No soy capitán, ni siquiera marinero de ninguna embarcación. Solo soy un educador ambiental que este verano, a bordo de la Blancazul, intenta mostrar la gran biodiversidad que albergan nuestros mares. Hablamos de la importancia de la posidonia oceánica; del secreto y misterioso nido de la tortuga boba que, en breve, eclosionará en Mojácar; de las diferentes especies de cetáceos que nadan en nuestras aguas... Hablamos de salinas, de bosques costeros, de piratas en el Mar de Alborán; del cambio climático, de microplásticos y de nuestra ceguera.
El objetivo es que las familias, la ciudadanía, descubran, conozcan y valoren los ecosistemas y las especies que nos llevan acompañando, alimentando y protegiendo desde que decidimos asentarnos en estas costas. Si conseguimos enseñarlos a mirar, despertar su curiosidad, habremos conseguido lo más difícil. El resto ya depende de cada uno.
Nos pasa a todos que, ocupados en nuestra rutina, centrados en nuestros proyectos, siempre andamos buscando la manera de mejorar, de encontrar las habilidades, las técnicas, las herramientas para aumentar la eficacia de nuestras acciones; de hacer llegar nuestro mensaje con más claridad.
Y en ese afán de mejora, a veces se nos olvida pararnos a observar, a escuchar y a ponernos en los zapatos del otro. Este verano, la mar me ha enseñado algunas lecciones y me ha recordado otras muchas que tenía olvidadas.
Hace unos días, con apenas unas horas de diferencia, aparecieron dos cadáveres flotando a la deriva: uno de una delfina común y otro de un inmigrante. Ambos fueron recuperados y llevados a puerto por dos embarcaciones recreativas cargadas de familias en bañador, que disfrutaban de un bonito y vacacional día de verano.
Dos situaciones desagradables que desinflaron nuestra alegría y que nos hicieron bajar de la nube a la que nos habían elevado unos minutos antes los saltos de los delfines mulares que frecuentan la piscifactoría de Aguadulce.
Tras las llamadas a Emergencias y la retirada de los cuerpos, ambos se convirtieron en números que siguen engordando nuestras estadísticas. Unos pocos datos recogidos y a pasar página porque la vida sigue. ¿Qué más se puede hacer salvo resignarse y aceptar la realidad del mundo que hemos construido?
La vida y la muerte son algo natural, algo que nos iguala. Pero saber que ambas muertes son nuestra responsabilidad, que quizás se podrían haber evitado si las políticas, si la economía, si las fronteras fuesen más humanas, es algo que nos debería dar que pensar.
Quizás si los cuerpos hubiesen llegado a la abarrotada Playa de La Romanilla, más gente se habría visto en la obligación de responder a las preguntas de los niños, a la necesidad de buscar respuestas coherentes a hechos inexplicables.
Son esos momentos de confusión los que terminan removiendo nuestras conciencias; los que nos hacen carraspear y tragar saliva; los que aflojan el nudo de la venda de nuestros ojos; los que nos despiertan del sopor de la anestesia con la que adormecemos nuestros sentidos y nos ayuda a justificar lo injustificable.
A lo largo del verano hemos tenido la ocasión de embarcar a dos grupos de la Cruz Roja. Uno con niños que, nada más subir, preguntaron por los salvavidas; que sabían reconocer la patrullera de la Guardia Civil en la lejanía y que nos contaron con una sonrisa inocente que habían visto delfines cuando cruzaron en patera el Estrecho con sus padres.
El otro grupo estaba conformado por adultos de diferentes países africanos que, mientras les hablábamos de las distintas especies y la necesidad de proteger los delfines y las tortugas, nos dieron una clase de anatomía sobre estos animales porque se los comen en sus países desde tiempos inmemoriales.
Ante situaciones como éstas lo mejor es callar nuestro mensaje paternalista, conservacionista, ejemplarizante, y escucharlos y aprender las lecciones de la vida que les ha tocado vivir. Nosotros, que les robamos su riqueza, que destrozamos los ecosistemas del mundo, tenemos la poca vergüenza de decirles que tenemos un problema global, que tienen que cambiar sus costumbres, que tienen que limitar su crecimiento, que no pueden huir de la pobreza.
Estas enseñanzas de la mar, como no puede ser de otra manera, las incorporamos a nuestras actividades y nos sirven para generar debates, para provocar reacciones, para hacer aflorar sentimientos, para remover conciencias.
Mientras hablamos de pesca sostenible, de la necesidad de aunar esfuerzos para minimizar los impactos que generamos con nuestras artes de pesca, recordamos que la mar es donde se originó la vida en la Tierra, que nos alimenta y nos cuida, y donde, por desgracia, hemos construido muros invisibles en los que se ahogan muchos sueños e ilusiones.
El objetivo es que las familias, la ciudadanía, descubran, conozcan y valoren los ecosistemas y las especies que nos llevan acompañando, alimentando y protegiendo desde que decidimos asentarnos en estas costas. Si conseguimos enseñarlos a mirar, despertar su curiosidad, habremos conseguido lo más difícil. El resto ya depende de cada uno.
Nos pasa a todos que, ocupados en nuestra rutina, centrados en nuestros proyectos, siempre andamos buscando la manera de mejorar, de encontrar las habilidades, las técnicas, las herramientas para aumentar la eficacia de nuestras acciones; de hacer llegar nuestro mensaje con más claridad.
Y en ese afán de mejora, a veces se nos olvida pararnos a observar, a escuchar y a ponernos en los zapatos del otro. Este verano, la mar me ha enseñado algunas lecciones y me ha recordado otras muchas que tenía olvidadas.
Hace unos días, con apenas unas horas de diferencia, aparecieron dos cadáveres flotando a la deriva: uno de una delfina común y otro de un inmigrante. Ambos fueron recuperados y llevados a puerto por dos embarcaciones recreativas cargadas de familias en bañador, que disfrutaban de un bonito y vacacional día de verano.
Dos situaciones desagradables que desinflaron nuestra alegría y que nos hicieron bajar de la nube a la que nos habían elevado unos minutos antes los saltos de los delfines mulares que frecuentan la piscifactoría de Aguadulce.
Tras las llamadas a Emergencias y la retirada de los cuerpos, ambos se convirtieron en números que siguen engordando nuestras estadísticas. Unos pocos datos recogidos y a pasar página porque la vida sigue. ¿Qué más se puede hacer salvo resignarse y aceptar la realidad del mundo que hemos construido?
La vida y la muerte son algo natural, algo que nos iguala. Pero saber que ambas muertes son nuestra responsabilidad, que quizás se podrían haber evitado si las políticas, si la economía, si las fronteras fuesen más humanas, es algo que nos debería dar que pensar.
Quizás si los cuerpos hubiesen llegado a la abarrotada Playa de La Romanilla, más gente se habría visto en la obligación de responder a las preguntas de los niños, a la necesidad de buscar respuestas coherentes a hechos inexplicables.
Son esos momentos de confusión los que terminan removiendo nuestras conciencias; los que nos hacen carraspear y tragar saliva; los que aflojan el nudo de la venda de nuestros ojos; los que nos despiertan del sopor de la anestesia con la que adormecemos nuestros sentidos y nos ayuda a justificar lo injustificable.
A lo largo del verano hemos tenido la ocasión de embarcar a dos grupos de la Cruz Roja. Uno con niños que, nada más subir, preguntaron por los salvavidas; que sabían reconocer la patrullera de la Guardia Civil en la lejanía y que nos contaron con una sonrisa inocente que habían visto delfines cuando cruzaron en patera el Estrecho con sus padres.
El otro grupo estaba conformado por adultos de diferentes países africanos que, mientras les hablábamos de las distintas especies y la necesidad de proteger los delfines y las tortugas, nos dieron una clase de anatomía sobre estos animales porque se los comen en sus países desde tiempos inmemoriales.
Ante situaciones como éstas lo mejor es callar nuestro mensaje paternalista, conservacionista, ejemplarizante, y escucharlos y aprender las lecciones de la vida que les ha tocado vivir. Nosotros, que les robamos su riqueza, que destrozamos los ecosistemas del mundo, tenemos la poca vergüenza de decirles que tenemos un problema global, que tienen que cambiar sus costumbres, que tienen que limitar su crecimiento, que no pueden huir de la pobreza.
Estas enseñanzas de la mar, como no puede ser de otra manera, las incorporamos a nuestras actividades y nos sirven para generar debates, para provocar reacciones, para hacer aflorar sentimientos, para remover conciencias.
Mientras hablamos de pesca sostenible, de la necesidad de aunar esfuerzos para minimizar los impactos que generamos con nuestras artes de pesca, recordamos que la mar es donde se originó la vida en la Tierra, que nos alimenta y nos cuida, y donde, por desgracia, hemos construido muros invisibles en los que se ahogan muchos sueños e ilusiones.
MOI PALMERO