A sus 64 años quiso pensar que el amor ya era una fruta madura caída del árbol y, consecuentemente, no apta para su consumo. Aún joven, demasiado joven, repetía para sí mismo los versos de When i’m sicty-four. De hecho, el long play titulado Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band era para él uno de los discos preferidos de The Beatles.
Los cuatro chicos de Liverpool ya vivían separados, y grabando y componiendo canciones cada cual por su cuenta, pero la secuela de su éxito no se apagaba y las noticias recurrentes sobre su reagrupación revitalizaban un tiempo que ya había fenecido.
“Cuando tenga sesenta y cuatro años/ Tú también serás vieja/ Y si me lo pides/ Podría quedarme contigo”. La canción de Lennon y McCartney se repitió en su cabeza no solo en los años de la adolescencia, sino mucho tiempo después cuando aquellos días de una juventud ya marchita aún dibujaban los colores del arcoíris en un mundo irredento.
Aquella chica de los trece caños ya no le podría contar cómo se diseñan los sueños truncados y tampoco se atrevía ahora a preguntarle, en caso de que todo hubiera ido bien, si lo querría también cuando hubiera cumplido los 64 años.
La situación se le había vuelto algo más compleja. La vida es así de caprichosa. Pues ella, la mujer que ahora amaba, había cumplido solo 43, y su belleza era tan extrema y la juventud que irradiaba tan única que se atrevió a pensar que el amor no era cosa de viejos. Lo pensó solo por un instante. Que le pareció eterno, eso sí.
Aunque ahora la vida se había prolongado más allá de sus 64 años, al igual que la adolescencia habitaba los cuerpos más jóvenes hasta los 25. Del mismo modo, argumentó para sí mismo, la madurez o la vejez había estrechado su cerco más allá de los 70. Así lo quiso pensar y lo pensó. Pero los pensamientos, en ocasiones, son tan frágiles como una pompa de agua de jabón.
Ella lo llamó una tarde para tomar unos vinos. Le dijo que sí. A veces, cuando se retrepaba en el sillón, pensaba que a su edad el amor era otra cosa, un sentimiento fuera de su edad, un hábito ya perdido en su memoria, pero, cuando la veía en sus recuerdos con su pelo suelto y sus ojos vivos e insinuantes, sospechaba sin demasiado convencimiento que el amor sobrevivía a todas las edades. Aquel día, con su noche, le vivificó los músculos muertos y las esperanzas chamuscadas. Supo a su edad que la soledad es llevadera, pero que el vacío existencial mata a cualquier edad.
De vez en cuando, meditaba sobre estas relaciones en las que la diferencia de edad no era un obstáculo insalvable, aunque sí un dato a tener en cuenta. Se vieron muchas más noches. Repitieron el rito del amor con una técnica tan depurada que ya la hubiese él querido haber adquirido en sus años jóvenes.
Pero supo también que a sus 64 años los compromisos más íntimos quedaban todos fuera de sus competencias. A veces, buscaba el calor de la mujer amada en otros dormitorios. Y sabía, sobre todo, que no valía la pena doblegar el paso del tiempo.
Cuando se ponía a mirar la noche estrellada, recordaba siempre la canción de The Beatles. “Cuando tenga sesenta y cuatro años/ Podríamos alquilar una casita todos los veranos/ En la ‘isla de Wright’, si no es demasiado pretencioso”. Ya no era posible alquilar la casa para compartirla con aquella joven de los trece años.
Y tal vez era demasiado tarde también para cerrar el trato con aquella otra de los 43 que sí conoce sin quejarse la edad que le dibuja la piel. Hay, entre un mundo y otro, tantos años metidos en un limbo impreciso, que no dejan un atajo apenas para construir otra vida lejos de tantas expectativas como pretende la adolescencia. Pero ahora ya, lejos de esos días en que la vida era tan voluble, la letra de aquella canción cobra un sentido diferente.
No es un empeño firme, pero siente una necesidad sana de amar a esta o a otra mujer. No le gusta vestir sus ilusiones con nombres y apellidos concretos. A veces, basta una sola llamada para que se diluyan en el aire las aspiraciones más sólidas. Sabe, eso sí, que a su edad el amor se cubre de tatuajes nada indelebles y que no importa equivocarse, porque ya los errores ni hieren ni matan. Y los aciertos, en todo caso, se viven con una lucidez que nunca pensó que fueran tan firmes y tentadores.
Sale buscando los bares cuando el sol se pone en lontananza, desinhibido y vestido para la ocasión. Le gusta beber un gintónic helado antes de arrancar con la primera frase. Después la noche es una antorcha entre sus manos. Mira los ojos de esta mujer y no le importa que el reloj del tiempo avance sin desmesura sobre sus cuerpos encontrados.
¿Me querrás cuando tenga 64 años? Paul McCartney se hacía esa pregunta demasiado joven, ignorando que la edad alumbra otras puertas entreabiertas en el ocaso de la existencia. Ahora sabe que el amor sigue siendo un galimatías a cualquier edad, incluso cuando la mirada proyecta menos días por vivir que los ya vividos.
Los cuatro chicos de Liverpool ya vivían separados, y grabando y componiendo canciones cada cual por su cuenta, pero la secuela de su éxito no se apagaba y las noticias recurrentes sobre su reagrupación revitalizaban un tiempo que ya había fenecido.
“Cuando tenga sesenta y cuatro años/ Tú también serás vieja/ Y si me lo pides/ Podría quedarme contigo”. La canción de Lennon y McCartney se repitió en su cabeza no solo en los años de la adolescencia, sino mucho tiempo después cuando aquellos días de una juventud ya marchita aún dibujaban los colores del arcoíris en un mundo irredento.
Aquella chica de los trece caños ya no le podría contar cómo se diseñan los sueños truncados y tampoco se atrevía ahora a preguntarle, en caso de que todo hubiera ido bien, si lo querría también cuando hubiera cumplido los 64 años.
La situación se le había vuelto algo más compleja. La vida es así de caprichosa. Pues ella, la mujer que ahora amaba, había cumplido solo 43, y su belleza era tan extrema y la juventud que irradiaba tan única que se atrevió a pensar que el amor no era cosa de viejos. Lo pensó solo por un instante. Que le pareció eterno, eso sí.
Aunque ahora la vida se había prolongado más allá de sus 64 años, al igual que la adolescencia habitaba los cuerpos más jóvenes hasta los 25. Del mismo modo, argumentó para sí mismo, la madurez o la vejez había estrechado su cerco más allá de los 70. Así lo quiso pensar y lo pensó. Pero los pensamientos, en ocasiones, son tan frágiles como una pompa de agua de jabón.
Ella lo llamó una tarde para tomar unos vinos. Le dijo que sí. A veces, cuando se retrepaba en el sillón, pensaba que a su edad el amor era otra cosa, un sentimiento fuera de su edad, un hábito ya perdido en su memoria, pero, cuando la veía en sus recuerdos con su pelo suelto y sus ojos vivos e insinuantes, sospechaba sin demasiado convencimiento que el amor sobrevivía a todas las edades. Aquel día, con su noche, le vivificó los músculos muertos y las esperanzas chamuscadas. Supo a su edad que la soledad es llevadera, pero que el vacío existencial mata a cualquier edad.
De vez en cuando, meditaba sobre estas relaciones en las que la diferencia de edad no era un obstáculo insalvable, aunque sí un dato a tener en cuenta. Se vieron muchas más noches. Repitieron el rito del amor con una técnica tan depurada que ya la hubiese él querido haber adquirido en sus años jóvenes.
Pero supo también que a sus 64 años los compromisos más íntimos quedaban todos fuera de sus competencias. A veces, buscaba el calor de la mujer amada en otros dormitorios. Y sabía, sobre todo, que no valía la pena doblegar el paso del tiempo.
Cuando se ponía a mirar la noche estrellada, recordaba siempre la canción de The Beatles. “Cuando tenga sesenta y cuatro años/ Podríamos alquilar una casita todos los veranos/ En la ‘isla de Wright’, si no es demasiado pretencioso”. Ya no era posible alquilar la casa para compartirla con aquella joven de los trece años.
Y tal vez era demasiado tarde también para cerrar el trato con aquella otra de los 43 que sí conoce sin quejarse la edad que le dibuja la piel. Hay, entre un mundo y otro, tantos años metidos en un limbo impreciso, que no dejan un atajo apenas para construir otra vida lejos de tantas expectativas como pretende la adolescencia. Pero ahora ya, lejos de esos días en que la vida era tan voluble, la letra de aquella canción cobra un sentido diferente.
No es un empeño firme, pero siente una necesidad sana de amar a esta o a otra mujer. No le gusta vestir sus ilusiones con nombres y apellidos concretos. A veces, basta una sola llamada para que se diluyan en el aire las aspiraciones más sólidas. Sabe, eso sí, que a su edad el amor se cubre de tatuajes nada indelebles y que no importa equivocarse, porque ya los errores ni hieren ni matan. Y los aciertos, en todo caso, se viven con una lucidez que nunca pensó que fueran tan firmes y tentadores.
Sale buscando los bares cuando el sol se pone en lontananza, desinhibido y vestido para la ocasión. Le gusta beber un gintónic helado antes de arrancar con la primera frase. Después la noche es una antorcha entre sus manos. Mira los ojos de esta mujer y no le importa que el reloj del tiempo avance sin desmesura sobre sus cuerpos encontrados.
¿Me querrás cuando tenga 64 años? Paul McCartney se hacía esa pregunta demasiado joven, ignorando que la edad alumbra otras puertas entreabiertas en el ocaso de la existencia. Ahora sabe que el amor sigue siendo un galimatías a cualquier edad, incluso cuando la mirada proyecta menos días por vivir que los ya vividos.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO