Desde que abandonamos el nomadismo, desde que apareció la agricultura y nos asentamos en un territorio, nos hemos dedicado a parcelar el planeta, a levantar fronteras. Vivimos rodeadas de ellas: unas físicas, palpables; otras imaginarias, intangibles, ideológicas. Todas, un invento de nuestra especie para limitarnos, recluirnos, adormecernos, alienarnos.
Debían garantizar nuestra tranquilidad, la paz, el sustento, la supervivencia, la seguridad. Sin embargo, por su culpa, hemos justificado la violencia, la guerra, el robo, las masacres, la humillación, el sometimiento, el hambre, la pobreza, las desigualdades sociales. E invertimos una parte importante de nuestro esfuerzo, tiempo y presupuesto, tanto a nivel individual como colectivo, en mantenerlas, defenderlas y ampliarlas.
En esta última semana han coincidido dos acontecimientos que parecen no estar relacionados, pero para mí son el reflejo de la involución de nuestra especie, porque esto de crear fronteras nos está llevando al desastre, a la extinción –que, según un reciente artículo publicado por Henry Gee, paleontólogo y biólogo evolutivo, podría ser a finales de este siglo–, por culpa de los cambios que se están produciendo en nuestro hábitat y porque no disponemos, como especie, de herramientas genéticas para hacerle frente. “El Homo Sapiens podría ser una especie muerta que camina”, asegura el experto.
Los acontecimientos son dos. Uno simbólico, educativo y necesario: el Día Internacional del Migrante; y otro real y clarificador: la aprobación definitiva de los Presupuestos Generales del Estado para el 2022, año en el que destinaremos aproximadamente 10.000 millones de euros a Defensa, un 7,9 por ciento más que en 2021, y alrededor de 5.000 millones a Educación, solo un 2,6 por ciento más que el año anterior. O, dicho de otro modo: seguimos gastando más en crear y proteger fronteras que en destruirlas.
Está demostrado que por muchas concertinas que pongamos, por muchos muros que levantemos, por muchos militares que las defiendan, sirven de poco ante la necesidad, el terror, la falta de alimento, de futuro. No hay ni mar, ni desierto, ni montaña, que te hagan perder la esperanza cuando la muerte te acecha en cada plato vacío, o aguarda paciente junto a ti esperando la lluvia que no llegará para regar tus campos, o te persigue en cualquier calle por no llevar el velo, por no rezarle al mismo dios, por no compartir las mismas ideas, por ser una mujer o por el color de tu piel.
Cuando decides saltar al vacío, jugarte la vida, subiéndote a una patera con tu bebé en brazos, o escondiéndote en los bajos de un camión, o cruzando el desierto de Sonora, es porque le has perdido el miedo a la muerte; porque la vida que te tocó por azar es un infierno insufrible, un castigo que solo genera dolor, una tortura infinita. Cualquier cosa que te encuentres será mejor, porque no hay nada que perder y mucho –una vida digna– que ganar.
Luchar contra el instinto de supervivencia es algo que nos desgasta, que nos crea conflictos, que nos hace perder. Las migraciones siempre han existido, son algo natural, porque el alimento, los recursos no son inagotables, porque el clima es cambiante. Aceptar que todos somos migrantes es aceptar la realidad, que las condiciones, las políticas y las ambientales que nos tocaron vivir pueden cambiar de la noche a la mañana. Que nada es inmutable.
Vivimos en nuestro pequeño rincón del mundo, rodeándonos de líneas divisorias, imaginarias, hasta que un día todo cambia, hasta que tu pozo se seca, un loco llega al poder, o un virus colapsa el mundo. O hasta que descubres la fragilidad del mundo que hemos creado en la mirada desesperada de una niña, en la angustia de unos padres, en la desesperación por subir a un avión que te salvará la vida, en la sangre derramada junto a la frontera, en las pisadas en la arena del desierto, en los cuerpos que el mar nos devuelve cada día.
Por eso nuestras inversiones, las apuestas, los esfuerzos, debemos dedicarlos a destruir las fronteras que hemos creado en nuestras cabezas. Esas fronteras que nos hacen creer que somos invencibles, superiores por el color de nuestra piel, nuestro sexo, nuestras ideas, nuestras creencias, nuestro idioma.
Fronteras que no nos protegen sino que nos privan de libertad, que nos impiden ver los diferentes caminos, las infinitas posibilidades, las maravillosas oportunidades para descubrir nuevas formas de entender el mundo, “de aprovechar el potencial de la movilidad humana”.
Las migraciones son inevitables. Pero lo que sí podemos evitar son las fronteras. Y la educación –un valor que lleva asociados otros como los del respeto, la empatía, la tolerancia, la solidaridad– es la única forma para hacerlo posible.
Debían garantizar nuestra tranquilidad, la paz, el sustento, la supervivencia, la seguridad. Sin embargo, por su culpa, hemos justificado la violencia, la guerra, el robo, las masacres, la humillación, el sometimiento, el hambre, la pobreza, las desigualdades sociales. E invertimos una parte importante de nuestro esfuerzo, tiempo y presupuesto, tanto a nivel individual como colectivo, en mantenerlas, defenderlas y ampliarlas.
En esta última semana han coincidido dos acontecimientos que parecen no estar relacionados, pero para mí son el reflejo de la involución de nuestra especie, porque esto de crear fronteras nos está llevando al desastre, a la extinción –que, según un reciente artículo publicado por Henry Gee, paleontólogo y biólogo evolutivo, podría ser a finales de este siglo–, por culpa de los cambios que se están produciendo en nuestro hábitat y porque no disponemos, como especie, de herramientas genéticas para hacerle frente. “El Homo Sapiens podría ser una especie muerta que camina”, asegura el experto.
Los acontecimientos son dos. Uno simbólico, educativo y necesario: el Día Internacional del Migrante; y otro real y clarificador: la aprobación definitiva de los Presupuestos Generales del Estado para el 2022, año en el que destinaremos aproximadamente 10.000 millones de euros a Defensa, un 7,9 por ciento más que en 2021, y alrededor de 5.000 millones a Educación, solo un 2,6 por ciento más que el año anterior. O, dicho de otro modo: seguimos gastando más en crear y proteger fronteras que en destruirlas.
Está demostrado que por muchas concertinas que pongamos, por muchos muros que levantemos, por muchos militares que las defiendan, sirven de poco ante la necesidad, el terror, la falta de alimento, de futuro. No hay ni mar, ni desierto, ni montaña, que te hagan perder la esperanza cuando la muerte te acecha en cada plato vacío, o aguarda paciente junto a ti esperando la lluvia que no llegará para regar tus campos, o te persigue en cualquier calle por no llevar el velo, por no rezarle al mismo dios, por no compartir las mismas ideas, por ser una mujer o por el color de tu piel.
Cuando decides saltar al vacío, jugarte la vida, subiéndote a una patera con tu bebé en brazos, o escondiéndote en los bajos de un camión, o cruzando el desierto de Sonora, es porque le has perdido el miedo a la muerte; porque la vida que te tocó por azar es un infierno insufrible, un castigo que solo genera dolor, una tortura infinita. Cualquier cosa que te encuentres será mejor, porque no hay nada que perder y mucho –una vida digna– que ganar.
Luchar contra el instinto de supervivencia es algo que nos desgasta, que nos crea conflictos, que nos hace perder. Las migraciones siempre han existido, son algo natural, porque el alimento, los recursos no son inagotables, porque el clima es cambiante. Aceptar que todos somos migrantes es aceptar la realidad, que las condiciones, las políticas y las ambientales que nos tocaron vivir pueden cambiar de la noche a la mañana. Que nada es inmutable.
Vivimos en nuestro pequeño rincón del mundo, rodeándonos de líneas divisorias, imaginarias, hasta que un día todo cambia, hasta que tu pozo se seca, un loco llega al poder, o un virus colapsa el mundo. O hasta que descubres la fragilidad del mundo que hemos creado en la mirada desesperada de una niña, en la angustia de unos padres, en la desesperación por subir a un avión que te salvará la vida, en la sangre derramada junto a la frontera, en las pisadas en la arena del desierto, en los cuerpos que el mar nos devuelve cada día.
Por eso nuestras inversiones, las apuestas, los esfuerzos, debemos dedicarlos a destruir las fronteras que hemos creado en nuestras cabezas. Esas fronteras que nos hacen creer que somos invencibles, superiores por el color de nuestra piel, nuestro sexo, nuestras ideas, nuestras creencias, nuestro idioma.
Fronteras que no nos protegen sino que nos privan de libertad, que nos impiden ver los diferentes caminos, las infinitas posibilidades, las maravillosas oportunidades para descubrir nuevas formas de entender el mundo, “de aprovechar el potencial de la movilidad humana”.
Las migraciones son inevitables. Pero lo que sí podemos evitar son las fronteras. Y la educación –un valor que lleva asociados otros como los del respeto, la empatía, la tolerancia, la solidaridad– es la única forma para hacerlo posible.
MOI PALMERO