“Proclamar” el sentido humano de la economía es, sencillamente, repetir con un tono enfático una obviedad ya conocida por todos nosotros y frecuentemente olvidada en los análisis de los profesionales, en los programas políticos y, sobre todo, en las prácticas financieras de las grandes empresas.
No siempre se suele tener en cuenta esta dimensión humana que debería servir para frenar el “natural” e injusto crecimiento de las desigualdades inhumanas y el permanente aumento de la pobreza. Tengo la impresión de que no somos conscientes de sus elevadas consecuencias políticas y sociales en las vidas individuales, familiares, nacionales e internacionales.
En mi opinión, la desigualdad sobre la que descansa nuestra “normalidad” representa un problema grave que, aunque de forma diferente, nos afecta a todos incluso a los que, engreídos y endiosados, estamos convencidos de que somos omnipotentes.
El estudio El coste de la desigualdad (Barcelona, Ariel, 2022) –un oportuno, serio y detallado análisis sobre “el coste de las desigualdades”– pone de manifiesto cómo las élites de los económicamente poderosos influyen de manera permanente y decisiva en los políticos de diferentes opciones ideológicas y en los periodistas de distintos medios. Sus detalladas informaciones, de manera clara y concluyente, nos muestran cómo esta influencia determinante pone en peligro hasta la misma democracia.
A mi juicio, el examen detallado de las consecuencias políticas que generan las desigualdades en América Latina constituye un aviso persuasivo de los peligros graves que nos acechan en los países convencionalmente considerados como democráticos: “la elevada desigualdad, el bajo rendimiento económico y las políticas antisistema pueden convertirse fácilmente en la norma, más que en una excepción, y serán muy difíciles de revertir. Si no actuamos ahora, las cosas pueden ir de mal en peor a lo largo del siglo XXI”.
Tras explicarnos los costes económicos, políticos y sociales que generan las desigualdades, Diego Sánchez Ancochea, catedrático de Economía del Desarrollo de la Universidad de Oxford, llega a la conclusión de que las experiencias latinoamericanas pueden resultar orientadoras para, además de plantear adecuadamente los problemas que están surgiendo en nuestros países, prevenir posibles vías de solución huyendo de planteamientos simplistas o de ideas revolucionarias. Propone, por ejemplo, generar unas condiciones políticas adecuadas profundizando en los principios democráticos, renovando el funcionamiento de los partidos políticos y fortaleciendo los movimientos sociales.
En mi opinión, es importante tener conciencia de que esta creciente desigualdad económica influye de manera negativa en nuestras maneras de trabajar, en las condiciones de la vida familiar y de la convivencia social. Si no se abre de manera rápida la posibilidad de un reparto más justo y equitativo de los bienes económicos, cada vez será más difícil la convivencia familiar, social y política. Los análisis del funcionamiento meramente mecánico de la economía explican la esquizofrenia del funcionamiento inhumano de los mercados y de la política institucionalizada de nuestros países del primer mundo.
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No siempre se suele tener en cuenta esta dimensión humana que debería servir para frenar el “natural” e injusto crecimiento de las desigualdades inhumanas y el permanente aumento de la pobreza. Tengo la impresión de que no somos conscientes de sus elevadas consecuencias políticas y sociales en las vidas individuales, familiares, nacionales e internacionales.
En mi opinión, la desigualdad sobre la que descansa nuestra “normalidad” representa un problema grave que, aunque de forma diferente, nos afecta a todos incluso a los que, engreídos y endiosados, estamos convencidos de que somos omnipotentes.
El estudio El coste de la desigualdad (Barcelona, Ariel, 2022) –un oportuno, serio y detallado análisis sobre “el coste de las desigualdades”– pone de manifiesto cómo las élites de los económicamente poderosos influyen de manera permanente y decisiva en los políticos de diferentes opciones ideológicas y en los periodistas de distintos medios. Sus detalladas informaciones, de manera clara y concluyente, nos muestran cómo esta influencia determinante pone en peligro hasta la misma democracia.
A mi juicio, el examen detallado de las consecuencias políticas que generan las desigualdades en América Latina constituye un aviso persuasivo de los peligros graves que nos acechan en los países convencionalmente considerados como democráticos: “la elevada desigualdad, el bajo rendimiento económico y las políticas antisistema pueden convertirse fácilmente en la norma, más que en una excepción, y serán muy difíciles de revertir. Si no actuamos ahora, las cosas pueden ir de mal en peor a lo largo del siglo XXI”.
Tras explicarnos los costes económicos, políticos y sociales que generan las desigualdades, Diego Sánchez Ancochea, catedrático de Economía del Desarrollo de la Universidad de Oxford, llega a la conclusión de que las experiencias latinoamericanas pueden resultar orientadoras para, además de plantear adecuadamente los problemas que están surgiendo en nuestros países, prevenir posibles vías de solución huyendo de planteamientos simplistas o de ideas revolucionarias. Propone, por ejemplo, generar unas condiciones políticas adecuadas profundizando en los principios democráticos, renovando el funcionamiento de los partidos políticos y fortaleciendo los movimientos sociales.
En mi opinión, es importante tener conciencia de que esta creciente desigualdad económica influye de manera negativa en nuestras maneras de trabajar, en las condiciones de la vida familiar y de la convivencia social. Si no se abre de manera rápida la posibilidad de un reparto más justo y equitativo de los bienes económicos, cada vez será más difícil la convivencia familiar, social y política. Los análisis del funcionamiento meramente mecánico de la economía explican la esquizofrenia del funcionamiento inhumano de los mercados y de la política institucionalizada de nuestros países del primer mundo.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO