Uno de los temas que fue objeto de un debate bastante intenso durante los inicios de la pandemia fue el del sentimiento de soledad que generaba en la población la ausencia de contactos y de tratos que, hasta su inesperada llegada, era habitual entre nosotros. Desde las personas muy mayores, que se encontraban recluidas en residencias, a los escolares, que echaban de menos ese contacto físico que hasta hacía poco habían mantenido con sus amigos, lo cierto es que todos, con mayor o menor intensidad, sentíamos la sombra de la soledad, emoción negativa de la que deseábamos desprendernos y alejarla pronto de nosotros.
Es verdad que todavía no hemos salido del todo de esta inquietante y perturbadora situación; no obstante, las medidas adoptadas, especialmente la vacunación de una parte significativa de la población, han dado lugar a que ahora empecemos a palpar la cercanía de una “nueva normalidad” que, erróneamente, se nos anunció de manera anticipada.
Sentimos que vamos recuperando los saludos cercanos y las expresiones de afectos que nos aproximan a un modo de vida que empezaba a antojársenos que no volveríamos a conocer. Así, de la indeseada soledad, poco a poco, parece que nos vamos desprendiendo.
Ha sido tan abrumadora su presencia que nos olvidamos de que la soledad tiene dos caras y que no siempre es como esa amarga bebida que bajo prescripción médica hay que tragarse para poder curarnos de otros males peores. Podríamos hablar, pues, de la soledad impuesta, esa que nos llega sin que nosotros la queramos para nuestras vidas, y de la soledad buscada o deseada, que nos sirve para encontrarnos a nosotros mismos y alcanzar un cierto nivel de sosiego en medio de la vorágine que a veces nos rodea.
De todos modos, siempre tendremos que lidiar con cierto nivel de aislamiento o soledad emocional, pues, si nos atenemos a los postulados básicos de Carlos Castilla del Pino, quien fuera uno de los psiquiatras más brillantes de nuestro país, hemos de tener en consideración que nuestras vidas se desarrollan en tres escenarios o ámbitos de actuación: el público, el privado y el íntimo.
Se entiende perfectamente cuál es el público, pues en nuestros trabajos o en nuestras relaciones familiares o sociales vivimos cotidianamente en este escenario. El privado se refiere a aquél que cada cual desarrolla en sus actuaciones propias y aisladas, aunque es posible ser conocido por otros. Por ejemplo, ducharse es un acto privado, pero puede ser ocasionalmente visto por otra persona.
Sin embargo, el ámbito íntimo viene referido a nuestras ideas, reflexiones y sentimientos que son personales e intransferibles, ya que solo son percibidos y sentidos por el propio sujeto que los posee, y, aunque se pudieran comunicar a otros, en última instancia quedan en lo más reservado de cada persona. De ahí que este autor en su libro Aflorismos nos dijera: “Hay siempre una constante de soledad en el ser humano: su intimidad”.
Si pasamos del ámbito personal al social, me gustaría apuntar que con cierta frecuencia solemos escuchar que la soledad es una de las epidemias de las sociedades modernas, que afecta especialmente a quienes residen en las grandes urbes. Y a pesar de que uno se encuentre rodeado de gentes en las calles, en los medios de transportes, en los supermercados, etc., lo cierto es que la falta de comunicación personal e íntima agranda las distancias, de modo que el anonimato urbano conduce a un velo de soledad afectiva.
Este fue un tema que el pintor estadounidense Edward Hooper plasmó de modo reiterativo en sus lienzos en la primera mitad del siglo pasado. Como ejemplo de ello presento en portada el cuadro titulado Sol de la mañana, en el que nos muestra la imagen de una mujer sentada en la cama, cubierta por un leve camisón rosado, y que, con la mirada perdida, contempla el amanecer anunciado tras el cristal de la ventana. La tristeza asoma en su rostro como huella de un oculto sentimiento de soledad que la invade.
Quizás, y como veremos, el tema de la soledad haya sido tratado de modo más frecuente en la literatura que en el campo de la pintura. No obstante, quisiera citar también al pintor británico Nigel Van Weick, continuador de la obra de Hooper, quien, a mi modo de ver, ha expresado con mayor énfasis el aislamiento emocional en el nuevo siglo en el que nos encontramos, ya que, a pesar de contar con las nuevas tecnologías que pueden acercarnos, muchas veces no dejan de ser medios que se convierten en barreras que nos aíslan a unos de otros.
Ahí está, por ejemplo, el lienzo de una chica en el interior de un espacio acristalado mirando a su móvil mientras en el exterior se nos muestra la sombra de un personaje masculino que la contempla. No hay comunicación entre ellos; solo la inquietante sombra de un ser anónimo que se proyecta en la pared. O, también, otra imagen femenina: de una mujer joven que, abatida y desolada, regresa sin ninguna compañía en un vagón del metro a la última hora de la noche. De igual modo, solo el reflejo que ella misma proyecta en la pared la acompaña en ese supuesto regreso a la casa.
Hablamos, pues, de una soledad impuesta, de una soledad vivida en un entorno hostil. Soledad que no solamente nos llega cuando nos vemos afectados por enfermedades imprevistas o por la pérdida de un bien o un ser muy querido, sino también por una realidad en la que estamos insertos y nos envuelve; realidad que camina al mismo trote que nos impone una sociedad duramente individualista y competitiva.
No es de extrañar, pues, que en ocasiones nos sintamos débiles e indefensos. Quizás tuviera razón Friedrich Nietzsche cuando en su libro Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales afirmaba lo siguiente: “Poco a poco ha ido revelándose cuál es el defecto más general de nuestra especie de formación y educación: nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad”.
“Nadie enseña a soportar la soledad”, decía el filósofo alemán. Sin embargo, quien fuera su referente, Arthur Schopenhauer, encontraba la solución en la solidaridad humana, en el acompañamiento que debe existir hacia una sociedad más humanizada, más fraterna. Mientras tanto, el solitario Schopenhauer, quizás proyectando su propia realidad nos decía que “La soledad es el patrimonio de las almas extraordinarias”. Me imagino que, a fin de cuentas, era una especie de autoelogio o consuelo hacia su alma solitaria.
Es verdad que todavía no hemos salido del todo de esta inquietante y perturbadora situación; no obstante, las medidas adoptadas, especialmente la vacunación de una parte significativa de la población, han dado lugar a que ahora empecemos a palpar la cercanía de una “nueva normalidad” que, erróneamente, se nos anunció de manera anticipada.
Sentimos que vamos recuperando los saludos cercanos y las expresiones de afectos que nos aproximan a un modo de vida que empezaba a antojársenos que no volveríamos a conocer. Así, de la indeseada soledad, poco a poco, parece que nos vamos desprendiendo.
Ha sido tan abrumadora su presencia que nos olvidamos de que la soledad tiene dos caras y que no siempre es como esa amarga bebida que bajo prescripción médica hay que tragarse para poder curarnos de otros males peores. Podríamos hablar, pues, de la soledad impuesta, esa que nos llega sin que nosotros la queramos para nuestras vidas, y de la soledad buscada o deseada, que nos sirve para encontrarnos a nosotros mismos y alcanzar un cierto nivel de sosiego en medio de la vorágine que a veces nos rodea.
De todos modos, siempre tendremos que lidiar con cierto nivel de aislamiento o soledad emocional, pues, si nos atenemos a los postulados básicos de Carlos Castilla del Pino, quien fuera uno de los psiquiatras más brillantes de nuestro país, hemos de tener en consideración que nuestras vidas se desarrollan en tres escenarios o ámbitos de actuación: el público, el privado y el íntimo.
Se entiende perfectamente cuál es el público, pues en nuestros trabajos o en nuestras relaciones familiares o sociales vivimos cotidianamente en este escenario. El privado se refiere a aquél que cada cual desarrolla en sus actuaciones propias y aisladas, aunque es posible ser conocido por otros. Por ejemplo, ducharse es un acto privado, pero puede ser ocasionalmente visto por otra persona.
Sin embargo, el ámbito íntimo viene referido a nuestras ideas, reflexiones y sentimientos que son personales e intransferibles, ya que solo son percibidos y sentidos por el propio sujeto que los posee, y, aunque se pudieran comunicar a otros, en última instancia quedan en lo más reservado de cada persona. De ahí que este autor en su libro Aflorismos nos dijera: “Hay siempre una constante de soledad en el ser humano: su intimidad”.
Si pasamos del ámbito personal al social, me gustaría apuntar que con cierta frecuencia solemos escuchar que la soledad es una de las epidemias de las sociedades modernas, que afecta especialmente a quienes residen en las grandes urbes. Y a pesar de que uno se encuentre rodeado de gentes en las calles, en los medios de transportes, en los supermercados, etc., lo cierto es que la falta de comunicación personal e íntima agranda las distancias, de modo que el anonimato urbano conduce a un velo de soledad afectiva.
Este fue un tema que el pintor estadounidense Edward Hooper plasmó de modo reiterativo en sus lienzos en la primera mitad del siglo pasado. Como ejemplo de ello presento en portada el cuadro titulado Sol de la mañana, en el que nos muestra la imagen de una mujer sentada en la cama, cubierta por un leve camisón rosado, y que, con la mirada perdida, contempla el amanecer anunciado tras el cristal de la ventana. La tristeza asoma en su rostro como huella de un oculto sentimiento de soledad que la invade.
Quizás, y como veremos, el tema de la soledad haya sido tratado de modo más frecuente en la literatura que en el campo de la pintura. No obstante, quisiera citar también al pintor británico Nigel Van Weick, continuador de la obra de Hooper, quien, a mi modo de ver, ha expresado con mayor énfasis el aislamiento emocional en el nuevo siglo en el que nos encontramos, ya que, a pesar de contar con las nuevas tecnologías que pueden acercarnos, muchas veces no dejan de ser medios que se convierten en barreras que nos aíslan a unos de otros.
Ahí está, por ejemplo, el lienzo de una chica en el interior de un espacio acristalado mirando a su móvil mientras en el exterior se nos muestra la sombra de un personaje masculino que la contempla. No hay comunicación entre ellos; solo la inquietante sombra de un ser anónimo que se proyecta en la pared. O, también, otra imagen femenina: de una mujer joven que, abatida y desolada, regresa sin ninguna compañía en un vagón del metro a la última hora de la noche. De igual modo, solo el reflejo que ella misma proyecta en la pared la acompaña en ese supuesto regreso a la casa.
Hablamos, pues, de una soledad impuesta, de una soledad vivida en un entorno hostil. Soledad que no solamente nos llega cuando nos vemos afectados por enfermedades imprevistas o por la pérdida de un bien o un ser muy querido, sino también por una realidad en la que estamos insertos y nos envuelve; realidad que camina al mismo trote que nos impone una sociedad duramente individualista y competitiva.
No es de extrañar, pues, que en ocasiones nos sintamos débiles e indefensos. Quizás tuviera razón Friedrich Nietzsche cuando en su libro Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales afirmaba lo siguiente: “Poco a poco ha ido revelándose cuál es el defecto más general de nuestra especie de formación y educación: nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad”.
“Nadie enseña a soportar la soledad”, decía el filósofo alemán. Sin embargo, quien fuera su referente, Arthur Schopenhauer, encontraba la solución en la solidaridad humana, en el acompañamiento que debe existir hacia una sociedad más humanizada, más fraterna. Mientras tanto, el solitario Schopenhauer, quizás proyectando su propia realidad nos decía que “La soledad es el patrimonio de las almas extraordinarias”. Me imagino que, a fin de cuentas, era una especie de autoelogio o consuelo hacia su alma solitaria.
AURELIANO SÁINZ