"Con la vara que midas, serás medido". Eso dice el Evangelio de San Lucas, capítulo 6, versículos de 36 al 38, para disuadirnos de juzgar a los demás, ya que todos somos humanos, frágiles y falibles. Sin embargo, de mi época religiosa y de catequesis me quedó el rescoldo del juicio propio y ajeno.
Normal, los sacerdotes y las monjas estaban todo el día diciéndote lo que tenías que hacer, cómo tenías que ser... Tú no existes: solo existe un modelo fijo en el que tienes que entrar como puedas: modosita, virgen, humilde... Da igual que Dios nos hiciera a su imagen y semejanza: lo importante es ser esa mujer formalita, inventada por los curas.
Cuando te crían con criterios maniqueístas de "bueno y malo", te pasas la vida vigilándote, no fluyendo, sino solo analizando si lo que haces está bien o mal y vas por ahí como un pollo sin cabeza, sin conocerte, ni saber qué es lo que te hace feliz o lo que necesitas como ser humano individual, con una información genética única e irrepetible.
Y, claro, si tú no te aceptas, ¿cómo vas a aceptar a los demás? Ellos también tienen que seguir un patrón para que los consideres "normales". Así que estoy cansada de juzgarme y de juzgar a los demás. Cuando te educan en el catolicismo español te hacen creer que tus ideas, esas ideas que te han dado grabado a fuego, son las perfectas y las únicas, el único filtro que sirve para darle valor a una persona.
Durante un tiempo me he sentido como un Dios infalible que todo lo sabe y creyendo que mi juicio era la única verdad y que yo, desde fuera, podía saber lo que habita en el corazón de los demás, y envidiando a aquellos que se acercaban al ideal de la perfección impuesta.
¿Qué sé yo o qué sabe nadie de lo que otro ser humano siente o necesita? Las apariencias engañan: una sonrisa no siempre demuestra alegría, ni un estatus económico garantiza amor, ni la belleza es la puerta a la felicidad. Hemos de volver al templo de Apolo de Delfos y hacer nuestra la frase "gnóthi seautón" ("conócete a ti mismo") y profundizar dentro de nuestro ser para ver quiénes somos y cuál es el sentido de nuestra vida o, al menos, lo que necesitamos para vivirla.
Aceptarnos y querernos tal y como somos es el gran reto. Cuando uno acepta todo el caleidoscopio del que está hecho, es más comprensivo con los demás, ya no siente la necesidad de juzgar, ya que solo se centra en su camino y respeta el ajeno, sin situarse por encima, ni por debajo de nadie. Y ahora que ya he transitado por la mitad de mi vida, mi gran anhelo es respetarme y respetar a los demás, sean como sean.
Normal, los sacerdotes y las monjas estaban todo el día diciéndote lo que tenías que hacer, cómo tenías que ser... Tú no existes: solo existe un modelo fijo en el que tienes que entrar como puedas: modosita, virgen, humilde... Da igual que Dios nos hiciera a su imagen y semejanza: lo importante es ser esa mujer formalita, inventada por los curas.
Cuando te crían con criterios maniqueístas de "bueno y malo", te pasas la vida vigilándote, no fluyendo, sino solo analizando si lo que haces está bien o mal y vas por ahí como un pollo sin cabeza, sin conocerte, ni saber qué es lo que te hace feliz o lo que necesitas como ser humano individual, con una información genética única e irrepetible.
Y, claro, si tú no te aceptas, ¿cómo vas a aceptar a los demás? Ellos también tienen que seguir un patrón para que los consideres "normales". Así que estoy cansada de juzgarme y de juzgar a los demás. Cuando te educan en el catolicismo español te hacen creer que tus ideas, esas ideas que te han dado grabado a fuego, son las perfectas y las únicas, el único filtro que sirve para darle valor a una persona.
Durante un tiempo me he sentido como un Dios infalible que todo lo sabe y creyendo que mi juicio era la única verdad y que yo, desde fuera, podía saber lo que habita en el corazón de los demás, y envidiando a aquellos que se acercaban al ideal de la perfección impuesta.
¿Qué sé yo o qué sabe nadie de lo que otro ser humano siente o necesita? Las apariencias engañan: una sonrisa no siempre demuestra alegría, ni un estatus económico garantiza amor, ni la belleza es la puerta a la felicidad. Hemos de volver al templo de Apolo de Delfos y hacer nuestra la frase "gnóthi seautón" ("conócete a ti mismo") y profundizar dentro de nuestro ser para ver quiénes somos y cuál es el sentido de nuestra vida o, al menos, lo que necesitamos para vivirla.
Aceptarnos y querernos tal y como somos es el gran reto. Cuando uno acepta todo el caleidoscopio del que está hecho, es más comprensivo con los demás, ya no siente la necesidad de juzgar, ya que solo se centra en su camino y respeta el ajeno, sin situarse por encima, ni por debajo de nadie. Y ahora que ya he transitado por la mitad de mi vida, mi gran anhelo es respetarme y respetar a los demás, sean como sean.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ