Chris Offutt abandonó en su juventud el lugar que lo vio crecer, en Haldeman, Kentucky, una población minera de doscientos habitantes que ya no existe. Se licenció en la Universidad de Morehead, recorrió Estados Unidos en autostop para ver mundo y ganarse la vida, por horas, en más de cincuenta empleos precarios. ¿Por qué? Entre otras razones por esta razón que esboza en el relato titulado “Todo inundado”:
—¿De dónde eres?
—De Kentucky.
—¿De qué parte?
—De la parte de la que se va la gente.
Núria Escur escribe que Offutt es misterioso, que tiene aspecto de leñador, que su literatura está pensada para beber en taza de aluminio y que los diálogos de sus personajes son de western. Vive con su mujer en un espacio de cinco hectáreas y escribe cada día.
Cultiva tomates, zanahorias, cebollas, ajos, patatas, pimientos, calabazas, quimbombó, nabos, rábanos, judías. Y tiene 15 gallinas. Y le gustan los diálogos perfectos de sus personajes. En el relato titulado “Moscow, Idaho”, sus personajes dicen:
—¿Te he contado alguna vez qué es lo mejor de que te enchironen en St. Paul? –preguntó Baker.
—Las vistas.
—Exacto, colega. Tienes el río ahí mismo. Desde mi celda podías pasarte todo el santo día viendo los barcos. Apuesto a que en Kentucky no gozabas de vistas así, ¿a qué no?
Sus personajes son delincuentes o han nacido para delinquir, portan armas, conocen las cárceles y a los carceleros. No tiene arma propia, pero conserva tres que heredó de la familia. El rifle del abuelo, de la Gran Depresión de 1930. La escopeta del padre, que utilizaba para cazar pájaros. Y el revólver del tío, de pequeño calibre.
Eso sí, las pistolas las tiene siempre limpias, descargadas y encerradas. No como los personajes de sus libros. Algún día, las heredarán sus hijos. Una tradición rural. Las armas pasan de generación a generación. Así, justifica el fuego en su país. Dice que Estados Unidos se creó después de la invención de la pólvora y que el uso de armas es parte de la historia de su país. Y ese, precisamente, es su gran problema. Y así lo reconoce.
Sus diálogos son herméticos y secos, cerrados, perfectos, pero eso no impide que el humor quede afuera. En el relato “Melungeons”, Goins, el ayudante del sheriff, levanta este diálogo absurdo con un hombre que abre la puerta de la estancia, sacudiendo la cabeza como un mirlo en una cerca:
—Tengo entendido que aquí trabaja un Goins.
—Ese soy yo. Ephrain Goins.
—Bueno, estoy listo para que me encierre. ¿Qué tendría que hacer?
—Sobre todo, empinar el codo.
—Yo no bebo.
—Pisarle fuerte.
—Ni siquiera tengo coche.
—Robar también valdría.
—No me veo.
Ahora se publica su libro de relatos Lejos del bosque, un libro que, según José María Guelbenzu, no tiene desperdicio. Aparenta ser un libro sencillo, nada complicado, pero debajo o detrás esconde una ingeniería de orfebre. Sus frases son breves, afiladas, como cuchillas, y el asunto que trata está perfectamente medido. Me ha recordado a Carver, a Salinger, a Hemingway, a Tobias Wolf, a Chéjov, a Richard Ford. Parece no querer tirar de la madeja, pero cada frase está medida, es precisa en su contenido, te lleva a la siguiente página.
En el relato titulado “Prácticas de tiro”, arranca así el texto: “Ray puso un leño sobre el bloque de madera y alzó el pesado mazo. El fresno seco se quebró sin dificultad. Sustituyó el mazo por el hacha y cortó listones finos que se curvaron alrededor de los nudos y cayeron al suelo. El esfuerzo aflojó la tensión que se había vuelto crónica desde el regreso a las montañas. Hacía ya varios años que se había ido de Kentucky y ahora deseaba haberse quedado en Detroit”.
Guelbenzu escribe que en este párrafo se ha contado una nueva vida, un modo de vida y una idea de la vida. Nada más y nada menos. Y dice: “Es capaz de mostrar con precisión el ejercicio de un oficio y el resumen de la existencia del personaje; solo hay que mostrar el trabajo y la historia del personaje de modo físicamente, y todo con llaneza, como pedía maese Pedro, sin adornos ni explicaciones innecesarias”. El secreto, concluye Guelbenzu, está en la síntesis de la experiencia y en el dominio de la sugerencia y de la elipsis.
La sensualidad, obviamente, también está presente en su obra. En su relato “Todo inundado”, escribe: “Ella lo cogió de la mano, tiró de él hasta el centro del patio y lo besó. Olió las lilas y la lluvia. La mujer empezó a desabrocharle el cinturón. Al deslizarle las manos bajo el impermeable le sorprendió descubrir que estaba desnuda. Tenía la piel húmeda. La lluvia los azotaba. El viento le alzó el impermeable, ella lo levantó hacia arriba y la prenda salió volando hasta desaparecer en la oscuridad, como si alguien hubiese tirado de una cuerda. Muy despacio, se dejaron caer al suelo. La tierra estaba blanda. Ella lo hizo rodar para ponerlo boca arriba".
De los más de 50 oficios a los que ha tenido que echar mano, prefiere pintar casas, porque hay demanda. De lavaplatos, te focalizas y no tienes que preocuparte de nada más. O trabajar en un pequeño barco. Y, sobre todo, escribir unas cuantas horas al día. O ser guionista de cine, que también lo es. Pero más allá de estas incidencias de la vida, y más que nada, crear diálogos de western para ponerlos en boca de sus personajes. En el último relato reseñado, ella le pregunta a él antes de complicarse el estrechamiento de sus cuerpos en el barro:
—¿Sabes por qué llevo esta alianza? –dijo.
—No.
—Para recordarme que no me acueste con hombres casados.
—Yo no estoy casado.
—¿De dónde eres?
—De Kentucky.
—¿De qué parte?
—De la parte de la que se va la gente.
Núria Escur escribe que Offutt es misterioso, que tiene aspecto de leñador, que su literatura está pensada para beber en taza de aluminio y que los diálogos de sus personajes son de western. Vive con su mujer en un espacio de cinco hectáreas y escribe cada día.
Cultiva tomates, zanahorias, cebollas, ajos, patatas, pimientos, calabazas, quimbombó, nabos, rábanos, judías. Y tiene 15 gallinas. Y le gustan los diálogos perfectos de sus personajes. En el relato titulado “Moscow, Idaho”, sus personajes dicen:
—¿Te he contado alguna vez qué es lo mejor de que te enchironen en St. Paul? –preguntó Baker.
—Las vistas.
—Exacto, colega. Tienes el río ahí mismo. Desde mi celda podías pasarte todo el santo día viendo los barcos. Apuesto a que en Kentucky no gozabas de vistas así, ¿a qué no?
Sus personajes son delincuentes o han nacido para delinquir, portan armas, conocen las cárceles y a los carceleros. No tiene arma propia, pero conserva tres que heredó de la familia. El rifle del abuelo, de la Gran Depresión de 1930. La escopeta del padre, que utilizaba para cazar pájaros. Y el revólver del tío, de pequeño calibre.
Eso sí, las pistolas las tiene siempre limpias, descargadas y encerradas. No como los personajes de sus libros. Algún día, las heredarán sus hijos. Una tradición rural. Las armas pasan de generación a generación. Así, justifica el fuego en su país. Dice que Estados Unidos se creó después de la invención de la pólvora y que el uso de armas es parte de la historia de su país. Y ese, precisamente, es su gran problema. Y así lo reconoce.
Sus diálogos son herméticos y secos, cerrados, perfectos, pero eso no impide que el humor quede afuera. En el relato “Melungeons”, Goins, el ayudante del sheriff, levanta este diálogo absurdo con un hombre que abre la puerta de la estancia, sacudiendo la cabeza como un mirlo en una cerca:
—Tengo entendido que aquí trabaja un Goins.
—Ese soy yo. Ephrain Goins.
—Bueno, estoy listo para que me encierre. ¿Qué tendría que hacer?
—Sobre todo, empinar el codo.
—Yo no bebo.
—Pisarle fuerte.
—Ni siquiera tengo coche.
—Robar también valdría.
—No me veo.
Ahora se publica su libro de relatos Lejos del bosque, un libro que, según José María Guelbenzu, no tiene desperdicio. Aparenta ser un libro sencillo, nada complicado, pero debajo o detrás esconde una ingeniería de orfebre. Sus frases son breves, afiladas, como cuchillas, y el asunto que trata está perfectamente medido. Me ha recordado a Carver, a Salinger, a Hemingway, a Tobias Wolf, a Chéjov, a Richard Ford. Parece no querer tirar de la madeja, pero cada frase está medida, es precisa en su contenido, te lleva a la siguiente página.
En el relato titulado “Prácticas de tiro”, arranca así el texto: “Ray puso un leño sobre el bloque de madera y alzó el pesado mazo. El fresno seco se quebró sin dificultad. Sustituyó el mazo por el hacha y cortó listones finos que se curvaron alrededor de los nudos y cayeron al suelo. El esfuerzo aflojó la tensión que se había vuelto crónica desde el regreso a las montañas. Hacía ya varios años que se había ido de Kentucky y ahora deseaba haberse quedado en Detroit”.
Guelbenzu escribe que en este párrafo se ha contado una nueva vida, un modo de vida y una idea de la vida. Nada más y nada menos. Y dice: “Es capaz de mostrar con precisión el ejercicio de un oficio y el resumen de la existencia del personaje; solo hay que mostrar el trabajo y la historia del personaje de modo físicamente, y todo con llaneza, como pedía maese Pedro, sin adornos ni explicaciones innecesarias”. El secreto, concluye Guelbenzu, está en la síntesis de la experiencia y en el dominio de la sugerencia y de la elipsis.
La sensualidad, obviamente, también está presente en su obra. En su relato “Todo inundado”, escribe: “Ella lo cogió de la mano, tiró de él hasta el centro del patio y lo besó. Olió las lilas y la lluvia. La mujer empezó a desabrocharle el cinturón. Al deslizarle las manos bajo el impermeable le sorprendió descubrir que estaba desnuda. Tenía la piel húmeda. La lluvia los azotaba. El viento le alzó el impermeable, ella lo levantó hacia arriba y la prenda salió volando hasta desaparecer en la oscuridad, como si alguien hubiese tirado de una cuerda. Muy despacio, se dejaron caer al suelo. La tierra estaba blanda. Ella lo hizo rodar para ponerlo boca arriba".
De los más de 50 oficios a los que ha tenido que echar mano, prefiere pintar casas, porque hay demanda. De lavaplatos, te focalizas y no tienes que preocuparte de nada más. O trabajar en un pequeño barco. Y, sobre todo, escribir unas cuantas horas al día. O ser guionista de cine, que también lo es. Pero más allá de estas incidencias de la vida, y más que nada, crear diálogos de western para ponerlos en boca de sus personajes. En el último relato reseñado, ella le pregunta a él antes de complicarse el estrechamiento de sus cuerpos en el barro:
—¿Sabes por qué llevo esta alianza? –dijo.
—No.
—Para recordarme que no me acueste con hombres casados.
—Yo no estoy casado.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO