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José Antonio Hernández | El día de la langosta

En esta ocasión me permito confesar que, desde hace más de quince años, tenía curiosidad de leer El día de la langosta (Madrid, Hermida Editores, 2022), de Nathanael West, una obra a la que aludía el crítico Harold Bloom en aquel libro provocador titulado El canon occidental, “un catálogo de libros preceptivos” en el que, como es sabido, nos ofrece una relación crítica de los escritores más representativos e influyentes de nuestra literatura.


Reconozco que Nathanael West era uno de los autores cuyas obras yo desconocía totalmente y cuya búsqueda ha sido baldía hasta que, finalmente, Hermida Editores ha publicado una traducción española de El día de la langosta, publicada en 1939 y que fue llevada al cine en 1975 con el mismo título.

El relato se desarrolla en Hollywood, California, durante la Gran Depresión, y plantea la desasosegada convivencia de quienes merodeaban en los alrededores de la industria cinematográfica. En mi opinión, uno de los mayores alicientes de esta obra de ficción es la eficacia con la que, a pesar de que nos traslada a un mundo alejado del nuestro, temporal, geográfica y culturalmente, nos explica unas actitudes y unas conductas que, en diferentes grados, son análogas a los comportamientos que, en la actualidad, son frecuentes en ambientes próximos a nosotros.

También aquí y ahora, por ejemplo, gran parte de la gente viste ropa deportiva que no es para hacer deporte sino, simplemente, son “disfraces” para dar a entender lo que no somos, pero deseamos serlo. También aquí y ahora, “es difícil reírse de la necesidad de la belleza y del romance”. Tengo la impresión de que, en gran medida, ilusionarnos con las apariencias y con las aspiraciones es, simplemente, vivir.

Como es sabido, las peripecias humanas que narran las novelas –las buenas novelas– poseen un fondo de convicciones y de convenciones que, de manera más o menos explícitas, se repiten en las diferentes épocas y en las distintas culturas.

Gracias a la descripción de los escenarios en los que se desarrollan los diversos episodios, a los escuetos dibujos de los personajes y, sobre todo, a la hábil narración de los sorprendentes episodios, la lectura de esta obra me ha generado la sensación de que yo también participaba como un espectador privilegiado en aquel mundillo.

Estoy convencido de que aquí, muy cerca de nosotros o, al menos, en algunos programas de televisión, podemos reconocer, aunque con diferentes nombres, a personajes como, por ejemplo, el pintor Tod Hackett, el exencargado de contabilidad en un hotel, Homer Simpson, o la aspirante a actriz Faye Greener, esos seres originales que merodean por los alrededores de las salas de cines, de las plazas de toros o de los estadios deportivos buscando oportunidades.

A mi juicio, uno de los valores literarios de este relato es la habilidad con la que el autor Nathanael West estimula sensaciones y emociones que, en conjunto, proyectan una realidad humana que sigue vigente en nuestra sociedad actual.

Todos hemos escuchado reiteradas veces que la literatura nace de un conflicto con el mundo, de un choque de conductas, de una puesta en cuestión de la realidad que vivimos. Esta novela explica nuestra reacción ante situaciones adversas, nos abre vías para expresar emociones negativas o para mostrar sentimientos positivos y, a veces, para manifestar el malestar interior por acciones inmorales que tienen lugar aquí mismito, a nuestro lado.

Parto del supuesto, sin embargo, de que la estética y, más concretamente, la literatura, poseen la autonomía de la imaginación del lector que interpreta, que valora y que disfruta con los relatos desde la profundidad y desde la originalidad de su yo. Curiosamente, Tod Hackett que había acudido para buscar inspiración para su pintura, descubrió un nuevo rumbo en medio de las violencias de las escenas finales.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
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