Emilio Arrieta, de padre mexicano y madre afgana, se cagaba con fuerza en aquellos sujetos que, de manera tan alegre e inocente, afirmaban que la Guerra Fría finaliza cuando toca el suelo la última piedra de aquel Muro de Berlín en el frío noviembre de 1989.
Arrieta miraba con preocupación el avance talibán en Kabul en 2021. La memoria comenzaba a fallarle, pero Arrieta no podía olvidar que, en aquellos años en que Bin Laden era el mejor aliado estadounidense para derribar helicópteros soviéticos, la CIA dejó una cuenta abierta en su bar de más de mil cervezas y otras tantas raciones de su archiconocido guiso de cabra albanesa. Las pérdidas eran compensadas por las ventas producidas durante los partidos del Shaheen Asmayee Football Club. El bar de Arrieta era el único que tenía televisión en la zona desértica de Puli Alam.
Resumiendo, para Arrieta los norteamericanos eran únicos derrocando gobiernos, pero pésimos pagadores de deudas a largo plazo. A pesar de ello, consideraba que tenía suerte. Su tío jamás disfrutó de que le fuera pagada la enorme cantidad de dinero debida a su cantina tras la Primera Guerra del Golfo.
Su familiar cometió un error: pedir en persona el pago de la deuda al jefe de Operaciones Especiales, cliente asiduo. Misteriosamente, tras reclamar su dinero y montar todo un espectáculo en la base de Estados Unidos, no volvieron a ver a su querido tío.
Regresando al guiso, la receta la heredó de su abuelo. El truco consistía en alimentar la cabra con pienso bañado en licor casero de canela. Jamás indicará Arrieta desde dónde le enviaban el licor. Cuando fue torturado por los norteamericanos en Guantánamo, debido a que un mal día lo tiene cualquiera si no eres blanco en Estados Unidos, dicen las crónicas no oficiales que fue la única pregunta que le formularon los miembros de los Cuerpos Especiales: quién era su proveedor de licor de canela. Convertía la carne de cabra albanesa, animal huesudo y poco apetecible, en un manjar por el que matar, literal y no literalmente.
Arrieta era hostelero militar, en definitiva. Hostelero por lo obvio de su oficio. Militar debido a que, por razones que ignoraba, únicamente acudían soldados y espías a su local. Toda una incógnita. Su estudio de mercado presagiaba que, si te bombardean todos los días y te invaden norteamericanos y soviéticos, es difícil que acudan familias a degustar el menú familiar que tenía en oferta. Ignoraba si tener un aspecto rudo hacia creer a sus clientes que había servido alguna vez en el ejército. Nada más lejos de la realidad.
Pudo librarse del servicio militar obligatorio debido a que logró convencer al alistador de que era mucho más útil en la cantina. Su argumento era de peso: había escuchado de todo en su puesto de trabajo mientras limpiaba la barra y ordenaba las mesas vacías debido a que se acercaba la hora de cierre.
Desde los gustos de alcoba de la mujer del teniente coronel, hasta quién era el soldado culpable del robo de la cabra del embajador de Marruecos. Resumiendo, mejor chivato civil que el chivato del cuartel. Así fue como logró que hiciera la CIA la vista gorda ante ciertas irregularidades halladas entre sus libros de cuentas. Arrieta no necesitaba en Kabul chaleco antibalas: su alto conocimiento en chismorreos era el mejor escudo. Los marines tenían su punto de cotilleo, como todo hijo de vecino.
De guardar rencor Arrieta a los Estados Unidos, no era por destruir su país y cultura. Esa cabra robada al embajador marroquí fue una operación encubierta para plagiar su famoso plato. No tenía pruebas, pero tampoco dudas. Por un lado, desapareció la cabra. En segundo lugar, unos días después, su proveedor de canela –el misterio que guardó en sala de tortura, recordemos– le indicó que debía tener paciencia con el pedido. Algún comprador compulsivo de canela había agotado las existencias en el mercado.
Para finalizar, en una de las bases que le otorgaba mayor índice de clientela habían caído enfermos varios soldados y oficiales a causa del estómago. Si hay algo indigesto en este mundo es una mala copia de guiso de cabra albanesa con cabra marroquí. Y mucho más si lo cocina un inútil, de lo más profundo de los Estados Unidos, que lo más parecido que ha viso en técnicas de cocina es cambiar el aceite al tractor de una granja.
Intentando olvidar semejante falta de respeto, Arrieta ve a los refugiados huir en los aviones mientras disfruta de un café. No es optimista: la deuda seguirá sin saldarse. De nada sirvieron sus contactos con The New York Times y The Washington Post. Si no era un reportaje de los que dan Pulitzer, no interesaba a las grandes cabeceras de occidente.
Emilio Arrieta lamentó que en su problema no hubiera algún escándalo, político o social, que llamase más la atención de los periodistas. Tampoco les guardaba rencor. Mientras disfrutaba del confortante aroma cafetero que desprendía la taza de delicada porcelana, Arrieta dudaba mucho de que Robert Redford y Dustin Hoffman aceptaran protagonizar Todos los hombres de la cabra albanesa.
Arrieta miraba con preocupación el avance talibán en Kabul en 2021. La memoria comenzaba a fallarle, pero Arrieta no podía olvidar que, en aquellos años en que Bin Laden era el mejor aliado estadounidense para derribar helicópteros soviéticos, la CIA dejó una cuenta abierta en su bar de más de mil cervezas y otras tantas raciones de su archiconocido guiso de cabra albanesa. Las pérdidas eran compensadas por las ventas producidas durante los partidos del Shaheen Asmayee Football Club. El bar de Arrieta era el único que tenía televisión en la zona desértica de Puli Alam.
Resumiendo, para Arrieta los norteamericanos eran únicos derrocando gobiernos, pero pésimos pagadores de deudas a largo plazo. A pesar de ello, consideraba que tenía suerte. Su tío jamás disfrutó de que le fuera pagada la enorme cantidad de dinero debida a su cantina tras la Primera Guerra del Golfo.
Su familiar cometió un error: pedir en persona el pago de la deuda al jefe de Operaciones Especiales, cliente asiduo. Misteriosamente, tras reclamar su dinero y montar todo un espectáculo en la base de Estados Unidos, no volvieron a ver a su querido tío.
Regresando al guiso, la receta la heredó de su abuelo. El truco consistía en alimentar la cabra con pienso bañado en licor casero de canela. Jamás indicará Arrieta desde dónde le enviaban el licor. Cuando fue torturado por los norteamericanos en Guantánamo, debido a que un mal día lo tiene cualquiera si no eres blanco en Estados Unidos, dicen las crónicas no oficiales que fue la única pregunta que le formularon los miembros de los Cuerpos Especiales: quién era su proveedor de licor de canela. Convertía la carne de cabra albanesa, animal huesudo y poco apetecible, en un manjar por el que matar, literal y no literalmente.
Arrieta era hostelero militar, en definitiva. Hostelero por lo obvio de su oficio. Militar debido a que, por razones que ignoraba, únicamente acudían soldados y espías a su local. Toda una incógnita. Su estudio de mercado presagiaba que, si te bombardean todos los días y te invaden norteamericanos y soviéticos, es difícil que acudan familias a degustar el menú familiar que tenía en oferta. Ignoraba si tener un aspecto rudo hacia creer a sus clientes que había servido alguna vez en el ejército. Nada más lejos de la realidad.
Pudo librarse del servicio militar obligatorio debido a que logró convencer al alistador de que era mucho más útil en la cantina. Su argumento era de peso: había escuchado de todo en su puesto de trabajo mientras limpiaba la barra y ordenaba las mesas vacías debido a que se acercaba la hora de cierre.
Desde los gustos de alcoba de la mujer del teniente coronel, hasta quién era el soldado culpable del robo de la cabra del embajador de Marruecos. Resumiendo, mejor chivato civil que el chivato del cuartel. Así fue como logró que hiciera la CIA la vista gorda ante ciertas irregularidades halladas entre sus libros de cuentas. Arrieta no necesitaba en Kabul chaleco antibalas: su alto conocimiento en chismorreos era el mejor escudo. Los marines tenían su punto de cotilleo, como todo hijo de vecino.
De guardar rencor Arrieta a los Estados Unidos, no era por destruir su país y cultura. Esa cabra robada al embajador marroquí fue una operación encubierta para plagiar su famoso plato. No tenía pruebas, pero tampoco dudas. Por un lado, desapareció la cabra. En segundo lugar, unos días después, su proveedor de canela –el misterio que guardó en sala de tortura, recordemos– le indicó que debía tener paciencia con el pedido. Algún comprador compulsivo de canela había agotado las existencias en el mercado.
Para finalizar, en una de las bases que le otorgaba mayor índice de clientela habían caído enfermos varios soldados y oficiales a causa del estómago. Si hay algo indigesto en este mundo es una mala copia de guiso de cabra albanesa con cabra marroquí. Y mucho más si lo cocina un inútil, de lo más profundo de los Estados Unidos, que lo más parecido que ha viso en técnicas de cocina es cambiar el aceite al tractor de una granja.
Intentando olvidar semejante falta de respeto, Arrieta ve a los refugiados huir en los aviones mientras disfruta de un café. No es optimista: la deuda seguirá sin saldarse. De nada sirvieron sus contactos con The New York Times y The Washington Post. Si no era un reportaje de los que dan Pulitzer, no interesaba a las grandes cabeceras de occidente.
Emilio Arrieta lamentó que en su problema no hubiera algún escándalo, político o social, que llamase más la atención de los periodistas. Tampoco les guardaba rencor. Mientras disfrutaba del confortante aroma cafetero que desprendía la taza de delicada porcelana, Arrieta dudaba mucho de que Robert Redford y Dustin Hoffman aceptaran protagonizar Todos los hombres de la cabra albanesa.
CARLOS SERRANO MARTÍN