“A mí lo que me gusta es pasármelo bien”. Esta frase bien podría haber sido dicha por un adolescente al que en clase se le pregunta qué es lo que piensa hacer en el futuro o a una chica a la que se la entrevista acerca de cómo se siente tras más de dos años de mascarillas tapándole la cara y ahora cree que la vida le sonríe (o algo parecido), por lo que calcula que tendrá la posibilidad de duplicar su tiempo de jolgorio.
Pero, no. La frase me la dijo mi nieto Abel, con cuatro años recién cumplidos, en la última ida a Barcelona y en medio de los interminables juegos que manteníamos. Y no es nada anormal que lo diga con todo desparpajo un crío de su edad, pues, para los que tienen más o menos sus años, “vivir es jugar”, ya que todo lo demás –comer, dormir, asearse, estar en el cole, etcétera– son pausas o intermedios que se producen en medio de esa fiesta que es la vida.
Esto se lo comenté a sus padres, al tiempo que, con cierta ironía, les añadí: “Este niño, sin saberlo, es un claro discípulo de Epicuro, aquel filósofo griego que consideraba que la filosofía servía para encontrar el verdadero sentido de la vida: el gozo o disfrute de la existencia; nada de las vueltas y revueltas mentales que predicaban Platón o Aristóteles”.
Y en cierto sentido, lo que me dijo Abel (que no sé si fue una ocurrencia suya o se la había escuchado a alguien) estaba bastante cargado de razón: si a todos nos dieran a elegir, seguro que nos decantaríamos por eso de pasarlo bien el mayor tiempo posible. Pero, ay, sabemos que a la vuelta de la esquina, es decir, cuando se cumplen algunos lustros más, nos tropezaremos con la dura realidad, por lo que comenzamos a saber que hay que “ganarse el pan son el sudor de la frente”.
En apoyo de ese pensamiento tan sencillo (y tan contundente) de mi nieto acude también Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, cuando nos indica que el principio del placer es uno de los motores de la existencia humana. Nadie quiere sufrir, nadie quiere pasarlo mal, nadie desea ser maltratado, nadie quiere los dichosos virus…, a menos que uno fuera masoquista (que también los hay).
Es por ello que el propio Freud nos abría los ojos cuando nos aclaraba que esos paraísos de los que nos hablan las religiones monoteístas, a fin de cuentas, no dejan de ser narrativas fantaseadas del grato recuerdo que portamos en nuestras memorias de la infancia; paraísos que suelen clausurarse cuando se entra en la adolescencia y se comprueba que el mundo no es precisamente un “parque de atracciones”.
Pero está muy bien que padres y madres no agobien a sus hijos menores alertándoles constantemente con las duras tareas que les espera en el futuro y, en cambio, dediquen tiempo a estar con ellos participando en sus juegos o actividades lúdicas. Personalmente, estoy convencido que, en gran medida, la capacidad de disfrute, una vez que se entra en la adultez, proviene de aquellos años en los que nos divertíamos incluso con las cosas más nimias.
Esto lo han comprendido la mayor parte de los nuevos padres/madres. Entienden ellos que la vida no debe ser “valle de lágrimas” (tal como se nos decía en épocas pretéritas) al que se viene a sufrir, con la coartada de que cuanto más padecieras estarías en mejores condiciones de ganarte un buen puesto en ese paraíso imaginario que nos esperaba al final de nuestros días.
Y para que se entienda que disfrutar de lo bueno que nos ofrece la vida no es un vicio o un error, puedo aportar numerosas escenas de niños y niñas que han plasmado cuando les pedía que dibujasen a sus familias y lo hacían expresando esa alegría de vivir que preside sus existencias.
Unas de las representaciones más habituales de la alegría de vivir son aquellas escenas en las que los pequeños aparecen acompañando a sus padres en sus salidas al campo, tal como observamos en el dibujo anterior. En ella, la autora nos muestra una caminata en plena naturaleza conjuntamente con sus padres y su hermana pequeña. A los cuatro se les ve sonrientes y portando un bastón con el que se apoyan en sus recorridos.
He manifestado que en la memoria de los adultos se archivan y perviven aquellos días de la más remota infancia en los que se celebraban algunas fiestas tradicionales y se participaba del júbilo colectivo. Esto es lo que manifiesta en su dibujo un niño de cinco años. Así, en la escena que ha dibujado aparece disfrutando con sus padres y su hermano más pequeño, y en la que todos se encuentran tocando las campanillas de barro, siguiendo la tradición popular de su barrio.
Otra manifestación de alegría es la de disfrazarse de los míticos personajes de algunas tradiciones, de los protagonistas de cuentos o de afamadas películas. Desde edades tempranas, soñamos con ser aquellos personajes, especialmente de la ficción, que nos han llenado la mente de las más insólitas aventuras. No es de extrañar, pues, que la pequeña autora del dibujo precedente se haya dibujado de una especie de “Mamá Noel” durante las Navidades para repartir los numerosos regalos que ella imagina que llevará a las casas que tendrá que visitar.
Al igual que la alegría que se produce al entrar en lo que el gran psicólogo Jean Piaget llamaba como “juego simbólico”, se manifiesta cuando hay que vestirse con un traje especial característico de determinadas fiestas. Es lo que muestra la niña de ocho años que se ha dibujado toda contenta vestida con el traje de flamenca para acudir a la caseta con sus padres y disfrutar de los días de feria. Se trata de un vestido que lleva en contadas ocasiones, pero con las que sueña para verse engalanada de ese modo.
También, de mayor, se suelen recordar con especial intensidad las visitas que se realizaron a espacios singulares, como son, por ejemplo, los museos, los circos o los parques de atracciones. Un ejemplo podría ser el que nos muestra este chico de diez años, que se dibuja juntos a sus padres en las sillas de una montaña rusa. Tal como me comentó, aquella experiencia para él implicaba el reto de superar el temor previo que le producía el riesgo de enfrentarse a algo que no había llevado con anterioridad.
Todos crecemos; también los niños. Y llega el momento en el que se abre la idea de lo que uno podría ser en el futuro. Son muchas las imágenes que aparecen en sus mentes. De todos modos, hay casos en los que esa anticipación se une con algunas de las cualidades que empiezan a despertar en ellos. Es lo que acontece con el magnífico dibujo de la portada; o el que acabamos de ver, en el que la autora, una chica de once años, como si fuera una hábil pintora que, sentada y delante del caballete, se nos muestra toda dichosa dando rienda suelta a sus habilidades pictóricas. Es la alegría de imaginarse en un mundo en el que felizmente podrán desenvolverse con sus propias capacidades creativas.
Para cerrar, quisiera indicar que la próxima vez que me vea de manera directa con Abel le volveré a preguntar sobre qué es lo más importante para él. Posiblemente, dado que es un niño de corta edad, me lo vuelva a repetir con una explicación algo más amplia. Será una manifestación de que la alegría de vivir la experimenta de forma muy viva en el mundo que lo rodea (y menos mal para él que no se entera de lo que ahora tenemos encima).
Pero, no. La frase me la dijo mi nieto Abel, con cuatro años recién cumplidos, en la última ida a Barcelona y en medio de los interminables juegos que manteníamos. Y no es nada anormal que lo diga con todo desparpajo un crío de su edad, pues, para los que tienen más o menos sus años, “vivir es jugar”, ya que todo lo demás –comer, dormir, asearse, estar en el cole, etcétera– son pausas o intermedios que se producen en medio de esa fiesta que es la vida.
Esto se lo comenté a sus padres, al tiempo que, con cierta ironía, les añadí: “Este niño, sin saberlo, es un claro discípulo de Epicuro, aquel filósofo griego que consideraba que la filosofía servía para encontrar el verdadero sentido de la vida: el gozo o disfrute de la existencia; nada de las vueltas y revueltas mentales que predicaban Platón o Aristóteles”.
Y en cierto sentido, lo que me dijo Abel (que no sé si fue una ocurrencia suya o se la había escuchado a alguien) estaba bastante cargado de razón: si a todos nos dieran a elegir, seguro que nos decantaríamos por eso de pasarlo bien el mayor tiempo posible. Pero, ay, sabemos que a la vuelta de la esquina, es decir, cuando se cumplen algunos lustros más, nos tropezaremos con la dura realidad, por lo que comenzamos a saber que hay que “ganarse el pan son el sudor de la frente”.
En apoyo de ese pensamiento tan sencillo (y tan contundente) de mi nieto acude también Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, cuando nos indica que el principio del placer es uno de los motores de la existencia humana. Nadie quiere sufrir, nadie quiere pasarlo mal, nadie desea ser maltratado, nadie quiere los dichosos virus…, a menos que uno fuera masoquista (que también los hay).
Es por ello que el propio Freud nos abría los ojos cuando nos aclaraba que esos paraísos de los que nos hablan las religiones monoteístas, a fin de cuentas, no dejan de ser narrativas fantaseadas del grato recuerdo que portamos en nuestras memorias de la infancia; paraísos que suelen clausurarse cuando se entra en la adolescencia y se comprueba que el mundo no es precisamente un “parque de atracciones”.
Pero está muy bien que padres y madres no agobien a sus hijos menores alertándoles constantemente con las duras tareas que les espera en el futuro y, en cambio, dediquen tiempo a estar con ellos participando en sus juegos o actividades lúdicas. Personalmente, estoy convencido que, en gran medida, la capacidad de disfrute, una vez que se entra en la adultez, proviene de aquellos años en los que nos divertíamos incluso con las cosas más nimias.
Esto lo han comprendido la mayor parte de los nuevos padres/madres. Entienden ellos que la vida no debe ser “valle de lágrimas” (tal como se nos decía en épocas pretéritas) al que se viene a sufrir, con la coartada de que cuanto más padecieras estarías en mejores condiciones de ganarte un buen puesto en ese paraíso imaginario que nos esperaba al final de nuestros días.
Y para que se entienda que disfrutar de lo bueno que nos ofrece la vida no es un vicio o un error, puedo aportar numerosas escenas de niños y niñas que han plasmado cuando les pedía que dibujasen a sus familias y lo hacían expresando esa alegría de vivir que preside sus existencias.
Unas de las representaciones más habituales de la alegría de vivir son aquellas escenas en las que los pequeños aparecen acompañando a sus padres en sus salidas al campo, tal como observamos en el dibujo anterior. En ella, la autora nos muestra una caminata en plena naturaleza conjuntamente con sus padres y su hermana pequeña. A los cuatro se les ve sonrientes y portando un bastón con el que se apoyan en sus recorridos.
He manifestado que en la memoria de los adultos se archivan y perviven aquellos días de la más remota infancia en los que se celebraban algunas fiestas tradicionales y se participaba del júbilo colectivo. Esto es lo que manifiesta en su dibujo un niño de cinco años. Así, en la escena que ha dibujado aparece disfrutando con sus padres y su hermano más pequeño, y en la que todos se encuentran tocando las campanillas de barro, siguiendo la tradición popular de su barrio.
Otra manifestación de alegría es la de disfrazarse de los míticos personajes de algunas tradiciones, de los protagonistas de cuentos o de afamadas películas. Desde edades tempranas, soñamos con ser aquellos personajes, especialmente de la ficción, que nos han llenado la mente de las más insólitas aventuras. No es de extrañar, pues, que la pequeña autora del dibujo precedente se haya dibujado de una especie de “Mamá Noel” durante las Navidades para repartir los numerosos regalos que ella imagina que llevará a las casas que tendrá que visitar.
Al igual que la alegría que se produce al entrar en lo que el gran psicólogo Jean Piaget llamaba como “juego simbólico”, se manifiesta cuando hay que vestirse con un traje especial característico de determinadas fiestas. Es lo que muestra la niña de ocho años que se ha dibujado toda contenta vestida con el traje de flamenca para acudir a la caseta con sus padres y disfrutar de los días de feria. Se trata de un vestido que lleva en contadas ocasiones, pero con las que sueña para verse engalanada de ese modo.
También, de mayor, se suelen recordar con especial intensidad las visitas que se realizaron a espacios singulares, como son, por ejemplo, los museos, los circos o los parques de atracciones. Un ejemplo podría ser el que nos muestra este chico de diez años, que se dibuja juntos a sus padres en las sillas de una montaña rusa. Tal como me comentó, aquella experiencia para él implicaba el reto de superar el temor previo que le producía el riesgo de enfrentarse a algo que no había llevado con anterioridad.
Todos crecemos; también los niños. Y llega el momento en el que se abre la idea de lo que uno podría ser en el futuro. Son muchas las imágenes que aparecen en sus mentes. De todos modos, hay casos en los que esa anticipación se une con algunas de las cualidades que empiezan a despertar en ellos. Es lo que acontece con el magnífico dibujo de la portada; o el que acabamos de ver, en el que la autora, una chica de once años, como si fuera una hábil pintora que, sentada y delante del caballete, se nos muestra toda dichosa dando rienda suelta a sus habilidades pictóricas. Es la alegría de imaginarse en un mundo en el que felizmente podrán desenvolverse con sus propias capacidades creativas.
Para cerrar, quisiera indicar que la próxima vez que me vea de manera directa con Abel le volveré a preguntar sobre qué es lo más importante para él. Posiblemente, dado que es un niño de corta edad, me lo vuelva a repetir con una explicación algo más amplia. Será una manifestación de que la alegría de vivir la experimenta de forma muy viva en el mundo que lo rodea (y menos mal para él que no se entera de lo que ahora tenemos encima).
AURELIANO SÁINZ