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Antonio López Hidalgo | Días de primavera y de sospechas con Víctor Silva

En su libro La desilusión de la imagen –un título perfecto– leo una frase enigmática y poderosa: “La imagen es como un equilibrista que camina sobre una cuerda en suspensión”. El título viene de lejos. Tal vez de Platón, de las discusiones bizantinas en el contexto del cristianismo o los rechazos islámicos hacia la imagen, de la imposibilidad de crear imágenes sobre los campos de concentración o de la actualidad televisiva o informática.


Escribe Víctor Silva al final del libro: “Cuentan que las imágenes nos reconcilian con el olvido, pero, también, que como el brujo del fármacon es el remedio y la enfermedad. Imagen, imaginario o imaginación. Ojo, mirada y visión. Ocultamiento o desvelamiento”. El autor concluye el libro entre penumbras y sin divagaciones: “Entre las tinieblas avanzan los zombis perseguidos por los vampiros. Aquéllos son tenebrosos porque cruzan por la vida y la muerte sin cargo de conciencia. Estos últimos, como el capitalismo, prefieren extraer la sangre del cuerpo emancipado. Entre ambos, las tinieblas; es decir, el espacio donde no hay luz ni oscuridad. El intersticio de la imagen”.

Leo en voz alta el último párrafo de este libro esclarecedor. Víctor está frente a mí, apoyado en una mesa alta, ambos sentados en sendos taburetes y bebiendo el segundo o el tercer gintónic. La tarde dará para más, claro. Su voz es cadenciosa, serena, de tono bajo y de oratoria precisa y cuidada, con acento uruguayo. Tiene los dientes algo desordenados, la inteligencia bien puesta, la bondad tan a flor de piel que le daña la epidermis. No se puede ir desnudo por la vida. Las canas definen ya su perfil, algo grueso, asmático sin solución, enamorado con solvencia de su familia y de su vida, no alcanza el metro setenta, sonríe, siempre sonríe. Es un hombre de izquierdas, a pecho descubierto.

Hemos paseado todo el día por las calles de Zaragoza buscando unos zapatos que no encuentro. Esta primavera de 2019 es soleada y fría. Invita a frecuentar bares, a beber, a charlar de cosas frugales y de casos profundos e intraducibles al momento presente. En un comercio, cuyo nombre nunca he logrado recordar, me calzo unos zapatos de piel, de un color que oscila entre el oscuro azul de mar y el azul silbante y metálico de la marca Norit de mi niñez. Cada vez que me los calzo, oigo su voz en las calles de la capital aragonesa, proponiendo otra nueva sentada en otro bar que no conozco. Ahora lo miro y recuerdo su rostro con precisión, pero al instante su imagen se desvanece y descompone en trozos que no logro articular en un puzle coherente y armonioso. Me siento, lo diría él, como un equilibrista que camina sobre una cuerda en suspensión. La memoria es muy chica y la vida, en ocasiones, demasiado breve. No hay lugar casi para nada en esta residencia en la tierra, que diría Pablo Neruda.

Dicen que murió una tarde de agosto. Se tendió a dormir la siesta en aquel verano extraño para todos, y nunca más despertó. Lo encontraron vestido, tendido en la cama, con el ventilador encendido. Sus aspas giraban en torno al mismo eje como un reloj sin tiempo. Ahora sabemos sobre todo que el tiempo se va por las rendijas de cualquier puerta cuando un amigo muere. Después pasan las horas como si el mundo se hubiese parado en seco por días, por décadas, por siglos. A veces, la existencia es una pura sensación incontestable. Me decía que había nacido para escribir. Era lo que más le amaba. Aquel verano del olvido, se quedó solo en casa con su escritura, con sus libros, con sus divagaciones. Para sus vacaciones no necesitaba que el mar se le metiera en mitad de la habitación. A él le bastaba con escucharlo, con saber que seguía ahí, en alguna otra parte.

Pero la frase más enigmática de aquel libro que ahora hojeo es la dedicatoria: Para Antonio, amigo de la “sospecha”. La palabra “sospecha”, claro, era una metáfora encriptada de la duda, de la felicidad, de la esperanza, de la amistad, de la escritura, de la propia sospecha. Para nosotros, todos eran sospechosos: de conspiración, de lealtad, de vulgaridad, de excepcionalidad. Todo andaba envuelto en algún tipo o mito de sospecha: el amor, la amistad, la seducción, la impostura, la sobriedad y, por supuesto, la embriaguez en todas sus múltiples modalidades. Era un espía de lo cotidiano, de la vida diaria, de los momentos fugaces que se desvanecen apenas los recuerdas. Víctor Silva, el amigo, era incluso más.

Es difícil transformar las horas de una jornada en un día diferente y único. Y Víctor lo lograba. Otra vez está frente a mí. Me pregunta si podré con el sexto gintónic. Indaga mi respuesta sonriendo, como si hablara de Platón, de Umberto Eco o de Slavoj Žižek. Le digo, también sonriendo, que lo intentaré. El último gintónic no lo tomé. Aún lo sigo esperando. Algunas citas, no por tardías o remotas, se anulan. Vivo en Sevilla, pero sigo sentado en el mismo taburete frente a Víctor. Es solo una imagen, algo dañada por el paso del tiempo. Pero no hay desilusión en ella.

Creo que los alumnos le querían. Él les dejaba ausentarse del aula, dejando a un lado la clase de teoría crítica, para que se pudieran manifestarse contra la sentencia de la Manada. Escribe una de sus alumnas, Naiare Rodríguez, que aquella aula era un ágora abierta y libre. Lo pude comprobar al día siguiente. María Angulo me había invitado a la Universidad de Zaragoza para dialogar con sus alumnos y con los de Víctor. Hablamos de la entrevista y del reportaje, del oficio del periodismo, de la vocación por la literatura, de estos tiempos de realidad virtual que desdibujaban un horizonte que siempre hemos sabido recomponer en sueños y en revoluciones inválidas. Siempre iba con su termo de mate y sus libros bajo el brazo. Solo contaba 48 años aquel 17 de agosto que a todos se nos atascó en la garganta, en las vísceras, en el alma.

Ha dejado para su publicación dos libros inéditos. El primero, titulado Interrupciones. El segundo es un manual para la asignatura Cultura de Masas. Con toda probabilidad, en su ordenador, alguien encontrará algún día archivos con artículos, proyectos de otros libros, anotaciones para la vida, todos productos de su inagotable trabajo y de su riquísima preparación intelectual. Algún día volveré por Zaragoza y buscaré el pub en el que compartimos varias tardes de aquella primavera del recuerdo. Apoyaré los codos en la misma mesa, me sentaré en el mismo taburete y esperaré su regreso incuestionable. No importa que se retrase. Sé que a veces era impuntual. Mientras tanto, pediré dos gintónics y veré su rostro de hombre bueno frente a mí, consciente -lo aprendí de él- de que algunas imágenes siempre vuelven cargadas de ilusión y de sospechas. Él ya me entiende.

(Capítulo recogido en el libro Catástrofe y comunicación: la pugna por las imágenes. Homenaje a Víctor Silva. INCOM UAB Publicacions, 2021)

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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