Apenas consigo subir a la superficie para captar algo de oxígeno que me mantenga viva y conectada a la realidad. Hace tiempo que vivo en un mundo oscuro: ya no soy solo una equilibrista, soy también una persona encerrada en pensamientos monstruosos que trata continuamente de escapar de ellos, pero a los que, al final, vuelve siempre como si tuviera una especie de síndrome de Estocolmo.
Y es que tengo muchos rituales mentales que me acompañan desde hace demasiado tiempo. Cuando derrapo, caigo en ellos y se convierten en mi única verdad. Se alimentan de mí: cuanto más los odio y quiero borrarlos, más fuertes se hacen; crecen con mi desgaste energético.
No quiero que estén ahí, los quiero fuera de mi cabeza, que los ha creado. Imposible. Trastorno obsesivo es el diagnóstico psicológico, pero no existe un paracetamol que los cure. Todo ello se agrava con mis hormonas, que andan medio locas con los 50: suben y bajan, dejando devastado mi cuerpo y mi ánimo.
Siempre doy consejos a los demás para que huyan del estrés continuo. Porque caer en la ansiedad es muy fácil. Sin embargo, la puerta de salida está oculta, no se sabe dónde. Una vez que has tenido una crisis de pánico, todo tu ser se pone alerta y el miedo es tu compañero. Porque no es que te hayas salido de la carretera de la vida, sino que te has chocado frontalmente con un muro a 1.000 kilómetros por hora en un coche que tú pilotabas. ¿Cuándo volverá la ceguera de creer que controlas y cuándo será el próximo golpe? ¿Será mortal?
El día a día se convierte en una ciénaga llena de alimañas. Pero la ciénaga no está bajo tus pies, sino que sale por el pelo de la cabeza y derrama su viscoso líquido por todo el cuerpo y por todos los colores, dejando todo en marrón negruzco.
Una vez que pasa el momento peor, que pasa la resaca del miedo, te preguntas cómo has podido caer ahí; cómo no vi que aquello no era real. Y no existe una respuesta para ello. El gran reto es aceptar ese mecanismo instalado en mi cerebro, no se sabe cómo, y convivir en simbiosis con él. Ya te iré contando.
Y es que tengo muchos rituales mentales que me acompañan desde hace demasiado tiempo. Cuando derrapo, caigo en ellos y se convierten en mi única verdad. Se alimentan de mí: cuanto más los odio y quiero borrarlos, más fuertes se hacen; crecen con mi desgaste energético.
No quiero que estén ahí, los quiero fuera de mi cabeza, que los ha creado. Imposible. Trastorno obsesivo es el diagnóstico psicológico, pero no existe un paracetamol que los cure. Todo ello se agrava con mis hormonas, que andan medio locas con los 50: suben y bajan, dejando devastado mi cuerpo y mi ánimo.
Siempre doy consejos a los demás para que huyan del estrés continuo. Porque caer en la ansiedad es muy fácil. Sin embargo, la puerta de salida está oculta, no se sabe dónde. Una vez que has tenido una crisis de pánico, todo tu ser se pone alerta y el miedo es tu compañero. Porque no es que te hayas salido de la carretera de la vida, sino que te has chocado frontalmente con un muro a 1.000 kilómetros por hora en un coche que tú pilotabas. ¿Cuándo volverá la ceguera de creer que controlas y cuándo será el próximo golpe? ¿Será mortal?
El día a día se convierte en una ciénaga llena de alimañas. Pero la ciénaga no está bajo tus pies, sino que sale por el pelo de la cabeza y derrama su viscoso líquido por todo el cuerpo y por todos los colores, dejando todo en marrón negruzco.
Una vez que pasa el momento peor, que pasa la resaca del miedo, te preguntas cómo has podido caer ahí; cómo no vi que aquello no era real. Y no existe una respuesta para ello. El gran reto es aceptar ese mecanismo instalado en mi cerebro, no se sabe cómo, y convivir en simbiosis con él. Ya te iré contando.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ