Apenas te dolerá, me dice. Me mira con sus ojos verdes aceituna. A veces, más duele la vida, pienso sin decírselo. Me han citado para inyectarme la segunda dosis de la vacuna contra la covid-19. Hace ya casi dos meses que no sé nada de ella.
Sigue igual. Sonrisa ancha, ternura en las manos, decidida en los días lúgubres y en los momentos mágicos. No pregunta por qué no le dije adiós, o hasta pronto, o si algún día volvería. Sabe que, cuando no hay preguntas, tampoco hay frases aderezadas de huidas o de mentiras encorvadas sobre la propia piel.
Por ella no pasa el tiempo. Ni en la luz de sus ojos ni en el contoneo de sus pasos. Ahora que la conozco mejor –eso pienso–, sé que cuanto veo solo es la punta del iceberg. Nada esconde, quede claro. Pero es profunda como una mina abierta a ras de tierra y enigmática como el corazón de la tierra, pero también clara y limpia como el amanecer. Mientras más te acercas, más quema. Porque el fuego no puede sobrevivir solo entre las manos. Hay que alimentar la llama para que las cenizas no apaguen el paisaje.
Le digo que está igual. Igual no, me dice. Desde hace tres meses soy otra siendo la misma, añade. Sí, hace tres meses que nos conocimos: noventa días con sus noventa noches y sus implacables olvidos y reticencias. Con su memoria mancillada y otras vivencias advenedizas.
Dice que no importa, que el tiempo todo lo borra. Pero ambos sabemos que no es así. Le digo que pronto estaré inmunizado. Me dice, con algo de sorna en la intención de sus labios, que ya estaba inmunizado antes de que una aguja me atravesara esta vida dislocada. La entiendo.
Afuera, enfrente, venden cerveza helada, me dice. A ti te gusta, advierte. Si es contigo, bebería toda la vida sin poder apagar la sed, le digo. Piensa que no es nada cursi, que no me preocupe. Esboza media sonrisa tierna como un bizcocho recién horneado. Eso sí, apunta con determinación: te advierto que de esta abrumadora prisión no escaparás.
Afuera el cielo era plomo encendido. El verano arreciaba en las grandes ciudades como si el termómetro estuviera decidido a cambiar la faz de la tierra. Esperé sentado en un taburete, apoyado en la barra del bar, con una cerveza en la mano.
La vi cruzar la calle y venir hacia mí, cuando supe, ahora con una certeza de vértigo, que nunca se me ocurriría ni tampoco podrá escapar a la fiebre que asolaba mis huesos. Estaba mordiendo una aceituna, cuando sus ojos se clavaron en mi boca. La vi sonreír, como siempre hace.
Sigue igual. Sonrisa ancha, ternura en las manos, decidida en los días lúgubres y en los momentos mágicos. No pregunta por qué no le dije adiós, o hasta pronto, o si algún día volvería. Sabe que, cuando no hay preguntas, tampoco hay frases aderezadas de huidas o de mentiras encorvadas sobre la propia piel.
Por ella no pasa el tiempo. Ni en la luz de sus ojos ni en el contoneo de sus pasos. Ahora que la conozco mejor –eso pienso–, sé que cuanto veo solo es la punta del iceberg. Nada esconde, quede claro. Pero es profunda como una mina abierta a ras de tierra y enigmática como el corazón de la tierra, pero también clara y limpia como el amanecer. Mientras más te acercas, más quema. Porque el fuego no puede sobrevivir solo entre las manos. Hay que alimentar la llama para que las cenizas no apaguen el paisaje.
Le digo que está igual. Igual no, me dice. Desde hace tres meses soy otra siendo la misma, añade. Sí, hace tres meses que nos conocimos: noventa días con sus noventa noches y sus implacables olvidos y reticencias. Con su memoria mancillada y otras vivencias advenedizas.
Dice que no importa, que el tiempo todo lo borra. Pero ambos sabemos que no es así. Le digo que pronto estaré inmunizado. Me dice, con algo de sorna en la intención de sus labios, que ya estaba inmunizado antes de que una aguja me atravesara esta vida dislocada. La entiendo.
Afuera, enfrente, venden cerveza helada, me dice. A ti te gusta, advierte. Si es contigo, bebería toda la vida sin poder apagar la sed, le digo. Piensa que no es nada cursi, que no me preocupe. Esboza media sonrisa tierna como un bizcocho recién horneado. Eso sí, apunta con determinación: te advierto que de esta abrumadora prisión no escaparás.
Afuera el cielo era plomo encendido. El verano arreciaba en las grandes ciudades como si el termómetro estuviera decidido a cambiar la faz de la tierra. Esperé sentado en un taburete, apoyado en la barra del bar, con una cerveza en la mano.
La vi cruzar la calle y venir hacia mí, cuando supe, ahora con una certeza de vértigo, que nunca se me ocurriría ni tampoco podrá escapar a la fiebre que asolaba mis huesos. Estaba mordiendo una aceituna, cuando sus ojos se clavaron en mi boca. La vi sonreír, como siempre hace.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO