Bebió, y lo vi beber, despacio y sin deleite; un trago de sediento que apuró el vaso. Sorbió largo y sonoro por la nariz; removió la boca y se la apuñó, un gesto que surgía, eso creí, de un borroso desespero. Dejó caer la mano sobre la rodilla y quedó estático, introspectivo.
“Y si invierte la perspectiva, (…) entrará la ciudad, el barrio, la calle, el café, uno como este, y en él alguien bebe, como nosotros”
Yo también empiné el codo, pero solo me mojé los labios, no se me ocurrió otra cosa.
Se le pasó el atasco y llamó con chifle imperativo; a su efecto, respingó el camarero y acudió solícito al relleno y a la entrega de la siguiente bandejita de anchoas –«Cualquier día me da un infarto», protestó el hombre, a media voz, para sí–. Palillo en ristre, cada cual pescó la suya.
–La salazón es mala para la tensión, el vermú endulza y colabora, el muy ladino –declaró–. ¿Usted la padece?
Dije que no.
Hernández me miró, parece que con añoranza, y sopesó mi respuesta durante un minuto.
–La virtud de su edad lo defiende –concluyó, y se mantuvo asintiendo con parsimonioso cabeceo.
Y de nuevo, presto el vaso, le acudió el verbo.
–Yo, para explicarme, ahora por explicarle a usted, necesito atrapar las palabras, una a una, por el ala y por el rabo, y es un trabajo agotador; pero si callo toda esa compleja cacería de sonidos, entonces pienso, solo pienso, y del pensar nadie se entera. En mi mente flora y ramifica todo lo que después digo, y no es milagro –me advirtió–, en idea total o insondable en menos que termina la imperfecta duración de un instante o suspiro, porque como usted sabe, o se lo digo, la perfección es un problema insurrecto: no tiene solución porque es infinita: contiene el tiempo, que está sin estar, ¿comprende?, y entonces ¿dónde queda el instante o suspiro? … –le dio un hipo severo que le agrandó los ojos–. La palabra es un recurso muy limitado, ¿capta la contradicción?, y deteriora la idea, porque la magrea y la degrada; es una simple gota que condensa y cae de su nube. Pero sin la palabra, el pensamiento desespera y enloquece, se pone a dar gritos que solo él oye.
Tras esto, el hipido se repitió.
En el local, tan agitado como un acuario, nadie entraba, nadie salía y nadie se movía, incluidos los viejales del fondo. De tácito acuerdo, así venía la cosa, y sin decir ni mu, Hernández y yo nos repartimos otro par de anchoas y mojamos pan en la bandejita blanche venialmente mellada por el borde. Nos limpiamos la boca, estrujamos las servilletitas y le dimos al trago.
–Lo que le decía… –se reanimó Hernández, y el silencio, con mucha discreción, se dio el piro–. También le sucede a Castilla, en el plano literario me refiero. Ahí coincidimos, ¿ve?, y por ello discutimos y discutimos y discutimos. ¡Era estupendo! –evocó nostálgico–. ¿Dónde está el día de hoy, o el de ayer, supongamos? Si usted rompe los calendarios y manda a paseo las cuatro estaciones, Vivaldi excluido: es de la grey, a tempo evoca las estaciones y sus fenómenos por la cuerda del violín, ¿dónde coloca hoy? A mí sólo me afecta el brillo, el lustre efímero que cada hora pone en los colores. Porque ellos, los colores, no se extravíe –me despabiló con un par de pasadas mágicas de manos por delante de la cara–, crean la ciudad: sus cielos y sus muros, las aceras y los balcones, el árbol y sus hojas. Si tomo la paleta y quiero copiarlos, me pierdo en su infinitud… y fracaso ‒inciso, un trago‒. Verá, usted está ahí y yo aquí, ¿cree que vemos lo mismo? La posición de la persona ¿no crea lugares diferentes y, en consecuencia, distintas maneras de situar el mundo? Ahí, ¿ve?, esa mesa; detrás, la calle, pero esta calle es plaza, menos que plaza, plazuela –casi se enfada–; después, la ciudad; le sigue el país; luego, queda la mar u océano; y más allá todavía, ¡voilà!, otro continente. Y si invierte la perspectiva, desde allí recomenzamos: veremos llegar la cordillera, se acercará la llanura, entrará la ciudad, el barrio, la calle, el café, uno como este, y en él alguien bebe, como nosotros; es decir, la experiencia del hombre actúa, toma conciencia y le da significado a lo que toca, a lo que oye, a lo que ve, a lo que piensa o pronuncia, y todo el revoltijo dentro del espacio, este espacio que ondula y nos envuelve, esta botija que… ¿y si…? Oiga, usted me mira… –se desconcentró.
–No, perdone –protesté–. Culpa de la aceituna, me ha entrado mal.
–Pues tenga cuidado, atragantarse es pecado, y puede que mortal sin necesidad –puño en boca, sujetó el eructo–. Conocí a… Pero le decía… ¡Ah, sí…! Comprenda que hablo en metáfora. Un idioma: el metáfora, tan en boga, difundido como lengua de fuego desde las alturas, usted ya sabe, sobre nuestros cráneos de estopa. La metáfora guarda intención: para todo vale. Oculta, tergiversa, disfraza y sustituye. Intención. Siempre la intención. La atesora y la vende, al por mayor y al por menor, el poderoso. Pero ‒bocinó las manos sobre la boca‒, conserve el secreto. A voces.
Se tomó un respiro y un nuevo trago, pinzó la aceituna…
Yo, aquejado de pasmo, me ayudé con la mano para cerrar la boca.
–Le decía que fracaso, sí… El fracaso es interesante: guarda los tesoros de la vida. De vez en cuando, esta vieja rastrera te larga uno y lloras de alegría… hasta que se gasta… como si fuera ilusión… y te vacía… como si te robara los huesos… te desarmazona… Creo que me he inventado un verbo.
Izó el mentón reblandecido, y aguardó, ojialegre, un comentario. En vano: no le respondí, prefería mantenerme con el pico cerrado. Le daba al caletre con eso de la «vieja rastrera» y sus pretendidos «tesoros».
Yo también empiné el codo, pero solo me mojé los labios, no se me ocurrió otra cosa.
Se le pasó el atasco y llamó con chifle imperativo; a su efecto, respingó el camarero y acudió solícito al relleno y a la entrega de la siguiente bandejita de anchoas –«Cualquier día me da un infarto», protestó el hombre, a media voz, para sí–. Palillo en ristre, cada cual pescó la suya.
–La salazón es mala para la tensión, el vermú endulza y colabora, el muy ladino –declaró–. ¿Usted la padece?
Dije que no.
Hernández me miró, parece que con añoranza, y sopesó mi respuesta durante un minuto.
–La virtud de su edad lo defiende –concluyó, y se mantuvo asintiendo con parsimonioso cabeceo.
Y de nuevo, presto el vaso, le acudió el verbo.
–Yo, para explicarme, ahora por explicarle a usted, necesito atrapar las palabras, una a una, por el ala y por el rabo, y es un trabajo agotador; pero si callo toda esa compleja cacería de sonidos, entonces pienso, solo pienso, y del pensar nadie se entera. En mi mente flora y ramifica todo lo que después digo, y no es milagro –me advirtió–, en idea total o insondable en menos que termina la imperfecta duración de un instante o suspiro, porque como usted sabe, o se lo digo, la perfección es un problema insurrecto: no tiene solución porque es infinita: contiene el tiempo, que está sin estar, ¿comprende?, y entonces ¿dónde queda el instante o suspiro? … –le dio un hipo severo que le agrandó los ojos–. La palabra es un recurso muy limitado, ¿capta la contradicción?, y deteriora la idea, porque la magrea y la degrada; es una simple gota que condensa y cae de su nube. Pero sin la palabra, el pensamiento desespera y enloquece, se pone a dar gritos que solo él oye.
Tras esto, el hipido se repitió.
En el local, tan agitado como un acuario, nadie entraba, nadie salía y nadie se movía, incluidos los viejales del fondo. De tácito acuerdo, así venía la cosa, y sin decir ni mu, Hernández y yo nos repartimos otro par de anchoas y mojamos pan en la bandejita blanche venialmente mellada por el borde. Nos limpiamos la boca, estrujamos las servilletitas y le dimos al trago.
–Lo que le decía… –se reanimó Hernández, y el silencio, con mucha discreción, se dio el piro–. También le sucede a Castilla, en el plano literario me refiero. Ahí coincidimos, ¿ve?, y por ello discutimos y discutimos y discutimos. ¡Era estupendo! –evocó nostálgico–. ¿Dónde está el día de hoy, o el de ayer, supongamos? Si usted rompe los calendarios y manda a paseo las cuatro estaciones, Vivaldi excluido: es de la grey, a tempo evoca las estaciones y sus fenómenos por la cuerda del violín, ¿dónde coloca hoy? A mí sólo me afecta el brillo, el lustre efímero que cada hora pone en los colores. Porque ellos, los colores, no se extravíe –me despabiló con un par de pasadas mágicas de manos por delante de la cara–, crean la ciudad: sus cielos y sus muros, las aceras y los balcones, el árbol y sus hojas. Si tomo la paleta y quiero copiarlos, me pierdo en su infinitud… y fracaso ‒inciso, un trago‒. Verá, usted está ahí y yo aquí, ¿cree que vemos lo mismo? La posición de la persona ¿no crea lugares diferentes y, en consecuencia, distintas maneras de situar el mundo? Ahí, ¿ve?, esa mesa; detrás, la calle, pero esta calle es plaza, menos que plaza, plazuela –casi se enfada–; después, la ciudad; le sigue el país; luego, queda la mar u océano; y más allá todavía, ¡voilà!, otro continente. Y si invierte la perspectiva, desde allí recomenzamos: veremos llegar la cordillera, se acercará la llanura, entrará la ciudad, el barrio, la calle, el café, uno como este, y en él alguien bebe, como nosotros; es decir, la experiencia del hombre actúa, toma conciencia y le da significado a lo que toca, a lo que oye, a lo que ve, a lo que piensa o pronuncia, y todo el revoltijo dentro del espacio, este espacio que ondula y nos envuelve, esta botija que… ¿y si…? Oiga, usted me mira… –se desconcentró.
–No, perdone –protesté–. Culpa de la aceituna, me ha entrado mal.
–Pues tenga cuidado, atragantarse es pecado, y puede que mortal sin necesidad –puño en boca, sujetó el eructo–. Conocí a… Pero le decía… ¡Ah, sí…! Comprenda que hablo en metáfora. Un idioma: el metáfora, tan en boga, difundido como lengua de fuego desde las alturas, usted ya sabe, sobre nuestros cráneos de estopa. La metáfora guarda intención: para todo vale. Oculta, tergiversa, disfraza y sustituye. Intención. Siempre la intención. La atesora y la vende, al por mayor y al por menor, el poderoso. Pero ‒bocinó las manos sobre la boca‒, conserve el secreto. A voces.
Se tomó un respiro y un nuevo trago, pinzó la aceituna…
Yo, aquejado de pasmo, me ayudé con la mano para cerrar la boca.
–Le decía que fracaso, sí… El fracaso es interesante: guarda los tesoros de la vida. De vez en cuando, esta vieja rastrera te larga uno y lloras de alegría… hasta que se gasta… como si fuera ilusión… y te vacía… como si te robara los huesos… te desarmazona… Creo que me he inventado un verbo.
Izó el mentón reblandecido, y aguardó, ojialegre, un comentario. En vano: no le respondí, prefería mantenerme con el pico cerrado. Le daba al caletre con eso de la «vieja rastrera» y sus pretendidos «tesoros».
HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ
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