Existe un romanticismo en torno al universo del libro. Es probable que provenga del hecho de que el libro físico y sus derivados han sido, hasta hace poco, la única vía de acceso al conocimiento más allá de la oralidad. Un romanticismo que ha perdido todo su sentido en pleno siglo XXI, cuando contenido y continente se han dividido gracias a las tecnologías de la información y la comunicación. Un culto al objeto que sigue presente, como pude comprobar hace unos días.
De paseo por la zona de Malasaña, en la Villa y Corte, me adentré en una librería que no conocía. He de decir que me dio mala impresión desde el primer momento. La decoración estaba muy cuidada y las formas del antiguo establecimiento modernizado invitaban al consumo. Un piano procedente de unos altavoces me hizo más apetecible la entrada.
No sabía cómo clasificar la librería. ¿Librería de viejo o de lance? Imposible, había libros de reciente adquisición. ¿Una librería común? Demasiado libro de segunda mano. Tampoco apreciaba una sabia combinación de libros recientes y antiguos. No me quedaba claro. En cambio, sí podía ver con claridad que el esfuerzo estético por dar un aire de romanticismo y sofisticación al local se acompañaba de un buen número de productos comerciales como bolsas, cuadernos o marcapáginas.
En realidad, tuve la desagradable sensación de que la librería obtenía más beneficios con las tazas y los cuadernos de diseño que con los libros. Una sospecha que fue a más conforme repasaba las estanterías.
Mis años de experiencia colocando estanterías en bibliotecas me indicaban que, en aquella librería, los libros importaban bastante poco. No solo había una disposición anárquica en los diferentes títulos, sino que grandes autores quedaban marginados. Es inaceptable que un libro de Albert Camus se encuentre entremezclado con otros títulos en una esquina oculta de una librería.
Me adentré en su sótano. Lo mismo: libros dispuestos sin alma. Ni siquiera había una organización que beneficiara a ciertos títulos comerciales. Después, volví al espacio principal para subirme a una especie de entreplanta. Había varios espacios –asumo que para clubes de lectura y otras actividades culturales–. Dentro de estos espacios, me horroricé al ver algunas publicaciones demasiado cerca de un lavabo. ¿No apreciaban los libros, ni siquiera, como mercancía?
Al final, di con un pequeño espacio rectangular muy ‘cuqui’ que resultó ser el espacio más interesante de la tienda. Estaba repleto de libros interesantes de segunda mano colocados de cualquier manera. Pongo muy en duda que, en caso de que le preguntara a la tendera por ese título, ella fuese capaz de encontrarlo. Me niego a llamarla librera. Ni siquiera se acercó a mí para ofrecerme guía.
Salí escandalizado de la librería sin realizar compra alguna y continué mi paseo cuesta abajo hasta que me encontré algo que me llamó la atención: unos libros en inglés dispuestos en mitad de la calle. Por instinto, me dio por agacharme y sacarles una foto. Cuando me levanté, me encontré detrás de mí a un barrendero que, con prudencia, me preguntó si los libros eran míos. Le dije que no y dejé que los desechara.
¿Me dieron lástima los libros? En parte sí. Sin embargo, no soy la Biblioteca Nacional de España. En mi casa no cabe todo, ni todo me interesa. Por no hablar de la posibilidad de encontrarlos, quizá, en electrónico. El romanticismo es una rémora y me resisto al culto del objeto.
Continué mi paseo hasta que encontré otra librería. De primeras, no me atrajo tanto como la otra. Era evidente que su estética estaba descuidada y que era la típica librería de viejos que vendía tres novelas a cinco euros. Y al peso, si preguntabas. En el centro de la sala, las novelas se apilaban en horizontal sin orden alguno. Sin embargo, me fijé desde la entrada en los libros que había en una estantería cercana. El ensayo era distinto. Me di cuenta de que ahí dentro había droga dura. Había que entrar. Olía tan bien...
Era una librería de viejos donde sí era evidente la distinción entre lo que era valioso y lo que no. Y lo que era valioso no valía tres euros. Desde lejos, el dueño me saludó y me ofreció su ayuda en lo que necesitara. Yo se lo agradecí y le reconocí que solo estaba mirando.
Los ensayos eran buenos e interesantes. Por fin, al rato, di con una pequeña estantería que hubiera querido llevarme entera. Agarré uno de los volúmenes, sorprendido de encontrar allí aquella joya.
“¡Buen libro!”, me indicó el librero mientras se acercaba con sigilo. “Sí que lo es. Es casi imposible de conseguir”, le respondí. Había visto su precio: 44€. El hombre me habló del origen, no solo del libro, sino de todos los que estaban en la estantería. Una buena compra a un señor. “Quizá, un jubilado”, pensé. Sabía lo que tenía entre las manos. Y él también lo sabía. Conversamos un poco.
Al rato, pregunté lo que ya sabía. Me respondió que el libro valía 30€. Creo que le caí bien. A pesar de la rebaja, intenté regatear. Lo conseguí: 25 pavos por una droga que, espero, me dará muchas alegrías en el futuro. No es fácil de encontrar y tengo mucho que publicar.
Cerrada la compra, debatimos sobre el universo del libro de manera genérica. En un momento dado, como para ponerme a prueba, me mencionó el ‘Palau’. Manual del librero hispano-americano de Antonio Palau y Dulcet es una obra clásica que, en su día, fue fundamental para libreros, bibliotecarios y estudiosos.
Señalé que el ‘Palau’ estaba superado, que cualquier catálogo en línea podía ya ofrecer lo mismo que el ‘Palau’ y más. Sin embargo, el buen librero me respondió que “el ‘Palau’ es insuperable”. Contrataqué señalándole que adolecía de cierto romanticismo inherente al libro impreso. “Bueno, es que vivo de eso...”, respondió al fin.
Nos miramos a los ojos por una fracción de segundo. Sonreímos como niños sorprendidos de nuestra propia audacia y nos regalamos una sincera carcajada. Nos presentamos al fin, conscientes de que compartíamos un mismo secreto, aunque en el fondo no lo fuese. O no del todo. Nos dimos la mano y me dirigí a la calle, donde había quedado con una buena amiga.
Haereticus dixit.
De paseo por la zona de Malasaña, en la Villa y Corte, me adentré en una librería que no conocía. He de decir que me dio mala impresión desde el primer momento. La decoración estaba muy cuidada y las formas del antiguo establecimiento modernizado invitaban al consumo. Un piano procedente de unos altavoces me hizo más apetecible la entrada.
No sabía cómo clasificar la librería. ¿Librería de viejo o de lance? Imposible, había libros de reciente adquisición. ¿Una librería común? Demasiado libro de segunda mano. Tampoco apreciaba una sabia combinación de libros recientes y antiguos. No me quedaba claro. En cambio, sí podía ver con claridad que el esfuerzo estético por dar un aire de romanticismo y sofisticación al local se acompañaba de un buen número de productos comerciales como bolsas, cuadernos o marcapáginas.
En realidad, tuve la desagradable sensación de que la librería obtenía más beneficios con las tazas y los cuadernos de diseño que con los libros. Una sospecha que fue a más conforme repasaba las estanterías.
Mis años de experiencia colocando estanterías en bibliotecas me indicaban que, en aquella librería, los libros importaban bastante poco. No solo había una disposición anárquica en los diferentes títulos, sino que grandes autores quedaban marginados. Es inaceptable que un libro de Albert Camus se encuentre entremezclado con otros títulos en una esquina oculta de una librería.
Me adentré en su sótano. Lo mismo: libros dispuestos sin alma. Ni siquiera había una organización que beneficiara a ciertos títulos comerciales. Después, volví al espacio principal para subirme a una especie de entreplanta. Había varios espacios –asumo que para clubes de lectura y otras actividades culturales–. Dentro de estos espacios, me horroricé al ver algunas publicaciones demasiado cerca de un lavabo. ¿No apreciaban los libros, ni siquiera, como mercancía?
Al final, di con un pequeño espacio rectangular muy ‘cuqui’ que resultó ser el espacio más interesante de la tienda. Estaba repleto de libros interesantes de segunda mano colocados de cualquier manera. Pongo muy en duda que, en caso de que le preguntara a la tendera por ese título, ella fuese capaz de encontrarlo. Me niego a llamarla librera. Ni siquiera se acercó a mí para ofrecerme guía.
Salí escandalizado de la librería sin realizar compra alguna y continué mi paseo cuesta abajo hasta que me encontré algo que me llamó la atención: unos libros en inglés dispuestos en mitad de la calle. Por instinto, me dio por agacharme y sacarles una foto. Cuando me levanté, me encontré detrás de mí a un barrendero que, con prudencia, me preguntó si los libros eran míos. Le dije que no y dejé que los desechara.
¿Me dieron lástima los libros? En parte sí. Sin embargo, no soy la Biblioteca Nacional de España. En mi casa no cabe todo, ni todo me interesa. Por no hablar de la posibilidad de encontrarlos, quizá, en electrónico. El romanticismo es una rémora y me resisto al culto del objeto.
Continué mi paseo hasta que encontré otra librería. De primeras, no me atrajo tanto como la otra. Era evidente que su estética estaba descuidada y que era la típica librería de viejos que vendía tres novelas a cinco euros. Y al peso, si preguntabas. En el centro de la sala, las novelas se apilaban en horizontal sin orden alguno. Sin embargo, me fijé desde la entrada en los libros que había en una estantería cercana. El ensayo era distinto. Me di cuenta de que ahí dentro había droga dura. Había que entrar. Olía tan bien...
Era una librería de viejos donde sí era evidente la distinción entre lo que era valioso y lo que no. Y lo que era valioso no valía tres euros. Desde lejos, el dueño me saludó y me ofreció su ayuda en lo que necesitara. Yo se lo agradecí y le reconocí que solo estaba mirando.
Los ensayos eran buenos e interesantes. Por fin, al rato, di con una pequeña estantería que hubiera querido llevarme entera. Agarré uno de los volúmenes, sorprendido de encontrar allí aquella joya.
“¡Buen libro!”, me indicó el librero mientras se acercaba con sigilo. “Sí que lo es. Es casi imposible de conseguir”, le respondí. Había visto su precio: 44€. El hombre me habló del origen, no solo del libro, sino de todos los que estaban en la estantería. Una buena compra a un señor. “Quizá, un jubilado”, pensé. Sabía lo que tenía entre las manos. Y él también lo sabía. Conversamos un poco.
Al rato, pregunté lo que ya sabía. Me respondió que el libro valía 30€. Creo que le caí bien. A pesar de la rebaja, intenté regatear. Lo conseguí: 25 pavos por una droga que, espero, me dará muchas alegrías en el futuro. No es fácil de encontrar y tengo mucho que publicar.
Cerrada la compra, debatimos sobre el universo del libro de manera genérica. En un momento dado, como para ponerme a prueba, me mencionó el ‘Palau’. Manual del librero hispano-americano de Antonio Palau y Dulcet es una obra clásica que, en su día, fue fundamental para libreros, bibliotecarios y estudiosos.
Señalé que el ‘Palau’ estaba superado, que cualquier catálogo en línea podía ya ofrecer lo mismo que el ‘Palau’ y más. Sin embargo, el buen librero me respondió que “el ‘Palau’ es insuperable”. Contrataqué señalándole que adolecía de cierto romanticismo inherente al libro impreso. “Bueno, es que vivo de eso...”, respondió al fin.
Nos miramos a los ojos por una fracción de segundo. Sonreímos como niños sorprendidos de nuestra propia audacia y nos regalamos una sincera carcajada. Nos presentamos al fin, conscientes de que compartíamos un mismo secreto, aunque en el fondo no lo fuese. O no del todo. Nos dimos la mano y me dirigí a la calle, donde había quedado con una buena amiga.
Haereticus dixit.
RAFAEL SOTO