La vida nos hace diferentes aunque, en ocasiones, algunas coincidencias nos pueden cambiar el rumbo de nuestras vidas: el color de los ojos, un apellido que no es único, una virtud o un defecto que son transferibles. Nacemos y vivimos con la pretensión insalvable de que nuestra individualidad no se parezca a ninguna otra, de ser distintos, en ocasiones, sin ningún otro propósito que alimentar nuestra vanidad.
Pero también los hay, como es lógico, que quieren perderse en el maremágnum del rebaño. Encuentran su felicidad a la sombra que los demás le han diseñado y no alientan otra ilusión si para alcanzar tal fin tienen que emprender una carrera en solitario. En todo caso, aspiremos a ser unos u otros, siempre vale la pena no ser un clon de cualquiera de los demás y tener al menos en nuestras manos unas huellas dactilares que nos diferencien de los otros.
Flavio Silva Moreira nunca quiso ser de uno o de otro grupo hasta aquella tarde que paseaba tranquilo por las calles de Bilbao y una dotación policial le pidió que se identificase. Cuando los policías introdujeron sus datos en el ordenador central, se tropezaron con una orden de búsqueda, captura e ingreso en prisión contra él. La orden procedía de la Audiencia Provincial de Almería.
Flavio Silva era sincero cuando dijo a la policía y al juez que él era inocente, que no había hecho nada, que nadie en el mundo le buscaba, desgraciadamente. Ni para bien ni para mal. Le esposaron, le subieron a un furgón policial y acabó en la cárcel de Bissauri (Vizcaya).
En efecto, se trataba de un error. Pero hasta que todo se aclaró pasaron 173 días entre rejas. La burocracia judicial alimentó la espera. Comenzaba agosto y tuvo que esperar hasta febrero de 2008 para abandonar la prisión.
Un buen día, el juez de Bilbao se cercioró de que, en efecto, las huellas dactilares de Flavio Silva no coincidían con las del presunto delincuente. El juez pudo haber cotejado las huellas unos meses antes, la Policía le podía haber escuchado, aunque solo fuese por una vez, se decía él mismo.
Para su consuelo, la Policía le entregó un informe que acreditaba “sin lugar a dudas” que el Flavio Silva encarcelado no era el Flavio Silva buscado en Almería por quebrantamiento de condena. El día que salió de la cárcel encontró un frío de febrero que en nada se parecía a aquel 3 de agosto que a partir de entonces siempre quiso olvidar en sus adentros.
Caminó con la sensación confirmada de que cualquier error insignificante cambia el rumbo de una vida para siempre. Afuera nadie le esperaba, pero temía que nadie más le esperase en ninguna parte del mundo que él conocía.
Un informe del Consejo General del Poder Judicial advierte de que la estancia de Flavio Silva en la cárcel le ha generado “graves trastornos psicológicos y ha cercenado su vida laboral”. Desde entonces, deambula por las calles de Bilbao sin trabajo y huyendo de la presencia policial, y no porque se sienta culpable de ningún acto delictivo, sino porque sabe que el ser humano está incapacitado para escuchar cualquier lamento que no entiende y porque la burocracia es tan seria y firme en sus actuaciones que no altera el orden de sus funciones aunque en ello vaya el pecado.
Ahora Flavio Silva, que siempre escucha, pone oídos a su abogado, quien le sugiere que reclame al Estado 175.000 euros por esos 173 días que vivió privado de libertad. Así lo ha hecho. No sabe si lo escucharán algún día, si algún día le darán la razón en esta historia que sufrió en sus propias carnes. Pero algo sabe a ciencia cierta. Que haya sentencia cuando la haya, aún falta mucho tiempo, y que mientras tanto prefiere no pensar en un futuro que le parece demasiado frágil.
Vive ahora como un fugitivo sin causa, como un niño autista que no quiere escapar de su propio laberinto, porque sabe que más allá de sus oídos el silencio se abre como una epidemia sin límites.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 10 de enero de 2011.
Pero también los hay, como es lógico, que quieren perderse en el maremágnum del rebaño. Encuentran su felicidad a la sombra que los demás le han diseñado y no alientan otra ilusión si para alcanzar tal fin tienen que emprender una carrera en solitario. En todo caso, aspiremos a ser unos u otros, siempre vale la pena no ser un clon de cualquiera de los demás y tener al menos en nuestras manos unas huellas dactilares que nos diferencien de los otros.
Flavio Silva Moreira nunca quiso ser de uno o de otro grupo hasta aquella tarde que paseaba tranquilo por las calles de Bilbao y una dotación policial le pidió que se identificase. Cuando los policías introdujeron sus datos en el ordenador central, se tropezaron con una orden de búsqueda, captura e ingreso en prisión contra él. La orden procedía de la Audiencia Provincial de Almería.
Flavio Silva era sincero cuando dijo a la policía y al juez que él era inocente, que no había hecho nada, que nadie en el mundo le buscaba, desgraciadamente. Ni para bien ni para mal. Le esposaron, le subieron a un furgón policial y acabó en la cárcel de Bissauri (Vizcaya).
En efecto, se trataba de un error. Pero hasta que todo se aclaró pasaron 173 días entre rejas. La burocracia judicial alimentó la espera. Comenzaba agosto y tuvo que esperar hasta febrero de 2008 para abandonar la prisión.
Un buen día, el juez de Bilbao se cercioró de que, en efecto, las huellas dactilares de Flavio Silva no coincidían con las del presunto delincuente. El juez pudo haber cotejado las huellas unos meses antes, la Policía le podía haber escuchado, aunque solo fuese por una vez, se decía él mismo.
Para su consuelo, la Policía le entregó un informe que acreditaba “sin lugar a dudas” que el Flavio Silva encarcelado no era el Flavio Silva buscado en Almería por quebrantamiento de condena. El día que salió de la cárcel encontró un frío de febrero que en nada se parecía a aquel 3 de agosto que a partir de entonces siempre quiso olvidar en sus adentros.
Caminó con la sensación confirmada de que cualquier error insignificante cambia el rumbo de una vida para siempre. Afuera nadie le esperaba, pero temía que nadie más le esperase en ninguna parte del mundo que él conocía.
Un informe del Consejo General del Poder Judicial advierte de que la estancia de Flavio Silva en la cárcel le ha generado “graves trastornos psicológicos y ha cercenado su vida laboral”. Desde entonces, deambula por las calles de Bilbao sin trabajo y huyendo de la presencia policial, y no porque se sienta culpable de ningún acto delictivo, sino porque sabe que el ser humano está incapacitado para escuchar cualquier lamento que no entiende y porque la burocracia es tan seria y firme en sus actuaciones que no altera el orden de sus funciones aunque en ello vaya el pecado.
Ahora Flavio Silva, que siempre escucha, pone oídos a su abogado, quien le sugiere que reclame al Estado 175.000 euros por esos 173 días que vivió privado de libertad. Así lo ha hecho. No sabe si lo escucharán algún día, si algún día le darán la razón en esta historia que sufrió en sus propias carnes. Pero algo sabe a ciencia cierta. Que haya sentencia cuando la haya, aún falta mucho tiempo, y que mientras tanto prefiere no pensar en un futuro que le parece demasiado frágil.
Vive ahora como un fugitivo sin causa, como un niño autista que no quiere escapar de su propio laberinto, porque sabe que más allá de sus oídos el silencio se abre como una epidemia sin límites.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 10 de enero de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO