La escasez provoca necesidad y estimula la búsqueda de remedios a las carencias. Por el contrario, la abundancia de un determinado bien nos acomoda y fomenta la pereza para buscar otras opciones alternativas. Los países con grandes reservas del petróleo o gas se han malacostumbrado a una energía barata y ahora tropiezan con los problemas derivados de una economía poco diversificada y con casi nula resiliencia.
Guillermo Fernández Vara, presidente de la Junta de Extremadura, y José Manuel Entrecanales, presidente de Acciona, en la inauguración de la primera planta solar fotovoltaica flotante conectada a la red eléctrica de España en el embalse de Sierra Brava (Extremadura).
Las centrales nucleares, la apuesta de muchos otros países, para asegurar el funcionamiento de su economía tampoco es una solución sostenible como se ha demostrado a lo largo de sus varias décadas de existencia. A casi todos los niveles se ha preferido no complicarse la vida pensando en el futuro y explotar al máximo los recursos acumulados.
La globalización nos deslumbró con su espejismo de tener la máxima oferta de productos al alcance de un clic y nos olvidamos de la bondad y las ventajas de los bienes de kilómetro cero, sean estos alimentos, energía o productos básicos manufacturados.
El capitalismo con su mentira del crecimiento infinito en un planeta finito ha provocado el estrés de la gran mayoría de los ecosistemas y nos ha dejado en una situación de vulnerabilidad extrema como la que enfrentamos en la actualidad. El centralismo, la concentración de los recursos en unas pocas manos y en unos territorios muy concretos, es la causa de ese vaciamiento del medio rural en beneficio de las metrópolis urbanas.
Romper con esta dinámica exige un rediseño de los mapas mentales de las élites económicas y políticas y de la población en su conjunto. Si queremos autonomía y soberanía en la esfera personal y en la colectiva de nuestras comunidades, hay que plantearse una economía de kilómetro cero como la que se promueve desde hace años con la agricultura ecológica de proximidad.
La energía de kilómetro cero es la renovable (fotovoltaica o eólica) producida en nuestros tejados, en nuestras edificaciones de todo tipo y en las infraestructuras públicas como carreteras, vías férreas, canales de riego y pantanos, que deberían cubrirse con paneles solares y albergar generadores eólicos.
La concentración de la producción de energía en grandes centrales –sean nucleares, hidroeléctricas o solares– solo beneficia a los grandes oligopolios eléctricos, frena el autoconsumo y es poco sostenible por las pérdidas que se producen en las líneas de transporte y distribución.
Suprimir zonas de cultivo para instalar parques solares es antiecológico, lo razonable es aprovechar las infraestructuras públicas cuyo suelo ya está amortizado para ponerlas a producir energía renovable y reducir el déficit de las administraciones locales, provinciales y locales.
Las centrales nucleares, la apuesta de muchos otros países, para asegurar el funcionamiento de su economía tampoco es una solución sostenible como se ha demostrado a lo largo de sus varias décadas de existencia. A casi todos los niveles se ha preferido no complicarse la vida pensando en el futuro y explotar al máximo los recursos acumulados.
La globalización nos deslumbró con su espejismo de tener la máxima oferta de productos al alcance de un clic y nos olvidamos de la bondad y las ventajas de los bienes de kilómetro cero, sean estos alimentos, energía o productos básicos manufacturados.
El capitalismo con su mentira del crecimiento infinito en un planeta finito ha provocado el estrés de la gran mayoría de los ecosistemas y nos ha dejado en una situación de vulnerabilidad extrema como la que enfrentamos en la actualidad. El centralismo, la concentración de los recursos en unas pocas manos y en unos territorios muy concretos, es la causa de ese vaciamiento del medio rural en beneficio de las metrópolis urbanas.
Romper con esta dinámica exige un rediseño de los mapas mentales de las élites económicas y políticas y de la población en su conjunto. Si queremos autonomía y soberanía en la esfera personal y en la colectiva de nuestras comunidades, hay que plantearse una economía de kilómetro cero como la que se promueve desde hace años con la agricultura ecológica de proximidad.
La energía de kilómetro cero es la renovable (fotovoltaica o eólica) producida en nuestros tejados, en nuestras edificaciones de todo tipo y en las infraestructuras públicas como carreteras, vías férreas, canales de riego y pantanos, que deberían cubrirse con paneles solares y albergar generadores eólicos.
La concentración de la producción de energía en grandes centrales –sean nucleares, hidroeléctricas o solares– solo beneficia a los grandes oligopolios eléctricos, frena el autoconsumo y es poco sostenible por las pérdidas que se producen en las líneas de transporte y distribución.
Suprimir zonas de cultivo para instalar parques solares es antiecológico, lo razonable es aprovechar las infraestructuras públicas cuyo suelo ya está amortizado para ponerlas a producir energía renovable y reducir el déficit de las administraciones locales, provinciales y locales.
ÁNGEL FERNÁNDEZ MILLÁN
FOTOGRAFÍA: ACCIONA
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