?

–Sí.

–¿El profesor Segura?

–Sí, sí. Diga.

–Oiga, soy…

–¡Espere! –me quedé con el ruido zumbándome en la oreja; al poco cesó, lo agradecí–. Estoy podando los setos. Dígame. ¿Quién llama?

Brevemente le expliqué quién era y lo que quería.

–Han pasado meses y no he conseguido ponerme en contacto con Castilla, lo he llamado muchíiisimas veces. Daba por hecho que había renunciado al proyecto. Me intranquiliza usted.

–Lo siento.

–¿Me dice que ha rellenado varias páginas de un cuaderno dedicadas a algunas de las fotografías que le envié?

–Así es.

–Yo había recibido algunos de sus textos.

–¿Un cuaderno manuscrito?

–Manuscrito, sí. Quizá este, al que usted refiere, sea distinto, no una copia. Estaría muy bien. ¿Pero usted afirma que ha desaparecido?

–Así es.

Así es. ¡Ya! Parece grave.

–Creo que lo es.

–¡Vaya, lo siento muchísimo! Nuestra relación, desde hace años, es meramente telefónica. No estoy en el detalle de su vida. Pero me encantaría ayudar. Es más, quiero ayudar. Proponga usted. Conozco al director de un periódico muy importante, fue alumno mío…

–No, no se trata de eso.

–¡Ah! Pues le sigo. Diga, diga.

–Tengo aquí la fotografía de un lanchón en el río.

–¿En el río? No recuerdo… ¡Ah, sí, la barcaza! Una de las primeras que le envié.

–¿Qué puede decirme de ella?

–Esa barcaza, vieja, muy sucia, un deshecho que nunca me llamó la atención, ha desaparecido. La habrán llevado al desguace, supongo.

–Me refiero a la foto.

– Le he entendido perfectamente. Iba a decir que la tenía muy vista, suelo pasear a menudo por la ribera del río. En uno de mis tantos paseos, me acompañaba mi hijo, la vi a lo lejos, donde siempre. Nos íbamos acercando, distraídos con la charla, y algo me llamó la atención. No soy preciso, porque no es fácil, pero intento explicárselo. Hubo un momento, fugaz, no sé cuándo comenzó y terminó. Fue tan extraño… Le describo la sensación; y perdone la fantasía de las palabras, no sé hacerlo sin ellas –me pareció una ironía simpática–. Diría que el aire se había evaporado y la luz se endureció como el acero. La circunstancia de nuestra presencia, de la barcaza y la del propio río fue excluida y quedamos convertimos en mera estampa. Me acometió, irresistible, un acceso de amarga histeria ante aquel mundo metálico. La barcaza y ese trozo del río aparecían distintos, su nitidez los aplastaba. El tiempo y la luz se conjugaron para ofrecer la génesis de un trozo de realidad inmóvil, comprimido entre las dos orillas. Me sentí… ¿cautivo?, ¿aterrado? A mi hijo, este proceso que mi explicación hace largo pero fue instantáneo, le pasó desapercibido. Él se maravilló por la velocidad de mi captura; ya sabe: enfocar, etcétera. Por el contrario, de esta pericia física yo no fui consciente. Particularmente, considero esa foto de lo peor entre las mías. La intensidad del color superó ampliamente el rango de la cámara, usted apreciará que la foto está quemada. Pero tiene, para mí, algo… Cuando la hice, todavía no sé exactamente cómo, me sentí buceando en la trayectoria de la luz; alguien pierde su circunstancia y queda su imagen como residuo, una cáscara que aún flota brevemente en la vida. Sufrí una aparición que, stricto sensu, no lo fue. ¿Le extraña esto que digo? Pues cierto amigo mío persigue a un asesino de días, y William Blake hablaba de augurios y pintaba ángeles que vio antes subidos a un árbol. Los dioses irradian luz, en un sentido metafísico, y los ángeles, mensajeros entre lo visible y lo invisible, aparecen y desaparecen sobre llamas, nada de alas ni de salir volando… –y desgranó ante mi santa paciencia una serie de disquisiciones eruditas.

Me estaba poniendo nervioso; tenía aquella fotografía delante, en la carpeta abierta, y el texto que la acompañaba. Adiviné más que descubrí una rara concomitancia entre lo que escuchaba y lo que había leído.

La conversación murió enseguida, aunque dijo otras cosas más que no recuerdo. Le pedí que me enviara la fotografía por teléfono. Se extrañó: ya la tenía, puesto que le hablaba de ella. Le objeté que no debía tocarla porque la policía…

–¡Ya…! ¿Sabe si algún texto la acompaña?

–Varias páginas, sí.

–Se la envío de inmediato. ¡Ah!, si es posible, me intriga lo que escribió Castilla.

–No hay problema. ¿Y podría darme su parecer?

–Claro, ningún inconveniente. Le llamaré a este número.

No aportó alguna pista nueva; la disposición y la buena voluntad no bastan. Otra vez el presente se daba la vuelta, empeñado en su recreo, en mirar hacia atrás.

Comencé a fotografiar los folios. Al poco, se chivó mi teléfono: «¡clin!». Pronto, el profesor oiría varios «¡clin!» en el suyo.

Abrí el mensaje. Miré la foto. La amplié. Observé los detalles. La remiré…

HG MANUEL

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