En mi opinión, El marinero (Madrid, Hermida Editores) resulta –puede resultar– esclarecedor para los conocedores de la obra poética de Fernando Pessoa (1888-1935) y orientador para los que aún no han leído sus creaciones. A los primeros les descubre las raíces de su concepción teatral y a los segundos les proporciona las claves de sus propósitos como artista, como intelectual, como creador y como pensador.
Tengamos en cuenta que El marinero no es un simple libreto, un mero guion destinado a la representación escenográfica sino un texto que nos lo ofrece para que lo leamos, lo escuchemos y lo pensemos en la soledad y para que lo interioricemos en nuestra conciencia íntima. Es un conjunto de sugerentes ideas que, además de sorprendernos, nos hacen dudar de nuestras convencionales certezas y, a veces, a sospechar del significado de nuestras palabras usuales.
Como acertadamente indica Pablo Javier Pérez López, en su imprescindible y agudo prólogo, el teatro de Pessoa es “extático” porque ahonda en el fondo misterioso del alma humana, porque “denuncia el desequilibrio del teatro entre la acción y el pensamiento” y “estático” porque, en vez de movimientos espaciales, revela los ecos secretos y misteriosos que las palabras despiertan en el espíritu: en el suyo y en el nuestro.
Esta obra estimula nuestra reflexión sobre la realidad y sobre la irrealidad de los tiempos pasados, presentes y futuros, sobre las verdades y sobre los errores de la vida, sobre los significados de los sueños mientras dormimos o mientras estamos despiertos, y sobre los significados de las palabras y de los silencios, de esos silencios que toman cuerpo, hacen cosas y nos envuelven como una misteriosa capa. Los sueños que crean y cincelan en la materia del alma los paisajes, las calles, los callejones, los barrios, las murallas de los muelles, los puertos e, incluso, a las gentes porque, en resumen, todas las cosas, todas las vidas son soñadas.
El cuarto oscuro de un castillo antiguo, en el que se celebra la conversación, los cuatro faroles en las esquinas, la ventana desde la que se ve, entre dos montes lejanos, un pequeño espacio de mar, y, sobre todo, las tres doncellas que, vestidas de blanco, velan el cadáver de otra joven depositada en un ataúd colocado sobre un catafalco desvelan la personalidad del poeta Fernando Pessoa, expresan la esencial contradicción de la vida humana y constituyen el resumen del principal recurso de su obra: la paradoja.
Tengamos en cuenta que El marinero no es un simple libreto, un mero guion destinado a la representación escenográfica sino un texto que nos lo ofrece para que lo leamos, lo escuchemos y lo pensemos en la soledad y para que lo interioricemos en nuestra conciencia íntima. Es un conjunto de sugerentes ideas que, además de sorprendernos, nos hacen dudar de nuestras convencionales certezas y, a veces, a sospechar del significado de nuestras palabras usuales.
Como acertadamente indica Pablo Javier Pérez López, en su imprescindible y agudo prólogo, el teatro de Pessoa es “extático” porque ahonda en el fondo misterioso del alma humana, porque “denuncia el desequilibrio del teatro entre la acción y el pensamiento” y “estático” porque, en vez de movimientos espaciales, revela los ecos secretos y misteriosos que las palabras despiertan en el espíritu: en el suyo y en el nuestro.
Esta obra estimula nuestra reflexión sobre la realidad y sobre la irrealidad de los tiempos pasados, presentes y futuros, sobre las verdades y sobre los errores de la vida, sobre los significados de los sueños mientras dormimos o mientras estamos despiertos, y sobre los significados de las palabras y de los silencios, de esos silencios que toman cuerpo, hacen cosas y nos envuelven como una misteriosa capa. Los sueños que crean y cincelan en la materia del alma los paisajes, las calles, los callejones, los barrios, las murallas de los muelles, los puertos e, incluso, a las gentes porque, en resumen, todas las cosas, todas las vidas son soñadas.
El cuarto oscuro de un castillo antiguo, en el que se celebra la conversación, los cuatro faroles en las esquinas, la ventana desde la que se ve, entre dos montes lejanos, un pequeño espacio de mar, y, sobre todo, las tres doncellas que, vestidas de blanco, velan el cadáver de otra joven depositada en un ataúd colocado sobre un catafalco desvelan la personalidad del poeta Fernando Pessoa, expresan la esencial contradicción de la vida humana y constituyen el resumen del principal recurso de su obra: la paradoja.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO