Dentro del amplio catálogo de posibles lecturas, mantengo una especial inclinación hacia las memorias o los diarios de aquellos autores que no tienen inconveniente, o ningún pudor, en que se conozcan partes de sus vidas que las han reflejado en obras que se publican mientras viven, o habiendo transcurrido su tiempo de existencia porque han sido editadas una vez fallecidos.
Sobre este tema, de inmediato me vienen a la mente las memorias de Carlos Castilla del Pino, uno de los grandes psiquiatras de nuestro país, que las dejó plasmadas en dos libros complementarios cuyas lecturas me emocionaron: Pretérito imperfecto y La casa del olivo. Ambos absolutamente recomendables.
Curiosamente, nuestro país no es demasiado proclive a este género literario. No obstante, dentro del grupo que se ha arriesgado a mostrar esa intimidad, tan reservada y escondida por la mayoría de los escritores, se encuentra el valenciano Rafael Chirbes, ya que recientemente se ha publicado la primera parte de sus diarios. Así, hace poco acabo de terminar el primer volumen que lleva por título Diarios: A ratos perdidos 1 y 2.
Como breve apunte, tendría que decir que Rafael Chirbes nació en la localidad de Tavernes de la Valldigna (Valencia) en 1949, falleciendo a los sesenta y seis años, en 2015. Si hubiera que destacar reconocimientos a su obra, indicaría que, en 2007, recibió el Premio de la Crítica de narrativa castellana por Crematorio y, en 2013, el mismo galardón, junto al de Premio Nacional de Narrativa por su novela En la orilla.
Conviene indicar que, en este caso, se aplica el término de "diarios" a los escritos que, a modo de reflexión no planificada y con saltos temporales, Chirbes fue anotando en distintos cuadernos de forma temporal aleatoria, desde 1984 hasta 2005, es decir, un período que abarca veintiún años.
Imposible, pues, hacer una síntesis de tantos comentarios de ese largo tramo de su vida; aunque ya cerca del final del extenso volumen, y cuando el autor contaba 55 años, expone de manera un tanto detenida el encuentro que por entonces lleva a cabo con quienes, cuarenta años atrás, compartió sus vivencias de niño y adolescente en los colegios u orfanatos para hijos de ferroviarios (su padre, trabajador en los ferrocarriles, falleció cuando él contaba con solo cuatro años).
Pero antes de describir el triste reencuentro que mantuvo con uno de los muchachos que fue compañero de la dura existencia en los colegios por los que transitó, quisiera indicar que suele ser habitual en la gente –alcanzados más o menos los cincuenta años– saber qué pasó y cómo les ha ido la vida a aquellos con los que se compartieron los tiempos de aprendizaje, en esa etapa cargada de sueños y de miradas frente al futuro que se despliega de forma incierta y que se vive con mucha inquietud.
Ayer vine a Madrid –comienza Rafael Chirbes en la página 402– a un encuentro con los compañeros de curso del colegio de huérfanos de ferroviarios. Excepto a tres o cuatro, al resto de los casi treinta que acudieron no había vuelto a verlos desde hacía cuarenta años. ¿Eran los mismos a los a quienes había conocido? No sé. Necesito pensar. Contemplar a esos niños que ahora veía convertidos en viejos. (…) Me encuentro con Jorge, a quien quería mucho de pequeño, tan fuerte, tan ordenado, tan limpio. Era muy bajito, más bien ancho, callado, con rasgos ambiguos, una mezcla de niño regordete y de hombre maduro.
Chirbes continúa la descripción de este compañero, aficionado al deporte y con grandes cualidades para el dibujo, al tiempo que explica su propia torpeza gráfica, por lo que este amigo le ayuda en los primeros trazados para que se pueda guiar a la hora de realizar los exámenes de dibujo.
Ahora me lo encuentro envejecido (es casi el único que no reconozco a primera vista), anguloso, con los ojos metidos en cuévanos, donde se mueven desencajados, y con gestos nerviosos, mecánicos. Cuando me dijeron: ¿no lo conoces? Es Jorge, apenas lo saludé. No lo reconocía. Lo estuve contemplando durante toda la comida –nos habíamos puesto en los extremos opuestos de la mesa–, hasta que poco a poco volví a descubrir en él algunos de los gestos que reconocía. Apenas comió, se pasó el rato fumando y bebiendo. Yo intentaba extraer dentro de aquel hombre envejecido al niño saludable, al que tanto quise, al que muchas veces he echado de menos durante todos estos años, sin saber qué habría sido de él.
Continúa el autor acudiendo a lo más recóndito de su memoria para traer al presente recuerdos que va rescatando, actualizando y comparando con la extraña figura que ahora tenía enfrente y que le costaba mucho reconocer.
Al final, ya en la sobremesa, decidí ponerme frente a él. Lo miraba queriendo extraer el niño que llevaba dentro y que ese disfraz de viejo lo ocultaba. También él estaba deseando hablar conmigo (“He venido más que nada por si te encontraba”). Empezó a relatarme anécdotas en las que yo intervenía, detalles que yo ni siquiera recordaba, palabras que, al parecer, dije. Se acordaba de todo con una precisión de cronista. Y yo que siempre me sentí acomplejado frente a él, que pensaba que era yo quien se interesaba por él. Sabía que no ibas a acabar siendo un mediocre como yo, dándome palmadas en la mano.
Ambos se abren a la intimidad, a relatarse las vivencias que han marcado el rumbo de sus vidas. En esas confidencias ya empiezan a aparecer las grandes lagunas que marcaron sus trayectorias.
Seguía hablando: “Yo me hice funcionario y ya no he hecho nada en la vida”. Me dijo que quería volver a Ávila, a ver la ciudad, y descubrir si aún seguía en pie la casa en la que nació, que hacía cuarenta años que no había vuelto a ver, una antigua fonda a la que fui a buscarlo cuando abandonamos el colegio, y donde me dijeron que esa familia ya no vivía allí, se había marchado nadie sabía a dónde.
(…) En cuanto nos quedamos solos me había preguntado: “Rafa, tú tampoco eres feliz, ¿verdad?”. Y de sopetón: “Yo no me mato porque soy un cobarde, pero no hay nada en la vida que me interese”. Resulta que cuanto me había parecido descubrir dentro de él en el momento en el que lo vi, es verdad; el dejarse los platos intactos, que yo había observado de lejos, su cuerpo consumido, su mirada extraviada.
(…) Interrumpieron la conversación cuatro o cinco compañeros que también iban a coger el tren. Volvimos a hablar de banalidades y salí de la estación en dirección al hotel. Pensaba en aquel niño al que quise y admiré, me asaltaban los recuerdos de los internados que compartimos, en los que estábamos tan solos. (…) Aquel niño pequeño, seguro, regordete, tan limpio, tan fuerte, que tomaba notas en su cuaderno, ya no existía. Quedaba el recuerdo en las fotografías que algunos de los asistentes a la reunión habían traído consigo, y nos mostraron, eso era lo que quedaba de nosotros, los de entonces.
A modo de cierre, me gustaría decir que no sé si he recogido bien el sentido de lo que Rafael Chirbes escribió en su cuaderno con fecha de 24 de octubre de 2004. Lo que sí puedo decir es que, hace algunos años y en dos ocasiones, me invitaron a encuentros de viejos compañeros del colegio de Badajoz en los que realicé los estudios de Bachillerato.
En ambas ocasiones decliné la invitación. No quería remover el fondo de las emociones que forman parte de mi pequeña historia; no quería ir a lo que Daniel Guerrero, en un excelente artículo, denominó "encuentros con fantasmas".
Aclaro que de ningún modo estoy en contra de estos encuentros. Solamente quiero apuntar que tengo un fuerte sentido de la amistad, por lo que, con mis amigos de la infancia, los de verdad, sigo manteniendo viva esa llama al cabo de los muchos años.
Sobre este tema, de inmediato me vienen a la mente las memorias de Carlos Castilla del Pino, uno de los grandes psiquiatras de nuestro país, que las dejó plasmadas en dos libros complementarios cuyas lecturas me emocionaron: Pretérito imperfecto y La casa del olivo. Ambos absolutamente recomendables.
Curiosamente, nuestro país no es demasiado proclive a este género literario. No obstante, dentro del grupo que se ha arriesgado a mostrar esa intimidad, tan reservada y escondida por la mayoría de los escritores, se encuentra el valenciano Rafael Chirbes, ya que recientemente se ha publicado la primera parte de sus diarios. Así, hace poco acabo de terminar el primer volumen que lleva por título Diarios: A ratos perdidos 1 y 2.
Como breve apunte, tendría que decir que Rafael Chirbes nació en la localidad de Tavernes de la Valldigna (Valencia) en 1949, falleciendo a los sesenta y seis años, en 2015. Si hubiera que destacar reconocimientos a su obra, indicaría que, en 2007, recibió el Premio de la Crítica de narrativa castellana por Crematorio y, en 2013, el mismo galardón, junto al de Premio Nacional de Narrativa por su novela En la orilla.
Conviene indicar que, en este caso, se aplica el término de "diarios" a los escritos que, a modo de reflexión no planificada y con saltos temporales, Chirbes fue anotando en distintos cuadernos de forma temporal aleatoria, desde 1984 hasta 2005, es decir, un período que abarca veintiún años.
Imposible, pues, hacer una síntesis de tantos comentarios de ese largo tramo de su vida; aunque ya cerca del final del extenso volumen, y cuando el autor contaba 55 años, expone de manera un tanto detenida el encuentro que por entonces lleva a cabo con quienes, cuarenta años atrás, compartió sus vivencias de niño y adolescente en los colegios u orfanatos para hijos de ferroviarios (su padre, trabajador en los ferrocarriles, falleció cuando él contaba con solo cuatro años).
Pero antes de describir el triste reencuentro que mantuvo con uno de los muchachos que fue compañero de la dura existencia en los colegios por los que transitó, quisiera indicar que suele ser habitual en la gente –alcanzados más o menos los cincuenta años– saber qué pasó y cómo les ha ido la vida a aquellos con los que se compartieron los tiempos de aprendizaje, en esa etapa cargada de sueños y de miradas frente al futuro que se despliega de forma incierta y que se vive con mucha inquietud.
Ayer vine a Madrid –comienza Rafael Chirbes en la página 402– a un encuentro con los compañeros de curso del colegio de huérfanos de ferroviarios. Excepto a tres o cuatro, al resto de los casi treinta que acudieron no había vuelto a verlos desde hacía cuarenta años. ¿Eran los mismos a los a quienes había conocido? No sé. Necesito pensar. Contemplar a esos niños que ahora veía convertidos en viejos. (…) Me encuentro con Jorge, a quien quería mucho de pequeño, tan fuerte, tan ordenado, tan limpio. Era muy bajito, más bien ancho, callado, con rasgos ambiguos, una mezcla de niño regordete y de hombre maduro.
Chirbes continúa la descripción de este compañero, aficionado al deporte y con grandes cualidades para el dibujo, al tiempo que explica su propia torpeza gráfica, por lo que este amigo le ayuda en los primeros trazados para que se pueda guiar a la hora de realizar los exámenes de dibujo.
Ahora me lo encuentro envejecido (es casi el único que no reconozco a primera vista), anguloso, con los ojos metidos en cuévanos, donde se mueven desencajados, y con gestos nerviosos, mecánicos. Cuando me dijeron: ¿no lo conoces? Es Jorge, apenas lo saludé. No lo reconocía. Lo estuve contemplando durante toda la comida –nos habíamos puesto en los extremos opuestos de la mesa–, hasta que poco a poco volví a descubrir en él algunos de los gestos que reconocía. Apenas comió, se pasó el rato fumando y bebiendo. Yo intentaba extraer dentro de aquel hombre envejecido al niño saludable, al que tanto quise, al que muchas veces he echado de menos durante todos estos años, sin saber qué habría sido de él.
Continúa el autor acudiendo a lo más recóndito de su memoria para traer al presente recuerdos que va rescatando, actualizando y comparando con la extraña figura que ahora tenía enfrente y que le costaba mucho reconocer.
Al final, ya en la sobremesa, decidí ponerme frente a él. Lo miraba queriendo extraer el niño que llevaba dentro y que ese disfraz de viejo lo ocultaba. También él estaba deseando hablar conmigo (“He venido más que nada por si te encontraba”). Empezó a relatarme anécdotas en las que yo intervenía, detalles que yo ni siquiera recordaba, palabras que, al parecer, dije. Se acordaba de todo con una precisión de cronista. Y yo que siempre me sentí acomplejado frente a él, que pensaba que era yo quien se interesaba por él. Sabía que no ibas a acabar siendo un mediocre como yo, dándome palmadas en la mano.
Ambos se abren a la intimidad, a relatarse las vivencias que han marcado el rumbo de sus vidas. En esas confidencias ya empiezan a aparecer las grandes lagunas que marcaron sus trayectorias.
Seguía hablando: “Yo me hice funcionario y ya no he hecho nada en la vida”. Me dijo que quería volver a Ávila, a ver la ciudad, y descubrir si aún seguía en pie la casa en la que nació, que hacía cuarenta años que no había vuelto a ver, una antigua fonda a la que fui a buscarlo cuando abandonamos el colegio, y donde me dijeron que esa familia ya no vivía allí, se había marchado nadie sabía a dónde.
(…) En cuanto nos quedamos solos me había preguntado: “Rafa, tú tampoco eres feliz, ¿verdad?”. Y de sopetón: “Yo no me mato porque soy un cobarde, pero no hay nada en la vida que me interese”. Resulta que cuanto me había parecido descubrir dentro de él en el momento en el que lo vi, es verdad; el dejarse los platos intactos, que yo había observado de lejos, su cuerpo consumido, su mirada extraviada.
(…) Interrumpieron la conversación cuatro o cinco compañeros que también iban a coger el tren. Volvimos a hablar de banalidades y salí de la estación en dirección al hotel. Pensaba en aquel niño al que quise y admiré, me asaltaban los recuerdos de los internados que compartimos, en los que estábamos tan solos. (…) Aquel niño pequeño, seguro, regordete, tan limpio, tan fuerte, que tomaba notas en su cuaderno, ya no existía. Quedaba el recuerdo en las fotografías que algunos de los asistentes a la reunión habían traído consigo, y nos mostraron, eso era lo que quedaba de nosotros, los de entonces.
A modo de cierre, me gustaría decir que no sé si he recogido bien el sentido de lo que Rafael Chirbes escribió en su cuaderno con fecha de 24 de octubre de 2004. Lo que sí puedo decir es que, hace algunos años y en dos ocasiones, me invitaron a encuentros de viejos compañeros del colegio de Badajoz en los que realicé los estudios de Bachillerato.
En ambas ocasiones decliné la invitación. No quería remover el fondo de las emociones que forman parte de mi pequeña historia; no quería ir a lo que Daniel Guerrero, en un excelente artículo, denominó "encuentros con fantasmas".
Aclaro que de ningún modo estoy en contra de estos encuentros. Solamente quiero apuntar que tengo un fuerte sentido de la amistad, por lo que, con mis amigos de la infancia, los de verdad, sigo manteniendo viva esa llama al cabo de los muchos años.
AURELIANO SÁINZ