–Ramas y vergas, ¡cuánta leña vieja! –Don Mariano se limpiaba con un pañuelo los ojos; le sonreía el faroleo al amigo, aireada en flojo vapor su protesta.
Detenidos por un semáforo, la riada de coches se llevaba en su rugido la dilatada broma de réplicas y contrarréplicas. Cruzamos hacia la dura explanada de cemento con sus hiladas de ficus sombrosos; negreaban las grasientas manchas de sus frutos aplastados en el suelo de cemento y sardineles. Pasamos frente a los galpones e instalaciones deportivas, entre un simulacro de jardín con una escueta carabela de mármol agrisado varada en un rectángulo de césped, y accedimos a las exclusivas instalaciones del Club Náutico, un edificio blanco paloma compuesto por dos paralelepípedos superpuestos, con abundantes huecos y saledizos. Diligentemente guiados por un sonriente camarero: camisa crema y pajarita granate, dejamos atrás un salón con vistas marineras, en el que abundaba la madera, el algodón a rayas blancas y azules, y por doquier el adorno alegre y colorido de banderines y gallardetes, amenizado por la charla de algunos socios –alguien se levantó para estrechar con mano efusiva la del biólogo–. Por fin nos instalamos en una despejada terraza, frente al incesante cabeceo de yates y veleros dócilmente amarrados en los pantalanes.
–En seguida le tenemos todo preparado, don Fernán –anunció obsecuente el camarero.
–Lo sé, hijo, lo sé –respondía confiado el biólogo.
–¿Pongo lo de siempre, don Fernán?
–Claro, Nené, lo de siempre.
–¿Y aquí, el señor? –se refería a mí.
–Para todos, hijo, para todos. A él le gustará –convino, y arrugó la cara: me sonreía.
Y se retiró el camarero sin que yo abriera la boca.
El sol brillaba con gran hermosura picante, tentadora, debidamente sofrenada por un oportuno toldo a rallas; una brisilla marinera recorría ágilmente el recinto, iba y volvía, sacudía las puntas del mantel, llegaba a la nariz con toques salinos y escapaba nuevamente hacia el mar; tintineaba el cordaje contra los mástiles de aluminio. Andaba yo en estas sutilezas, con un trago de espumoso burbujeándome en la boca, cuando llegaron los dos que faltaban, cada uno a lomos de su importancia. Hubo saludos, alguna chanza que se traía de pasados encuentros; me observaron curiosos: un farmacéutico y un arquitecto, cuando les fui presentado. Tomamos asiento. De inmediato, el farmacéutico posó en mí sus ojos rientes:
–¿Algún avance? –inquirió.
Fui a responder, pero…
‒Es pronto, lo sé. No se preocupe, ya nos dirá –se adelantó él.
–¿Estaba invitado el señor Castilla? –pregunté a quien quisiera contestar.
–Siempre, como Hernández…–me informaba el farmacéutico.
–Ese chalado –intervino el militar.
–…pero viene poco; Hernández, casi nunca.
–Sin el casi. Nunca –zanjó don Mariano.
–Me duele que Hernández… Es una pena –se amargó el farmacéutico.
–¡Bah! –concluyó el militar.
–¿Ha hablado usted con el señor Castilla últimamente? –seguí con el farmacéutico.
–Pues… me lo tropecé en el bar Puga; pero hace mucho, no sé decirle si medio año. Estaba bien, y solo, lo de estar solo es un capricho que él se da, y con el ánimo de siempre. Quedamos en vernos, sin fecha, cuándo la casualidad disponga –encogió resignado un extremo de la boca: no podía interferir en los caprichos del acaso.
Tomó su copa, bebió lento y chasqueó la lengua con deleite. Lo imitó el arquitecto: cataba con gesto escocido aquel vino delicioso.
–Yo, la última vez, fue aquí, en la comida de… ¿finales de año?… –apuntó el arquitecto, que ahora observaba indeciso el hilo de burbujas.
–Suspendimos la de marzo, demasiado frío según tú y tú –señaló don Fernán al arquitecto y al militar–. Y la de abril, temporal de levante. Nosotros… ¿no fue por abril? –consultó a don Mariano.
–En febrero, ¡mala cabeza! El mismo día pero un mes después de la Pascua Militar. Sí, en La Esquinita. El bar en el que hemos estado antes –me informó.
–¿Y a ninguno de ustedes les dijo o les comentó algo que…?
–No recuerdo de qué hablamos –respondía don Mariano–. Quiero decir que hablamos del tiempo, de los achaques, del cómo te va, de la situación política, de la noticia curiosa del día…
–Sí, sí. Y de algo más. Fue curioso –intervino don Fernán–. En un momento de la conversación, y sin venir a cuento, me preguntó por mi prima, acuérdate, mi única prima –enfatizó–. Me chocó, no la ve desde nuestro último… no, penúltimo curso de instituto, imaginaros. Me desorienté. Pero nada, un segundo, enseguida me vino el flash. Aquel remoto día, de camino a casa, Castilla y yo comentábamos la clase de filosofía: el psicoanálisis, lo recuerdo perfectamente. Alguna explicación tendrá, ¿no os parece? –quiso bromear.
–¡El complejo de la prima! –soltó al farmacéutico.
–Eres la gracia personificada –le afeó–. Sigo. Esto… por primera vez en nuestras vidas, ¡éramos tan jóvenes!…
–¡Bonita canción! –interfería el farmacéutico.
–…los actos propios nos afrontaban para preguntar: ¿por qué?
–Sí, yo a mí: ¿por qué, por qué? –continuaba de burla el farmacéutico.
–¡No callarás! El tema resultaba tan cargado de misterio para unos jovenzuelos educados con el realismo de Aristóteles y a la metafísica de Kant. No parábamos de discutir la novedosa teoría del inconsciente, maravillados por ese pozo repleto de secretos. Bien. Casualmente nos acompañaba mi prima, habíamos coincidido con ella a la puerta de las Jesuitinas, su colegio. De vuelta del instituto siempre pasábamos por allí, era nuestra ruta, os acordareis.
–Yo no –intervino el arquitecto–. Nos traía y llevaba a Beltrán y a mí el chofer de su padre.
–¡Es verdad! –exclamó don Mariano –. ¿Qué habrá sido de él?
–Ingresó en la Escuela Diplomática. Será embajador, tradición familiar. Le perdí la pista.
–Pues yo me lo encontré hace unos años en Stone Town, una de nuestras filiales está en Paje. Beltrán, sí, allí, cónsul general instalando el consulado, poca gestión y muchas obras, manquito él.
–La manquera persiste de niño a hombre, ¡mentecato! –replicó al comentario (tal vez se sintió aludido) don Mariano.
–¡Mala baba…! –sumaba, dolido, el arquitecto.
–¿Y qué tal? –se interesó el farmacéutico.
–Menciono la manquera para acreditar, so berzas. Estaba bien. Cabildeando para salir de allí cuanto antes. Le di un abrazo y él me devolvió medio, no hubo más. Pero vengo al tema. A ver… Hablábamos Castilla y yo muy enteraditos, y ella, mi prima, una monicaca de apenas catorce años, metió baza en la conversación: no solo exponía con total desparpajo las teorías de Freud, las discrepancias de Adler, o la controversia de Jung y no sé qué más, incluso entraba a desmenuzar el análisis que este hizo del Ulises de Joyce. Claro, esto sorprendió tanto a Castilla que se quedó entre simplote y descolocado; a mí, menos, porque ya conocía cómo se las gastaba la sabiondilla. Se picaron, exhibieron sus lecturas, presumieron de nuevos conocimientos, creo que alguno inventado, yo me abstuve. Ella le argumentó y le replicó con esa suficiencia infantil, tan irritante, que Castilla recogió velas, cerró la boca, dimitió. Y ahora, in illo témpore, viene él y me sale con que no ha olvidado aquella lección que le propinó una mocosa. Al pronto me pareció más, mucho más que sorprendente: algo hervía mal en ese cerebro; resultó incómodo, fuera de lugar. Reconozco que me molestó su interés. Pensé en algo impropio, de tiempo estancado, de necrosis sentimental, muy desagradable. Le respondí, un poco de mala forma, que estaba casada y que tenía dos hijos. Entonces, al ver que retraía la mirada, caí en mi error: él sentía un interés genuino por el desarrollo de una mente privilegiada. Solo quería saber cuán lejos había llegado aquella chiquilla tan precoz. Noté que captó mi confusión; pero no le importó, ni se molestó en aclarar el malentendido. Castilla es así: su propia justificación le vale, no necesita la de otros. En fin, rarezas de solitario –concluyó–. Castilla es un solitario –me dedicaba la información, que, por otra parte, ya sabía.
Detenidos por un semáforo, la riada de coches se llevaba en su rugido la dilatada broma de réplicas y contrarréplicas. Cruzamos hacia la dura explanada de cemento con sus hiladas de ficus sombrosos; negreaban las grasientas manchas de sus frutos aplastados en el suelo de cemento y sardineles. Pasamos frente a los galpones e instalaciones deportivas, entre un simulacro de jardín con una escueta carabela de mármol agrisado varada en un rectángulo de césped, y accedimos a las exclusivas instalaciones del Club Náutico, un edificio blanco paloma compuesto por dos paralelepípedos superpuestos, con abundantes huecos y saledizos. Diligentemente guiados por un sonriente camarero: camisa crema y pajarita granate, dejamos atrás un salón con vistas marineras, en el que abundaba la madera, el algodón a rayas blancas y azules, y por doquier el adorno alegre y colorido de banderines y gallardetes, amenizado por la charla de algunos socios –alguien se levantó para estrechar con mano efusiva la del biólogo–. Por fin nos instalamos en una despejada terraza, frente al incesante cabeceo de yates y veleros dócilmente amarrados en los pantalanes.
–En seguida le tenemos todo preparado, don Fernán –anunció obsecuente el camarero.
–Lo sé, hijo, lo sé –respondía confiado el biólogo.
–¿Pongo lo de siempre, don Fernán?
–Claro, Nené, lo de siempre.
–¿Y aquí, el señor? –se refería a mí.
–Para todos, hijo, para todos. A él le gustará –convino, y arrugó la cara: me sonreía.
Y se retiró el camarero sin que yo abriera la boca.
El sol brillaba con gran hermosura picante, tentadora, debidamente sofrenada por un oportuno toldo a rallas; una brisilla marinera recorría ágilmente el recinto, iba y volvía, sacudía las puntas del mantel, llegaba a la nariz con toques salinos y escapaba nuevamente hacia el mar; tintineaba el cordaje contra los mástiles de aluminio. Andaba yo en estas sutilezas, con un trago de espumoso burbujeándome en la boca, cuando llegaron los dos que faltaban, cada uno a lomos de su importancia. Hubo saludos, alguna chanza que se traía de pasados encuentros; me observaron curiosos: un farmacéutico y un arquitecto, cuando les fui presentado. Tomamos asiento. De inmediato, el farmacéutico posó en mí sus ojos rientes:
–¿Algún avance? –inquirió.
Fui a responder, pero…
‒Es pronto, lo sé. No se preocupe, ya nos dirá –se adelantó él.
–¿Estaba invitado el señor Castilla? –pregunté a quien quisiera contestar.
–Siempre, como Hernández…–me informaba el farmacéutico.
–Ese chalado –intervino el militar.
–…pero viene poco; Hernández, casi nunca.
–Sin el casi. Nunca –zanjó don Mariano.
–Me duele que Hernández… Es una pena –se amargó el farmacéutico.
–¡Bah! –concluyó el militar.
–¿Ha hablado usted con el señor Castilla últimamente? –seguí con el farmacéutico.
–Pues… me lo tropecé en el bar Puga; pero hace mucho, no sé decirle si medio año. Estaba bien, y solo, lo de estar solo es un capricho que él se da, y con el ánimo de siempre. Quedamos en vernos, sin fecha, cuándo la casualidad disponga –encogió resignado un extremo de la boca: no podía interferir en los caprichos del acaso.
Tomó su copa, bebió lento y chasqueó la lengua con deleite. Lo imitó el arquitecto: cataba con gesto escocido aquel vino delicioso.
–Yo, la última vez, fue aquí, en la comida de… ¿finales de año?… –apuntó el arquitecto, que ahora observaba indeciso el hilo de burbujas.
–Suspendimos la de marzo, demasiado frío según tú y tú –señaló don Fernán al arquitecto y al militar–. Y la de abril, temporal de levante. Nosotros… ¿no fue por abril? –consultó a don Mariano.
–En febrero, ¡mala cabeza! El mismo día pero un mes después de la Pascua Militar. Sí, en La Esquinita. El bar en el que hemos estado antes –me informó.
–¿Y a ninguno de ustedes les dijo o les comentó algo que…?
–No recuerdo de qué hablamos –respondía don Mariano–. Quiero decir que hablamos del tiempo, de los achaques, del cómo te va, de la situación política, de la noticia curiosa del día…
–Sí, sí. Y de algo más. Fue curioso –intervino don Fernán–. En un momento de la conversación, y sin venir a cuento, me preguntó por mi prima, acuérdate, mi única prima –enfatizó–. Me chocó, no la ve desde nuestro último… no, penúltimo curso de instituto, imaginaros. Me desorienté. Pero nada, un segundo, enseguida me vino el flash. Aquel remoto día, de camino a casa, Castilla y yo comentábamos la clase de filosofía: el psicoanálisis, lo recuerdo perfectamente. Alguna explicación tendrá, ¿no os parece? –quiso bromear.
–¡El complejo de la prima! –soltó al farmacéutico.
–Eres la gracia personificada –le afeó–. Sigo. Esto… por primera vez en nuestras vidas, ¡éramos tan jóvenes!…
–¡Bonita canción! –interfería el farmacéutico.
–…los actos propios nos afrontaban para preguntar: ¿por qué?
–Sí, yo a mí: ¿por qué, por qué? –continuaba de burla el farmacéutico.
–¡No callarás! El tema resultaba tan cargado de misterio para unos jovenzuelos educados con el realismo de Aristóteles y a la metafísica de Kant. No parábamos de discutir la novedosa teoría del inconsciente, maravillados por ese pozo repleto de secretos. Bien. Casualmente nos acompañaba mi prima, habíamos coincidido con ella a la puerta de las Jesuitinas, su colegio. De vuelta del instituto siempre pasábamos por allí, era nuestra ruta, os acordareis.
–Yo no –intervino el arquitecto–. Nos traía y llevaba a Beltrán y a mí el chofer de su padre.
–¡Es verdad! –exclamó don Mariano –. ¿Qué habrá sido de él?
–Ingresó en la Escuela Diplomática. Será embajador, tradición familiar. Le perdí la pista.
–Pues yo me lo encontré hace unos años en Stone Town, una de nuestras filiales está en Paje. Beltrán, sí, allí, cónsul general instalando el consulado, poca gestión y muchas obras, manquito él.
–La manquera persiste de niño a hombre, ¡mentecato! –replicó al comentario (tal vez se sintió aludido) don Mariano.
–¡Mala baba…! –sumaba, dolido, el arquitecto.
–¿Y qué tal? –se interesó el farmacéutico.
–Menciono la manquera para acreditar, so berzas. Estaba bien. Cabildeando para salir de allí cuanto antes. Le di un abrazo y él me devolvió medio, no hubo más. Pero vengo al tema. A ver… Hablábamos Castilla y yo muy enteraditos, y ella, mi prima, una monicaca de apenas catorce años, metió baza en la conversación: no solo exponía con total desparpajo las teorías de Freud, las discrepancias de Adler, o la controversia de Jung y no sé qué más, incluso entraba a desmenuzar el análisis que este hizo del Ulises de Joyce. Claro, esto sorprendió tanto a Castilla que se quedó entre simplote y descolocado; a mí, menos, porque ya conocía cómo se las gastaba la sabiondilla. Se picaron, exhibieron sus lecturas, presumieron de nuevos conocimientos, creo que alguno inventado, yo me abstuve. Ella le argumentó y le replicó con esa suficiencia infantil, tan irritante, que Castilla recogió velas, cerró la boca, dimitió. Y ahora, in illo témpore, viene él y me sale con que no ha olvidado aquella lección que le propinó una mocosa. Al pronto me pareció más, mucho más que sorprendente: algo hervía mal en ese cerebro; resultó incómodo, fuera de lugar. Reconozco que me molestó su interés. Pensé en algo impropio, de tiempo estancado, de necrosis sentimental, muy desagradable. Le respondí, un poco de mala forma, que estaba casada y que tenía dos hijos. Entonces, al ver que retraía la mirada, caí en mi error: él sentía un interés genuino por el desarrollo de una mente privilegiada. Solo quería saber cuán lejos había llegado aquella chiquilla tan precoz. Noté que captó mi confusión; pero no le importó, ni se molestó en aclarar el malentendido. Castilla es así: su propia justificación le vale, no necesita la de otros. En fin, rarezas de solitario –concluyó–. Castilla es un solitario –me dedicaba la información, que, por otra parte, ya sabía.
HG MANUEL
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