–Pues aprovecho y le pregunto. ¿Tiene algún problema… emocional el señor Castilla?
–La preguntita… Mire, y quién, no. Yo hablo de actitud. De cómo se gobierna la ambición. De cómo se entra y se sale de… ¡Bah!, mala idea, déjelo, se despistará –se hartó. Era un tipo nervioso el periodista.
–¿Era bebedor el señor Castilla? –insistí.
–Tanto «señor»… Si le oyera el tratamiento, y tan seguido, seguro que desconfiaba de usted. La verdad es que se las ha cogido, pero no se le puede llamar «bebedor». La juventud es la juventud, y la madurez, pues la madurez. Con esta tontería le digo que de jovencito: estudiante, aspirante a escritor, iconoclasta… con la sopa de ideas que le he descrito, pues se las cogió. Y no por gusto, le entraba mal la bebida; era imitación, pura imitación. Sume a la confusión las maneras del bohemio, a lo Valle-Inclán, porque había leído la biografía escrita por Gómez de la Serna, y a otro… a Cansinos-Asens, los tenía muy manoseados… También probó del agua turbia de Miller, pero ni de lejos se acercó a sus trópicos. Sólo era ingenuo, le repito, un muchacho muy educado que se esforzaba en no parecerlo y a veces se aturdía. Mire, le pongo dos ejemplos. En el primero está lo que él llamaba, secundado por otro que tal bailaba, un amigo suyo, un tal… Hernández, creo…
–Hernández, sí.
–¡Ah!, ¿lo conoce?
–Y le sigue dando al frasco, si hablamos del mismo Hernández.
–Pues le envidio el hígado, a su edad… que será la mía, por cierto. Porque dos Hernández distintos y coincidentes en lo mismo no puede ser. ¿Y él no ha sabido decirle…?
–Me ha dicho, pero no suficiente.
–Lo siento, por usted. Bueno, pues sigo con el primero de esos ejemplos. Le hago la crónica… –se sucedían lapsos, breves caídas de voz, ocupados por ráfagas de tecleo–. Con este, Hernández, un latoso, solía aparecer por nuestro piso y yo los acompañé alguna vez, se iba de tertulias literarias por algunos cafés, todos antiguos o meramente viejos: toque imprescindible era la costra de mugre, y empleo el plural porque duraban en cada sitio lo que el dueño tardaba en hartarse de sus alborotos y largarlos. A ellos acudía la tropilla de letraheridos dispuesta a moquearle la saya a las musas; y allí, entre discusiones, gritos y flatulencias, se cogían la cogorza, tradicional finura, ya sabe, del talento literario. A este repetido ejercicio ellos lo llamaban, asómbrese, el «ibídem literario», y eran de coñac, siempre, y no me pregunte el porqué de esta preferencia, ni del nombrecito absurdo si se tiene en cuenta las veces que cambiaron de local. Los «ibídem», muy de pipiolos, pasaron y ya. El segundo ejemplo de borrachera, una sola y muy seria, es de naturaleza distinta. Verá, le cuento; aunque esto ya no le importa a nadie, y lo conserva mi memoria por extraño y doloroso, un residuo, me lo explico así, del propio hastío de vivir –«¡Vaya!», me dije, «se me ha puesto trascendente el periodista»–. Era nuestro último año de carrera, la exigencia profesional comenzaba a imponerse, yo había realizado mis prácticas veraniegas, ensayaba mis primeros artículos, algún reportaje… Bien, pues casi todos los días, después de nuestra sesión de estudio, a la anochecida, antes de ir al periódico para ganarme el puesto, que diría Pulitzer, no se ría, solíamos darnos una vuelta por la zona; allí nos tropezábamos con amigos, compañeros de estudios, algún ligue y demás… –Lo interrumpió un golpe: el teléfono.
Chirrido de silla, pasos. Silencio.
–¿Oiga? –musité.
La comunicación seguía: unos golpecitos, intercambio lejano de voces… Uno, otro minuto. Decidí que podía aprovechar para concertar otra cita; aún me quedaban por entrevistar algunos de los firmantes del contrato. Usé el otro teléfono, la conversación fue breve: aquellos señores, los últimos de la lista, degustarían una fraternal comida a bordo de un yate «en mitad de la bahía». Pasos que llegaban…
–Perdone –fue su explicación–. Le decía… Sí. Había una chica, guapísima por cierto, que estudiaba historia del arte, con la que solíamos coincidir en uno de aquellos bares, no recuerdo el nombre, de inmediato convertido en parada obligatoria. Ellos se hacían ojitos y se decían sus cosas, siempre a distancia. Se habían encontrado, ¿comprende?, un flechazo. Un buen día hubo pie y Castilla venció su timidez, lo ha sido siempre, un tímido, ¿eh?; se le acercó, digo, y hablaron, con mucho caramelo; tuvieron su aparte, ya sabe. Entonces, alguien, un amigo de ella, el clásico metepatas inoportuno, se presentó, los interrumpió y destrozó el encanto; gracias a ese merluzo no pudieron concretar. Pero no importaba, lo harían al día siguiente; lo capital era que ya se conocían: habían hablado y se gustaban, era evidente. No he visto persona más feliz ni con tantos proyectos ni… ¡Lo que puede la ilusión! Volvimos al día siguiente. Ella no estaba; esperamos, primera decepción. Repetimos; él se quedaba y yo me iba. Al rato volvía y se encerraba en su cuarto, ni media palabra. Así, todos los días, una semana y otra. ¡Decepción, dolor, alarma, qué sé yo! Pasaron unos meses, nuestras rutinas y tal. ¿Y dónde buscarla? Castilla desesperaba. Sólo sabía que estudiaba arte y se llamaba… pongamos un nombre… Encarnación, o Maite, o… bueno, convengamos en Encarnación. Sé que también la buscó en su facultad, pero no dio con ella. Después, un día… entre semana… por la zona, como siempre… él esperanzado, y empeñado en no perderse una cara de chica… ¡pumba!, nos la tropezamos. No se imagina el golpe, la conmoción. Fue eléctrico, una descarga. Quedamos paralizados…
Y se paralizó la línea. ¡Otra vez! Me entraron ganas de mordisquear el teléfono.
Me levanté, di unos pasos por la habitación (no cabían muchos), solo ida y vuelta; fui a la cocina, llené un vaso de agua, di un sorbito… Volví, agarré el teléfono: un zumbidito… Solté aquel aparato mudo, me estiré un dedo, respiré profundo antes de volver a cogerlo… Y, por fin…
–La preguntita… Mire, y quién, no. Yo hablo de actitud. De cómo se gobierna la ambición. De cómo se entra y se sale de… ¡Bah!, mala idea, déjelo, se despistará –se hartó. Era un tipo nervioso el periodista.
–¿Era bebedor el señor Castilla? –insistí.
–Tanto «señor»… Si le oyera el tratamiento, y tan seguido, seguro que desconfiaba de usted. La verdad es que se las ha cogido, pero no se le puede llamar «bebedor». La juventud es la juventud, y la madurez, pues la madurez. Con esta tontería le digo que de jovencito: estudiante, aspirante a escritor, iconoclasta… con la sopa de ideas que le he descrito, pues se las cogió. Y no por gusto, le entraba mal la bebida; era imitación, pura imitación. Sume a la confusión las maneras del bohemio, a lo Valle-Inclán, porque había leído la biografía escrita por Gómez de la Serna, y a otro… a Cansinos-Asens, los tenía muy manoseados… También probó del agua turbia de Miller, pero ni de lejos se acercó a sus trópicos. Sólo era ingenuo, le repito, un muchacho muy educado que se esforzaba en no parecerlo y a veces se aturdía. Mire, le pongo dos ejemplos. En el primero está lo que él llamaba, secundado por otro que tal bailaba, un amigo suyo, un tal… Hernández, creo…
–Hernández, sí.
–¡Ah!, ¿lo conoce?
–Y le sigue dando al frasco, si hablamos del mismo Hernández.
–Pues le envidio el hígado, a su edad… que será la mía, por cierto. Porque dos Hernández distintos y coincidentes en lo mismo no puede ser. ¿Y él no ha sabido decirle…?
–Me ha dicho, pero no suficiente.
–Lo siento, por usted. Bueno, pues sigo con el primero de esos ejemplos. Le hago la crónica… –se sucedían lapsos, breves caídas de voz, ocupados por ráfagas de tecleo–. Con este, Hernández, un latoso, solía aparecer por nuestro piso y yo los acompañé alguna vez, se iba de tertulias literarias por algunos cafés, todos antiguos o meramente viejos: toque imprescindible era la costra de mugre, y empleo el plural porque duraban en cada sitio lo que el dueño tardaba en hartarse de sus alborotos y largarlos. A ellos acudía la tropilla de letraheridos dispuesta a moquearle la saya a las musas; y allí, entre discusiones, gritos y flatulencias, se cogían la cogorza, tradicional finura, ya sabe, del talento literario. A este repetido ejercicio ellos lo llamaban, asómbrese, el «ibídem literario», y eran de coñac, siempre, y no me pregunte el porqué de esta preferencia, ni del nombrecito absurdo si se tiene en cuenta las veces que cambiaron de local. Los «ibídem», muy de pipiolos, pasaron y ya. El segundo ejemplo de borrachera, una sola y muy seria, es de naturaleza distinta. Verá, le cuento; aunque esto ya no le importa a nadie, y lo conserva mi memoria por extraño y doloroso, un residuo, me lo explico así, del propio hastío de vivir –«¡Vaya!», me dije, «se me ha puesto trascendente el periodista»–. Era nuestro último año de carrera, la exigencia profesional comenzaba a imponerse, yo había realizado mis prácticas veraniegas, ensayaba mis primeros artículos, algún reportaje… Bien, pues casi todos los días, después de nuestra sesión de estudio, a la anochecida, antes de ir al periódico para ganarme el puesto, que diría Pulitzer, no se ría, solíamos darnos una vuelta por la zona; allí nos tropezábamos con amigos, compañeros de estudios, algún ligue y demás… –Lo interrumpió un golpe: el teléfono.
Chirrido de silla, pasos. Silencio.
–¿Oiga? –musité.
La comunicación seguía: unos golpecitos, intercambio lejano de voces… Uno, otro minuto. Decidí que podía aprovechar para concertar otra cita; aún me quedaban por entrevistar algunos de los firmantes del contrato. Usé el otro teléfono, la conversación fue breve: aquellos señores, los últimos de la lista, degustarían una fraternal comida a bordo de un yate «en mitad de la bahía». Pasos que llegaban…
–Perdone –fue su explicación–. Le decía… Sí. Había una chica, guapísima por cierto, que estudiaba historia del arte, con la que solíamos coincidir en uno de aquellos bares, no recuerdo el nombre, de inmediato convertido en parada obligatoria. Ellos se hacían ojitos y se decían sus cosas, siempre a distancia. Se habían encontrado, ¿comprende?, un flechazo. Un buen día hubo pie y Castilla venció su timidez, lo ha sido siempre, un tímido, ¿eh?; se le acercó, digo, y hablaron, con mucho caramelo; tuvieron su aparte, ya sabe. Entonces, alguien, un amigo de ella, el clásico metepatas inoportuno, se presentó, los interrumpió y destrozó el encanto; gracias a ese merluzo no pudieron concretar. Pero no importaba, lo harían al día siguiente; lo capital era que ya se conocían: habían hablado y se gustaban, era evidente. No he visto persona más feliz ni con tantos proyectos ni… ¡Lo que puede la ilusión! Volvimos al día siguiente. Ella no estaba; esperamos, primera decepción. Repetimos; él se quedaba y yo me iba. Al rato volvía y se encerraba en su cuarto, ni media palabra. Así, todos los días, una semana y otra. ¡Decepción, dolor, alarma, qué sé yo! Pasaron unos meses, nuestras rutinas y tal. ¿Y dónde buscarla? Castilla desesperaba. Sólo sabía que estudiaba arte y se llamaba… pongamos un nombre… Encarnación, o Maite, o… bueno, convengamos en Encarnación. Sé que también la buscó en su facultad, pero no dio con ella. Después, un día… entre semana… por la zona, como siempre… él esperanzado, y empeñado en no perderse una cara de chica… ¡pumba!, nos la tropezamos. No se imagina el golpe, la conmoción. Fue eléctrico, una descarga. Quedamos paralizados…
Y se paralizó la línea. ¡Otra vez! Me entraron ganas de mordisquear el teléfono.
Me levanté, di unos pasos por la habitación (no cabían muchos), solo ida y vuelta; fui a la cocina, llené un vaso de agua, di un sorbito… Volví, agarré el teléfono: un zumbidito… Solté aquel aparato mudo, me estiré un dedo, respiré profundo antes de volver a cogerlo… Y, por fin…
HG MANUEL
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