Hace unos días concluía mi artículo anterior con una reflexión sobre la importancia de la diversidad cultural. Y, ciertamente, la forma en que nos comportamos ante la muerte de nuestros congéneres no podía escapar a esta pluralidad de creencias y expresiones sociales.
También se ha dado una enorme diversidad en la representación gráfica de la muerte. Tanta que sería prácticamente inabarcable el tema. Para mí, personalmente, tiene especial relevancia El triunfo de la Muerte, pintado por Pieter Brueghel el Viejo entre 1562 y 1563. Seguramente porque es una de mis obras favoritas de las que pueden disfrutarse en el Museo del Prado. En esto coincido con lo afirmado por Aureliano Sainz en su artículo titulado Las sectas y el Apocalipsis.
Nadie se libra de la muerte, ni siquiera un pastor evangélico brasileño que así lo había prometido a sus cristianos seguidores hace ya unos cuantos años (en 2008). La frustración ha llenado los corazones de sus feligreses, tal y como puede leerse en esta reseña.
Tampoco parece que ha resucitado el hijo de John F. Kennedy, a pesar de que esas lumbreras de Qanon lo pronosticaran para el pasado 2 de noviembre, exactamente a las 12.00 del mediodía y, precisamente, en el centro de Dallas, donde su padre fue asesinado.
Lo que más llama la atención no es el chasco de los allí presentes sino, precisamente, que hubiera allí congregadas cientos de personas. Y que, incluso, se hubieran diseñado, fabricado y, por supuesto, vendido, camisetas para la ocasión. Camisetas que aludían a una hipotética candidatura para las siguientes elecciones presidenciales norteamericanas, encabezada por Trump y con JFK Jr. como vicepresidente. A ver quién supera esto: ¡un zombi de vicepresidente!
Más sensato que esos cientos de ciudadanos de EEUU parece un personaje de Saramago que, en su obra Todos los nombres, dice: “Si usted fuera funcionario de la Conservaduría General sabría que no es posible engañar a la muerte”.
Aunque el mismo autor, en una obra posterior titulada Las intermitencias de la muerte, nos cuenta cómo en un país indeterminado la muerte deja de ejercer su labor, sabemos perfectamente que si hay una realidad absolutamente ineluctable es la muerte de todos y cada uno de los seres vivos que han sido, son y serán.
Por eso, el miedo a la muerte y a “las pérdidas que no queremos ni podemos olvidar” de las que nos hablaba Antonio López Hidalgo en su columna titulada Reivindicación del dolor. Frente al miedo y a la angustia por el “dejar de estar y ser”, han surgido todo tipo de creencias religiosas. Como dice Blasco Ibáñez en La vuelta al mundo de un novelista: “El dolor humano necesita consoladoras ilusiones bajo todos los cielos de nuestro planeta, sin distinción de castas ni dogmas”.
Así lo sabían en el antiguo Egipto, como atestigua una inscripción grabada en la tumba del rey Intef: “Nadie vuelve de allá / para decirnos cómo está, / para calmar nuestros corazones / hasta que vayamos donde han ido. / Por tanto, alegra el corazón… / diviértete y no te canses de ello”.
El obispo Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán, escrita en el siglo XVI, nos cuenta de los mayas: “Esta gente tenía mucho temor y excesivo a la muerte; y esto muestraban [sic] en que todos los servicios que a sus dioses hacían no era por otro fin ni por otra cosa sino porque les diesen salud y vida y mantenimientos. Pero ya que venían a morir, era cosa de ver las lástimas y llantos que por sus difuntos hacían…”.
Los mayas compartían con los nahuas la firme creencia de que la muerte no es un tránsito a una vida mejor: la verdadera vida es la terrenal y así lo atestigua fray Bernardino de Sahagún en su monumental Historia general de las cosas de Nueva España, también del siglo XVI: “Nadie piensa en la muerte, solamente se considera lo presente, que es ganar de comer y beber y buscar la vida, edificar casas y trabajar para vivir, y buscar mujeres para casarse…”.
Este escepticismo es compartido por un personaje de Pío Baroja en su novela Los pilotos de altura. Shangui-Shanga, reyezuelo de una tribu africana del Congo, dice: “Yo no comprender cómo los blancos, tan sabios… hacer pólvora y escopetas tan buenas, trajes bonitos, barcos hermosos, luego pueden creer que los hombres, después de muertos y metidos en tierra y podridos, resucitar en el cielo… Eso para mí, tontería…, tontería grande… Ilusión, nada más”.
De una manera un poco más sofisticada, Sócrates plantea que ya que no sabemos “si la muerte es un bien o un mal, un ‘todo’ o un ‘nada’: solo debemos aferrarnos al bien de la vida, ya que al menos, él, es cierto”. Podríamos explorar infinidad de respuestas ante un hecho tan incontestable y que nos afecta de manera tan dramática a todos. Sería demasiado prolijo y probablemente estéril. Confucio y Sócrates coinciden en que “si no sabes nada de la vida, ¿qué puedes entonces saber de la muerte?”. Y como afirma Félix Jiménez Villalba: “Al intentar medir la muerte, solo se logra medir la ignorancia humana”.
También se ha dado una enorme diversidad en la representación gráfica de la muerte. Tanta que sería prácticamente inabarcable el tema. Para mí, personalmente, tiene especial relevancia El triunfo de la Muerte, pintado por Pieter Brueghel el Viejo entre 1562 y 1563. Seguramente porque es una de mis obras favoritas de las que pueden disfrutarse en el Museo del Prado. En esto coincido con lo afirmado por Aureliano Sainz en su artículo titulado Las sectas y el Apocalipsis.
Nadie se libra de la muerte, ni siquiera un pastor evangélico brasileño que así lo había prometido a sus cristianos seguidores hace ya unos cuantos años (en 2008). La frustración ha llenado los corazones de sus feligreses, tal y como puede leerse en esta reseña.
Tampoco parece que ha resucitado el hijo de John F. Kennedy, a pesar de que esas lumbreras de Qanon lo pronosticaran para el pasado 2 de noviembre, exactamente a las 12.00 del mediodía y, precisamente, en el centro de Dallas, donde su padre fue asesinado.
Lo que más llama la atención no es el chasco de los allí presentes sino, precisamente, que hubiera allí congregadas cientos de personas. Y que, incluso, se hubieran diseñado, fabricado y, por supuesto, vendido, camisetas para la ocasión. Camisetas que aludían a una hipotética candidatura para las siguientes elecciones presidenciales norteamericanas, encabezada por Trump y con JFK Jr. como vicepresidente. A ver quién supera esto: ¡un zombi de vicepresidente!
Más sensato que esos cientos de ciudadanos de EEUU parece un personaje de Saramago que, en su obra Todos los nombres, dice: “Si usted fuera funcionario de la Conservaduría General sabría que no es posible engañar a la muerte”.
Aunque el mismo autor, en una obra posterior titulada Las intermitencias de la muerte, nos cuenta cómo en un país indeterminado la muerte deja de ejercer su labor, sabemos perfectamente que si hay una realidad absolutamente ineluctable es la muerte de todos y cada uno de los seres vivos que han sido, son y serán.
Por eso, el miedo a la muerte y a “las pérdidas que no queremos ni podemos olvidar” de las que nos hablaba Antonio López Hidalgo en su columna titulada Reivindicación del dolor. Frente al miedo y a la angustia por el “dejar de estar y ser”, han surgido todo tipo de creencias religiosas. Como dice Blasco Ibáñez en La vuelta al mundo de un novelista: “El dolor humano necesita consoladoras ilusiones bajo todos los cielos de nuestro planeta, sin distinción de castas ni dogmas”.
Así lo sabían en el antiguo Egipto, como atestigua una inscripción grabada en la tumba del rey Intef: “Nadie vuelve de allá / para decirnos cómo está, / para calmar nuestros corazones / hasta que vayamos donde han ido. / Por tanto, alegra el corazón… / diviértete y no te canses de ello”.
El obispo Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán, escrita en el siglo XVI, nos cuenta de los mayas: “Esta gente tenía mucho temor y excesivo a la muerte; y esto muestraban [sic] en que todos los servicios que a sus dioses hacían no era por otro fin ni por otra cosa sino porque les diesen salud y vida y mantenimientos. Pero ya que venían a morir, era cosa de ver las lástimas y llantos que por sus difuntos hacían…”.
Los mayas compartían con los nahuas la firme creencia de que la muerte no es un tránsito a una vida mejor: la verdadera vida es la terrenal y así lo atestigua fray Bernardino de Sahagún en su monumental Historia general de las cosas de Nueva España, también del siglo XVI: “Nadie piensa en la muerte, solamente se considera lo presente, que es ganar de comer y beber y buscar la vida, edificar casas y trabajar para vivir, y buscar mujeres para casarse…”.
Este escepticismo es compartido por un personaje de Pío Baroja en su novela Los pilotos de altura. Shangui-Shanga, reyezuelo de una tribu africana del Congo, dice: “Yo no comprender cómo los blancos, tan sabios… hacer pólvora y escopetas tan buenas, trajes bonitos, barcos hermosos, luego pueden creer que los hombres, después de muertos y metidos en tierra y podridos, resucitar en el cielo… Eso para mí, tontería…, tontería grande… Ilusión, nada más”.
De una manera un poco más sofisticada, Sócrates plantea que ya que no sabemos “si la muerte es un bien o un mal, un ‘todo’ o un ‘nada’: solo debemos aferrarnos al bien de la vida, ya que al menos, él, es cierto”. Podríamos explorar infinidad de respuestas ante un hecho tan incontestable y que nos afecta de manera tan dramática a todos. Sería demasiado prolijo y probablemente estéril. Confucio y Sócrates coinciden en que “si no sabes nada de la vida, ¿qué puedes entonces saber de la muerte?”. Y como afirma Félix Jiménez Villalba: “Al intentar medir la muerte, solo se logra medir la ignorancia humana”.
JES JIMÉNEZ