En el mismo día que escribo estas líneas (lunes, 24 de mayo de 2021) un genio de la música llamado Robert Allen Zimmerman nacía hace ochenta años en la pequeña ciudad de Duluth, que se encuentra en las orillas del lago Superior, en el Estado de Minnesota.
No sé si hubo algo premonitorio en la familia Zimmerman, pero lo cierto es que ese niño que posteriormente se metamorfoseaba con el nombre de Bob Dylan acabaría siendo una de las personas que mayor impronta ha dejado no solo dentro del mundo de la música, sino también en el campo de las letras que acompañaban a sus canciones, pues como ya sabemos se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 2016.
Toda una extensa vida creativa que comienza en los inicios de la década de los sesenta del siglo pasado y que se alarga, como si fuera una senda serpenteante con sus vueltas y revueltas, hasta llegar a estos días del convulso siglo veintiuno.
Evidentemente, no tiene ningún sentido que yo haga ninguna semblanza de este genial personaje; en cambio, sí puedo declarar mi larga admiración por él manifestando que hace exactamente diez años, en este mismo medio, escribí un artículo titulado Que setenta años no son nada, aludiendo, con cierto tono de incredulidad, que ya había cumplido siete décadas y rememorando la primera actuación que llevó a cabo en la capital de nuestro país y a la que con enorme entusiasmo acudí con dos amigos.
Pero, como bien sabemos, el tiempo es implacable y no se detiene, camina impertérrito sin atender a nuestros deseos de que en algún momento se parase y, así, pudiéramos contemplar la existencia propia y ajena desde una atalaya tan alta que nos posibilitara visionar sin perder detalle de todo lo ocurrido en tantos años.
Entonces, ¿qué puedo yo contar ahora de este excepcional músico después de haber seguido sus pasos y haber escrito en diferentes ocasiones sobre algún aspecto de su larga y fructífera trayectoria?
Creo que, para no quedar en la mera anécdota, lo más razonable sería traer a colación el primero y el último de sus álbumes en esta breve reseña, para así mostrar que entre ambas grabaciones han transcurrido casi sesenta años. ¡Nada menos que seis décadas de creatividad ininterrumpida!
Comenzamos, pues, remontándonos al 19 de febrero de 1962, que es la fecha en la que apareció el primer álbum de un joven Bob Dylan que contaba con tan solo 20 años.
Como suelo comentar de modo habitual los diseños de las portadas, en este caso vemos al autor en una fotografía a color, en primer plano y ángulo contrapicado. Porta gorra negra y cazadora de piel con cuello vuelto hacia arriba, al tiempo que sostiene con las dos manos su guitarra con total confianza.
En la parte superior de la izquierda aparece el logotipo del sello Columbia en el que grabaría sus éxitos, mientras que, en el lado derecho y debajo de su nombre, se despliegan los títulos de las trece canciones que contiene el álbum.
Desde ese espacio cuadrado nos mira con gesto arrogante y clara autosuficiencia, como si estuviera totalmente seguro de sí mismo, al tiempo que parece decirnos: “Miradme bien despacio, porque, aunque no os lo creáis, os encontráis ante un genio que va a revolucionar el mundo de la música”.
Quizás exagero en esta apreciación; sin embargo, atendiendo a los comentarios de su productor, John Hammond, tengo que indicar que fue un auténtico suplicio grabarle las canciones, dado que no atendía a las instrucciones que se le daban desde la mesa de mezclas, ni siquiera el que acercara su boca al micro para que se le escuchara bien.
En aquellas fechas, Dylan, con su característica voz nasal, se acompañaba solamente de la guitarra acústica y de la armónica, sin que fuera consciente de que para un productor el disco que estaban grabando era un producto que saldría al mercado y que debería tener buena acogida con el fin de que fuera un álbum vendible.
Eran sus inicios, y el joven cantante de Duluth no atendía a los requerimientos comerciales. Así, de los trece temas grabados, solo dos estaban firmados por él mismo. Se trataba de Talkin’ New York y Song to Woody; el resto eran composiciones de otros autores, entre los que se encontraba, cómo no, su admirado Woody Guthrie, una auténtica leyenda de la canción popular estadounidense.
Como curiosidad, tengo que apuntar que en este primer álbum también aparecía la tradicional The House of the Rising Sun (La casa del sol naciente), que dos años después se hizo muy popular en la versión del grupo británico The Animals.
Antes de pasar al último de sus discos, tal como he apuntado, no me resisto traer la portada de su tercer álbum por el gran cambio que supuso en la imagen de Dylan (que, por cierto, fue el tema prioritario en el diseño de la mayoría de sus carátulas, hasta que bien avanzado en edad desapareció su imagen de las portadas para presentar los álbumes con otros temas visuales).
Me estoy refiriendo a The Times They Are a-Changin’, aparecido dos años después en 1964. En medio de ambos trabajos, había publicado The Freewheelin' Bob Dylan, un rotundo éxito al contener canciones como Blowin’ in the Wind, Masters of War o A Hard Rain´s a-Gonna Fall que se convirtieron en auténticos himnos de aquella generación.
Como podemos ver, en este tercer álbum se nos muestra a un Dylan fotografiado en blanco y negro, en un primer plano, con rostro serio y los ojos entornados, como si estuviera concentrado en sí mismo. Una imagen totalmente alejada de la primera, ya que ahora intencionadamente se pretende mostrar a un cantautor maduro, algo huraño y desmañado, cuando curiosamente solo tenía veintitrés años.
Disco, por otro lado, inolvidable, ya que contenía la que sería una de sus canciones más emblemáticas, que era la que daba el título al álbum y que acabó convirtiéndose en un verdadero himno a la esperanza, de modo que la expresión de “los tiempos están cambiando” sería la referencia de toda una generación que renegaba de gran parte de los valores de quienes la precedieron.
Con el último disco de Bob Dylan damos un enorme salto desde que comenzó sus grabaciones de estudio en 1962 hasta el 2020, año en el que vería la luz su más reciente álbum, aparecido en medio de la pandemia que marcará un antes y un después en nuestra historia. Se trata de Roug And Rowdy Ways, que hace el número treinta y nueve de los grabados en estudio.
Tal como he apuntado, en la mayoría de sus últimos trabajos se acudió a diseñar escenas en las que el rostro o la figura de Dylan no protagonizaban las portadas. En este caso se nos muestra una fotografía realizada por Josh, quien presenta una escena ‘retro’ de un posible bar de carretera en el que aparece una pareja bailando, al tiempo que otro personaje se encuentra mirando al jukebox para ver qué tema está sonando.
La escena nos remite a tiempos pasados, algo que, a fin de cuentas, es lo que pretende con este trabajo su autor: volver la mirada hacia algunas de las voces más populares del pueblo norteamericano. El propio título del disco es una referencia al cantante de country tradicional Jimmy Rodgers y de su canción My Roug And Rowdy Ways. También hay un homenaje a Frank Sinatra, a Jimmy Reed, uno de los bluesmen del Mississippi, a Billy ‘The Kid’ Emerson, etcétera.
Un magnífico recorrido que lleva a cabo el infatigable cantautor de Duluth, y, aunque solo fuera por su persistencia en no rendirse al paso del tiempo, merece toda nuestra admiración en estos tiempos de tantas ‘estrellas fugaces’ como pueblan el firmamento del espectáculo y de la música.
No sé si hubo algo premonitorio en la familia Zimmerman, pero lo cierto es que ese niño que posteriormente se metamorfoseaba con el nombre de Bob Dylan acabaría siendo una de las personas que mayor impronta ha dejado no solo dentro del mundo de la música, sino también en el campo de las letras que acompañaban a sus canciones, pues como ya sabemos se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 2016.
Toda una extensa vida creativa que comienza en los inicios de la década de los sesenta del siglo pasado y que se alarga, como si fuera una senda serpenteante con sus vueltas y revueltas, hasta llegar a estos días del convulso siglo veintiuno.
Evidentemente, no tiene ningún sentido que yo haga ninguna semblanza de este genial personaje; en cambio, sí puedo declarar mi larga admiración por él manifestando que hace exactamente diez años, en este mismo medio, escribí un artículo titulado Que setenta años no son nada, aludiendo, con cierto tono de incredulidad, que ya había cumplido siete décadas y rememorando la primera actuación que llevó a cabo en la capital de nuestro país y a la que con enorme entusiasmo acudí con dos amigos.
Pero, como bien sabemos, el tiempo es implacable y no se detiene, camina impertérrito sin atender a nuestros deseos de que en algún momento se parase y, así, pudiéramos contemplar la existencia propia y ajena desde una atalaya tan alta que nos posibilitara visionar sin perder detalle de todo lo ocurrido en tantos años.
Entonces, ¿qué puedo yo contar ahora de este excepcional músico después de haber seguido sus pasos y haber escrito en diferentes ocasiones sobre algún aspecto de su larga y fructífera trayectoria?
Creo que, para no quedar en la mera anécdota, lo más razonable sería traer a colación el primero y el último de sus álbumes en esta breve reseña, para así mostrar que entre ambas grabaciones han transcurrido casi sesenta años. ¡Nada menos que seis décadas de creatividad ininterrumpida!
Comenzamos, pues, remontándonos al 19 de febrero de 1962, que es la fecha en la que apareció el primer álbum de un joven Bob Dylan que contaba con tan solo 20 años.
Como suelo comentar de modo habitual los diseños de las portadas, en este caso vemos al autor en una fotografía a color, en primer plano y ángulo contrapicado. Porta gorra negra y cazadora de piel con cuello vuelto hacia arriba, al tiempo que sostiene con las dos manos su guitarra con total confianza.
En la parte superior de la izquierda aparece el logotipo del sello Columbia en el que grabaría sus éxitos, mientras que, en el lado derecho y debajo de su nombre, se despliegan los títulos de las trece canciones que contiene el álbum.
Desde ese espacio cuadrado nos mira con gesto arrogante y clara autosuficiencia, como si estuviera totalmente seguro de sí mismo, al tiempo que parece decirnos: “Miradme bien despacio, porque, aunque no os lo creáis, os encontráis ante un genio que va a revolucionar el mundo de la música”.
Quizás exagero en esta apreciación; sin embargo, atendiendo a los comentarios de su productor, John Hammond, tengo que indicar que fue un auténtico suplicio grabarle las canciones, dado que no atendía a las instrucciones que se le daban desde la mesa de mezclas, ni siquiera el que acercara su boca al micro para que se le escuchara bien.
En aquellas fechas, Dylan, con su característica voz nasal, se acompañaba solamente de la guitarra acústica y de la armónica, sin que fuera consciente de que para un productor el disco que estaban grabando era un producto que saldría al mercado y que debería tener buena acogida con el fin de que fuera un álbum vendible.
Eran sus inicios, y el joven cantante de Duluth no atendía a los requerimientos comerciales. Así, de los trece temas grabados, solo dos estaban firmados por él mismo. Se trataba de Talkin’ New York y Song to Woody; el resto eran composiciones de otros autores, entre los que se encontraba, cómo no, su admirado Woody Guthrie, una auténtica leyenda de la canción popular estadounidense.
Como curiosidad, tengo que apuntar que en este primer álbum también aparecía la tradicional The House of the Rising Sun (La casa del sol naciente), que dos años después se hizo muy popular en la versión del grupo británico The Animals.
Antes de pasar al último de sus discos, tal como he apuntado, no me resisto traer la portada de su tercer álbum por el gran cambio que supuso en la imagen de Dylan (que, por cierto, fue el tema prioritario en el diseño de la mayoría de sus carátulas, hasta que bien avanzado en edad desapareció su imagen de las portadas para presentar los álbumes con otros temas visuales).
Me estoy refiriendo a The Times They Are a-Changin’, aparecido dos años después en 1964. En medio de ambos trabajos, había publicado The Freewheelin' Bob Dylan, un rotundo éxito al contener canciones como Blowin’ in the Wind, Masters of War o A Hard Rain´s a-Gonna Fall que se convirtieron en auténticos himnos de aquella generación.
Como podemos ver, en este tercer álbum se nos muestra a un Dylan fotografiado en blanco y negro, en un primer plano, con rostro serio y los ojos entornados, como si estuviera concentrado en sí mismo. Una imagen totalmente alejada de la primera, ya que ahora intencionadamente se pretende mostrar a un cantautor maduro, algo huraño y desmañado, cuando curiosamente solo tenía veintitrés años.
Disco, por otro lado, inolvidable, ya que contenía la que sería una de sus canciones más emblemáticas, que era la que daba el título al álbum y que acabó convirtiéndose en un verdadero himno a la esperanza, de modo que la expresión de “los tiempos están cambiando” sería la referencia de toda una generación que renegaba de gran parte de los valores de quienes la precedieron.
Con el último disco de Bob Dylan damos un enorme salto desde que comenzó sus grabaciones de estudio en 1962 hasta el 2020, año en el que vería la luz su más reciente álbum, aparecido en medio de la pandemia que marcará un antes y un después en nuestra historia. Se trata de Roug And Rowdy Ways, que hace el número treinta y nueve de los grabados en estudio.
Tal como he apuntado, en la mayoría de sus últimos trabajos se acudió a diseñar escenas en las que el rostro o la figura de Dylan no protagonizaban las portadas. En este caso se nos muestra una fotografía realizada por Josh, quien presenta una escena ‘retro’ de un posible bar de carretera en el que aparece una pareja bailando, al tiempo que otro personaje se encuentra mirando al jukebox para ver qué tema está sonando.
La escena nos remite a tiempos pasados, algo que, a fin de cuentas, es lo que pretende con este trabajo su autor: volver la mirada hacia algunas de las voces más populares del pueblo norteamericano. El propio título del disco es una referencia al cantante de country tradicional Jimmy Rodgers y de su canción My Roug And Rowdy Ways. También hay un homenaje a Frank Sinatra, a Jimmy Reed, uno de los bluesmen del Mississippi, a Billy ‘The Kid’ Emerson, etcétera.
Un magnífico recorrido que lleva a cabo el infatigable cantautor de Duluth, y, aunque solo fuera por su persistencia en no rendirse al paso del tiempo, merece toda nuestra admiración en estos tiempos de tantas ‘estrellas fugaces’ como pueblan el firmamento del espectáculo y de la música.
AURELIANO SÁINZ